Adrián Socorro y los hilos místicos que trenzan su delgada línea negra
Por: Meira Marrero Díaz
El dibujo ha sido una herramienta fundamental en la historia de la humanidad. Desde las primeras pinturas rupestres de hace más de 40,000 años hasta las obras de los grandes maestros del Renacimiento. El hombre hizo dibujos para transmitir ideas y emociones, incluso antes de aprender a escribir, trazó un recorrido fascinante que se extiende desde los albores de la humanidad hasta la actualidad, revelando cómo esta forma de expresión ha evolucionado y se ha adaptado a través de las diferentes épocas y culturas.
Desde sus inicios, fue el dibujo una herramienta de comunicación y documentación de la vida cotidiana y del entorno natural. Con el decurso del tiempo, éste comenzó a evolucionar, reflejando los cambios culturales, tecnológicos y estéticos de cada época; ejerciendo en la actualidad, su papel como un medio de exploración artística.
En la historia, un punto de inflexión se produjo durante el Renacimiento; período que no solo revolucionó muchas áreas del saber humano, sino que también transformó radicalmente este tipo de arte, pues éste comenzó a ser apreciado no solo como un medio para otras formas de creación artística como la pintura o la arquitectura– sino también como una obra de arte en sí misma. Ejemplo de ello es perceptible al visualizar la labor artístico-creativa de figuras como el alemán Alberto Durero, los italianos Miguel Ángel y Leonardo da Vinci, así como el suizo Hans Holbein el Joven.
El arte del dibujo cobró gran esplendor también de la mano de célebres creadores pertenecientes al período Barroco; ejemplo destacado de dicha manifestación durante esta etapa lo enmarcan artistas como Peter Paul Rubens y Rembrandt. Autores que, con su modo de hacer peculiar, lo dotaron de una genuina autenticidad. El Rococó, por su lado, al igual que la etapa barroca, representó una era de gran experimentación y desarrollo en el arte del dibujo, pues los creadores se movieron más allá de las convenciones establecidas para explorar nuevas formas de expresión y técnica, enriqueciendo significativamente la historia de dicha manifestación. A diferencia del barroco, el «dibujo a lo rococó» que dominó la escena artística en el siglo XVIII, estuvo marcado por la influencia de la estética y la cultura francesa; caracterizado por líneas decorativas, así como por la presencia de temas lúdicos y alegres, siendo figuras como Jean-Antoine Watteau y François Boucher unas de las más representativas.
Por otro lado, la invención de los lápices en Inglaterra y su producción masiva a principios del siglo XIX introdujeron una herramienta de dibujo que se convertiría en eslabón fundamental para artistas de todo el mundo. Este avance no solo democratizó el acceso a la manifestación, sino que también abrió nuevas vías para la experimentación y exploración de la misma. Autores como Jean-Auguste-Dominique Ingres en Francia aprovecharon la precisión del lápiz para crear retratos detallados, mientras que Francisco Goya en España realizó dibujos a pincel, lavados en negro y gris para transmitir intensidad emocional y crítica social. Asimismo, Edgar Degas, se convirtió en una figura clave del realismo en Francia, experimentó con óleo sobre papel, pastel y crayones, capturando la belleza de escenas cotidianas, bailarines de ballet, carreras de caballos y retratos íntimos con una frescura y dinamismo sin precedentes.
Siguiendo una línea historiográfica, el cambio de siglo trajo consigo una explosión de la creatividad y la experimentación. El arribo de los conocidos Ismos cada uno con sus peculiaridades amplió el abanico de enfoques y filosofías artísticas que pusieron de manifiesto la flexibilidad y vitalidad del dibujo como medio de expresión. El cubismo, liderado por figuras como Pablo Picasso, el expresionismo abstracto de Jackson Pollock, el fauvismo de Henri Matisse y el posmodernismo de Robert Rauschenberg, constituyen esa evidencia que certifica la hipótesis de que dichas tendencias no solo experimentaron con nuevas técnicas y materiales, sino que también cuestionaron y redefinieron el concepto mismo de dibujo, extendiendo su definición y posibilidades, llegando a convertirlo en un campo de experimentación donde la idea y el proceso eran tan importantes como el resultado final.
Desde el siglo XIX hasta el mundo digital, ha sido una historia de constante innovación y exploración para el arte, reflejando la capacidad de este para adaptarse, responder y anticipar los cambios en la sociedad. El dibujo, ha mantenido su relevancia y poder como una forma fundamental de comunicación humana y exploración estética, sirviendo como testimonio del ingenio y la creatividad inagotable del espíritu artístico.
Luego de este recorrido puntual e historiográfico por el arte del dibujo, me detengo en un acápite especial. El francés Henri de Toulouse-Lautrec dejó una huella imborrable en la historia del arte, como cronista social. A pesar de su fragilidad física, debido a una enfermedad que le impedía crecer, su penetrante mirar y talento artístico lo llevaron a capturar, con una intensidad impar, la vida nocturna, los cabarés y las figuras marginales de la Belle Époque parisina. Fue Toulouse-Lautrec, visitante habitual del Moulin Rouge, el famoso cabaré parisino donde encontró inspiración en mujeres con poca suerte, fiestas desenfrenadas y noches de lujuria. Su pasión por la vida nocturna, lo convirtió en ensayista visual de una época vibrante y decadente, dejando un legado artístico que sigue impactando hasta hoy.
Fortuito y aparentemente inconexo, se me antoja pensar que en el Moulin Rouge de Toulouse-Lautrec de una media de mujer, quedó enganchado el hilo rojo del destino, ese que enlaza al francés con el creador cubano Adrián Socorro (Matanzas, 1979). La leyenda del hilo rojo es una creencia oriental que apunta que las personas destinadas a conocerse, están conectadas por un hilo rojo invisible que nunca desaparece y permanece constantemente atado a sus dedos. No es casual que, a través de ellos, ambos artistas exploran la sensibilidad de los que apreciamos sus legados.
A pesar de la distancia temporal y geográfica, el hilo rojo que los vincula, se ha estirado hasta el infinito, porque su dueño es el destino. El hilo rojo del destino une personas desde su nacimiento y los acompaña a lo largo de toda la vida. Es un símbolo que nos recuerda que algunas conexiones son insospechadamente místicas y más allá del clásico concepto de romanticismo, y de lo que podemos ver y comprender. Aquí está, para mí, la magia que enlaza la producción pictórica de Adrián Socorro; creador cuya obra aquí presentamos con la historia del arte universal.
Socorro es primariamente un pintor. En esta ocasión, hemos elegido un cuerpo de obra que visualmente lo distancia de lo acostumbrado, quizás por ello la muestra es reveladora de un Adrián Socorro para nada convencional. Dicha propuesta funge como un suculento menú, en el que el dibujo al carboncillo y sanguina, con el uso limitado del color, actúan como los verdaderos protagonistas. Sus escenas seriales exploran la naturaleza humana, la fragilidad de imágenes y personajes, desde una representación universal.
Si tuviera que definir o «encasillar» esta etapa sui generis de su producción, lo haría anclando mi visión en el expresionismo minimalista, dos enfoques aparentemente opuestos. Lo haría por su intensidad emocional, la exageración de sus formas y la representación subjetiva de la realidad versus la búsqueda de la simplicidad extrema y la reducción a lo esencial en la economía de sus recursos plásticos. Combinando la intensidad emocional del expresionismo con la austeridad formal del minimalismo; Socorro crea una síntesis intrigante entre expresión subjetiva y simplicidad objetiva, al tiempo que desafía las expectativas y crea en sus crónicas compositivamente abigarradas, un espacio de intrigante exuberancia que entremezcla el disfraz citadino y teatral a través del cual este artista visita, recorre y consume el mundo. Es por ello que, la oscuridad de sus luces es provocadora, desafiante y expansiva.
Estamos hoy exhibiendo en La Habana, liberando su discurso de dogma y esquema alguno, basándonos en la sentencia del gran Parménides cuando dijo que: Todo es una ilusión de los sentidos. La selección de estas obras que apuestan por la línea negra del carboncillo, algunas con mínimo color y otras con nada, acentúa las formas y «desformas» de su mundo personal, suculento, enjundioso, basto, erótico y perverso. Socorro, para nada ingenuo, poco iluso y bien aterrizado, nos desnuda aquí «en blanco y negro» su producción toda, pero también sus calles, las nuestras y todas las bohemias ciudades del mundo.
De hilos místicos, mitologías y credos se trata esta propuesta expositiva. En la mitología griega, el hilo de oro está asociado a la historia de Teseo y el Minotauro. Cuando Teseo ingresó al laberinto de Creta para enfrentarse al monstruo, la princesa Ariadna le entregó un hilo de oro. Teseo lo desenrollaba a medida que avanzaba por los pasillos del laberinto, y así pudo encontrar la salida después de derrotar al Minotauro. Para Platón el filósofo– el «hilo de oro» era una conexión entre el mundo sensible y el mundo de las ideas; representaba la búsqueda de la verdad y el conocimiento, además de instituirse guía hacia la comprensión de lo eterno y lo divino. Una vez más y ahora con resolutiva convicción afirmo que de la trenza del hilo rojo del destino y el hilo de oro de la sabiduría, surge la delgada línea negra de Adrián Socorro, que simboliza la pauta y la esperanza en momentos de búsqueda y evolución artística, personal, humana, social, cultural e histórica.