Arrullos en el cementerio

La Jeringa
17 min readNov 4, 2024

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En homenaje a Neil Gaiman

Por: Leinen de la Caridad Cartaya Benítez

Ilustra: Javier Vila

El perro ladra violentamente, enseña los colmillos y gruñe. Está en la entrada del monte, donde parece ser que inicia un trillo. Ladra aún más fuerte, está indicando la ruta que deben seguir los cazadores del rey para dar captura a los cimarrones. Desea seguir persiguiendo aquel rastro, pero está entrenado y sabe que debe esperar la orden. No debe moverse hasta que lleguen los hombres, pero se escapa el esclavo, se aleja. No importa que tan alto trepe el de tez oscura, conoce la resistencia de sus músculos y sabe que siempre se rinden primero, y luego les azotan para volver a los barracones. Días después regresa la casa familiar, donde la marquesa le recibe orgullosa, es su perro, ella misma escogió a la madre y el padre, uno bloodhound y otro dogo español. Será el padre de todo mastín cubano que salgan a Jamaica, a la Costa de los Mosquitos y a Montego Bay. Es el perro de los esclavos que pasará a la historia por una descendencia memorable que hará de las travesías un hostil recuerdo para los marineros que los comercializarán en todo el mundo.

Hay un sijú que mira por la ventana de tablas de palma, decide posarse en un travesaño del techo y quedar callado. Observa un machete en la oscuridad, sostenido por una mano de uñas cuadradas y llena de magullones. El mango del machete está cubierto por un pañuelo, entrecruzado por hilos de colores, capaz de apoderarse de quien lo tome sin permiso. La hoja es más precisa que la de un bisturí y resplandece plateada de tanto filo. El machete casi termina con lo que ha venido a hacer al rancho de guano, se ven empapados tanto la hoja como el mango. Hay salpicas en el rostro del hombre que no parece molestarle el olor a sangre.

Por un resquicio de la puerta abierta, se deslizan los reflejos de la luna, que proyecta la sombra del sijú sobre el piso, y espanta un poco a quien lo ve de pronto. Así se ha sobresaltado el hombre del pañuelo. Es un mocetón de cara redonda y pómulos prominentes, que se detiene y limpia la sangre del arma blanca con las mangas de la camisa. A Abelardo lo habían bautizado con el nombre de hombre polilla, cuando cumplido los dieciséis años le adjudicaron un animal protector que se le manifestaba ante los momentos de peligro o muerte. Y desde entonces siente orgullo de ese nombre.

Atrás queda la mujer en bata de casa encima de la cama, con la cabeza en un raro ángulo y el hombre en el suelo sobre el mosquitero y un hilillo de sangre que sale de la boca entreabierta. Ya sólo falta ocuparse de la niña que apenas mide una cuarta de tierra.

El hombre polilla se cerciora de que ninguna luz quede encendida, de no dejar nada fuera de lugar. Se cuida de que las antenas de su gravado no se vislumbren por debajo de las ropas, y trata de no asustarse nuevamente con el sijú, que lo sigue a dónde vaya.

Cuando entra al otro cuarto, el sijú también lo sigue, armando revuelo entre los objetos puestos encima de la cómoda de madera rústica. El quinqué está con la mecha baja. Le parece distinguir la silueta de una niña en la cuna; cabeza, extremidades y torso. La cuna tiene una barandilla alta, para evitar que la pequeña pueda salir sola y en las sabanitas está abrochado unos ojitos de Santa Lucía ꟷpara el mal de ojoꟷ. El hombre se inclina sobre ella, alza su mano izquierda, la que empuña machete y pañuelo, se dispone a terminar la tarea y asesta el golpe. Pero la silueta que ha visto en la cuna es la de una muñeca de trapo, vestida como una mulata de bembas rojizas, dos trenzas y argollas. Allí no hay ninguna niña.

Pero el pañuelo, el machete y su corazón están vinculados de una manera retorcida, y cuando perciben que se aleja la presa, laten vigorosamente. Ahora era un ciervo ꟷde cierta maneraꟷ de la voluntad de aquellos objetos y sus malévolos propósitos, ¡cuán arrepentido se sentía de haber profanado aquella tumba!

Abelardo es más de lo que dicen sus actos, es más que un asesino. Una vez fue el mejor pastoreador de los alrededores, conocedor del ganado, y capaz de con sólo mirar el rebaño poner a las vacas en fila. Lograba que las productoras de leche recorrieran largas distancias en busca del mejor pasto con la mejor disposición, mediante las canciones del campo, que también tenía un efecto multiplicador en los litros de leche, que salía más espesa y espumosa. En tiempo de seca, madrugaba para que el rocío hiciera más pasable la paja y con sus dedos ordeñaba a las vacas búfalas que nadie más lograba amarrar. Pero ya no era más ese Abelardo, aunque quedaran las marcas del trabajo arduo en sus manos.

El hombre polilla sigue las pistas que deja el paso del pañal de tela antiséptica empapado de orina y el biberón que arrastra la niña consigo, todo pegajoso de leche y azúcar parda. Inspecciona la cocina de leña, el comedor repleto de taburetes pero no halla nada. Desliza el machete dentro de su funda y lo amarra al cinto de cuero que lleva puesto, pone el pañuelo en su cuello.

Piensa en la niña y la posibilidad remota de que escape, de que sobreviva, es algo que desea una parte suya, muy ínfima, suponiendo que si algún día llegara a ser padre ꟷuna posibilidad muy remotaꟷ le hubiera gustado que su hija viviera, sin importar qué. Pero entonces el pañuelo comienza a sentirse muy apretado, cada vez más ajustado hasta casi asfixiarlo, para luego distenderse muy lentamente y dejar que el hombre polilla recupere el aliento.

Se le eriza toda la piel y supone que estaba un poco demente porque escucha que el pañuelo tararea bien bajito: No llores princesa de Bumelí, que papá fue “al otro lado”, yo te regalaré un machete, para cortar el marabú del campo. No llores princesa de Bumelí, que mamá fue “al otro lado”, yo te regalaré un turbante, lo anudaremos en la frente, y pronto también tú cruzarás.

Sale al portal y el ave rapaz aparece batiendo las alas y tratando con las garras de causarle algún daño. Pero la distracción no lo aleja del rastro que va más allá de la tranquera y la cerca de alambre de púas. Lo sigue. Ve aplastada la alta hierba del camino, que la lluvia de los meses pasados ha hecho crecer, y un poco más allá, un ciruelo que indica el final de la finca, y a unos pasos los muros del viejo cementerio. El hombre polilla sin prisa, se detiene a aliviar la picazón del brazo donde está la marca de la polilla, y echa a andar en dirección al ciruelo.

A medida que se acerca puede distinguir cada vez mejor la estructura del cementerio. La entrada con sus muros cubiertos de cundiamor y la dormidera sobre el suelo santo dan la bienvenida. Allí también están las lápidas, tumbas, las esculturas de vírgenes y ángeles, el panteón a los héroes caídos y sus placas conmemorativas; los números para identificar las bóvedas, pintados en negro sobre el mármol o el concreto y algún búcaro roto aquí y allá.

Una mujer pálida y con bucles en la cabeza camina cerca de la puerta principal, no es más que una sombra hecha de polvo, que se arregla el vestido fantasmagórico una y otra vez. A su lado, meneaba la cola el espíritu de un mastín cubano, quien detecta a la chiquilla detrás de la reja.

La mujer, que no es otra que la marquesa está enojada por primera vez en más de doscientos años, debido a que alguien ha mancillado la tumba de tierra de un esclavo, pero no de cualquier esclavo, sino del más antiguo de su familia y más leal; Isidro, quien en vida había servido en el palacio y muy diestro en el manejo del carruaje en la ciudad y en el campo.

Tenía la certeza de que de allí habían robado objetos prohibidos y la cruz de medio lado era prueba de ello. Además había descubierto las marcas de botas sucias en el blanco de la tumba vecina; la de su esposo, el difunto marqués y el quinto Juan de la familia. Pocas cosas eran las que ofendían o despertaban el interés del marqués, pero no quería ni suponer lo que haría cuando viera el mausoleo familiar así de perjudicado.

Las puertas del cementerio están cerradas. El espacio que separa los barrotes son lo suficientemente estrechos como para que nadie pueda colarse por él, a no ser, una niña de ojos negros y cabellos enmarañados que mira detenidamente a la marquesa, y que el perro ha lengüeteado ya varias veces. Alargó su regordeta manita como si quisiera agarrar el pálido dedo de la mujer y sonrió ꟷcon el biberón en manoꟷ hasta derretir el corazón del fantasma, quien acarició el cabello lacio de la niña, cortado por encima de los ojos y olvidó el enfado. Tomó a la niña y se deslizó lejos de allí, en compañía del enorme can.

Se escucha un estruendo metálico: alguien sacude los barrotes oxidados de la puerta principal, la cual está asegurada con una cadena y un voluminoso candado. El tipo de la camisa verde olivo y botas de agua, deja de sacudir la verja y mira alrededor. Piensa en saltar el muro, pero desecha la idea.

El marqués, ante tanto revoloteo, sale de su tumba. Su imagen se veía mortecina y algo borrosa, como los días nublados. Ve su tumba mancillada y recuerda los días más insufribles de su vida, aquellos que pasó en España bajo los susurros insolentes de la alta sociedad, sobre su esposa y el coronel Williams Dawsse. Se sintió humillado y encolerizado, y por tanto le mandó a matar.

Y ahora alguien perturbaba su paz, era visto que no sabía con quién trataba. Y le fue imposible no oír las pisadas detrás del muro. El hombre bordeó la pared hasta encontrar un hoyo lo suficiente grande como para que él cupiera, caminó con cautela por entre las lápidas, pero espantó al sijú que estaba posado en el techo del mausoleo de la familia del marqués. Era bullicio en medio del silencio del cementerio.

El hombre polilla, distingue a la chiquilla a la entrada del cementerio ꟷjusto antes de que la marquesa se la lleveꟷ se dirige hacia ella con el machete ya en la mano, recitando: Matandile, dile, dile, dile, do. ¿Qué quería usted? Matandile, dile, dile, dile, do. Yo quería un niña, Matandile, dile, dile, dile, do.

La niña, perpleja, contempla a las figuras incorpóreas. La marquesa detectando en el intruso malas intenciones, se evapora de conjunto con la pequeña, hasta la seguridad del ciruelo. Y dejando al marqués frente a frente con la nueva situación. A la vista del hombre fue como si un remolino de niebla se hubiera enroscado de pronto alrededor de la niña y la hubiera hecho desaparecer.

Abelardo es un hombre poseído. Había tomado sin permiso las herramientas ceremoniales de un esclavo, pero no de cualquier esclavo, sino de uno que conocía bien las sombras del cementerio aun antes de fallecer, porque así se lo había enseñado su madre. Y allí estaba Isidro, al lado del marqués y mirando al hombre polilla sin saber cómo ayudarlo desde la muerte, preocupado porque quedaran machete y pañuelo, al alcance de otras víctimas por error. Podía entonar sus canciones en lenguas africanas, pero Abelardo no las escucharía. Presiente que el destino del hombre ya ha sido trazado drásticamente.

En las rejas de la entrada, donde estuvo Nalda Desideria ꟷasí la inscribieron sus padresꟷ no queda nada más que el biberón. El hombre polilla está contrariado, ansioso por terminar, así que se quita la camisa, la anuda alrededor del abdomen y deja al descubierto la marca de la polilla calavera, que ahora brilla.

Alguien le había dicho que en la séptima tumba de tierra a la izquierda, habían enterrado junto al IV marqués unas codiciadas prendas, y que en los círculos adecuados podía venderlos por un gran valor. Nada más meter las manos en la tierra oscura escuchó un balbuceo, allí jamás creció hierba o flor, la voz era sombría y con un deje extraño. Sufrió de fiebres e insomnio por largos días.

Cuando aún era un mozalbete, la imagen de la polilla se grabó en su antebrazo con métodos poco convencionales, ahora la mira y cobra vida, se mueve inquieta pero callada. En su piel está la marca de cuatro alas membranosas, una diminuta trompa enrollada y en el dorso de la polilla: la insignia de la muerte, que según los mayores es capaz de medir la longitud del hilo de la vida y en casos excepcionales media la resurrección.

Extraviado en un laberinto de lápidas, hay un hombre en la oscuridad, dominado por un pañuelo que le cuelga del cuello, mojado de sudor y que obliga al hombre polilla a seguir el sendero más alejado de la entrada, domina sus rodillas y sus tobillos, Abelardo es su marioneta. La prenda hechizada se siente poderosa ante el rastro de muerte que ha dejado en el rancho, y percibe ꟷa diferencia de Abelardoꟷ las almas que se le atraviesan en el camino, alzadas en medio de la confusión que se ha armado, ya que después de todo, no es frecuente que una niña y un asesino visiten un cementerio.

El marqués, vigila al hombre polilla hasta perderlo de vista. Poco puede hacerle estando él muerto y el otro vivo. Luego sube a la explanada donde resisten un obelisco y una lápida conmemorativa, dedicadas a él mismo: Juan Clemente Núñez del Castillo y Molina, descendiente directo del fundador de la villa por allá en 1713 con el favor del rey Felipe V. Y fue su abuelo quien cediera aquellos terrenos para enterrar a sus muertos fuera de la ciudad, así que básicamente es dueño y señor del cementerio, por lo que convoca a una reunión urgente.

En el cementerio hay aproximadamente unas veinte mil almas, muchas compartiendo los mismos apellidos y la misma bóveda, pero la mayoría duermen profundamente, o no sienten el menor interés por los asuntos de la noche y los que ahora se encuentran reunidos no llegan a quinientos. Cada uno tiene su opinión y todos quieren expresarla. Los que están metidos en todo este lío no eran unos simples advenedizos, sino los Marqueses de San Felipe y Santiago del Bejucal, y ése era un detalle que hay que tener muy en cuenta, pues ambos son gente respetable y respetada.

Normalmente, en un cementerio no hay debates ni elecciones, aunque, por otro lado, no hay nada más burocrático que la muerte, y más hoy en día, si se trata de los trámites y gestiones de familiares para dar fin al suceso. Así que todos los muertos querían opinar, aprovechando la oportunidad de sacar a colación otros temas que no venían al caso: el estado desmejorado del cementerio, la no recepción de nuevos difuntos en más de dos años, y la creación del barrio de los caídos por pandemia. Quinientas voces que se alzan por entre los matorrales de peonía y anamú.

Desideria se encontró en la amplia tumba jugando con el sijú, que revolotea a su alrededor pero que no se atreve a acercársele desmedido no vaya a ser que la asuste y se echara a llorar. Es cómico ver la escena, cuando balbucea: «pa-ja-ri-to», el mochuelo moteado alza vuelo y se posa no muy lejos, gira la cabeza 180 grados y le muestra los ojos falsos de la nuca.

«Un bebé humano, un bebé vivo. Vamos a ver, vamos a ver ¡Vamos a ver! ¡Esto es un cementerio, no una guardería, yo me opongo, aquí no debe de estar» dijo el doctor Marquetti «Ustedes, señores, se deben a este cementerio ꟷdijo el farmacéutico dirigiéndose a los marquesesꟷ y a la comunidad de espíritus inmateriales que lo habitan, hagan favor de sacarla de estos lares, y con ella al profanador de tumbas que la persigue»

«Y precisamente ꟷdijo Don Juan Francisco Núñez del Castillo interrumpiéndoloꟷ siendo este cementerio herencia de mi difunto abuelo, dormido allá en su tierra de origen, en Granada. Es mi deber en este preciso instante, salvar a esa criatura, para que esté entre los vivos, lo que conlleva irremediablemente a la desaparición de quién la persigue, quien ha osado por demás a dañar y perjudicar el mausoleo familiar»

«En ese caso….creo que es de vital importancia que el futuro de esta niña interfiera lo menos posible con, y perdonen ustedes la expresión, la vida del cementerio»

Los fantasmas allí reunidos entre aplausos aceptan la decisión. Y como era costumbre cuando se trata de temas domésticos, el marqués llama a Isidro y le ordena que dispusiera de cualquier recurso, pero que el inoportuno visitante debía irse para siempre. Luego se sienta a ver cómo se desarrollan los hechos en la comodidad del obelisco.

La chiquilla saca la cabeza de la tumba, en puntitas de pies, ve a tantos allí conglomerados, incluido al marqués, acto seguido, ya fuera porque tenía hambre o porque echaba de menos su casa, a su familia, su mundo, se pone a hacer pucheros y rompe a llorar, haciendo retumbar el lugar y alertando al perseguidor de su localización exacta, justo al lado del obelisco.

La mujer regordeta que había estado ocupada tomando asistencia y registro de cuanto allí se habló, deja los quehaceres y atrae a la niña entre sus brazos, la comienza a mecer mientras le canta una nana: Arrorró mi niña, arrorró mi sol, arrorró pedazo, de mi corazón. Esta niña linda ya quiere dormir; háganle la cuna de toronjil, y en la cabecera pónganle un jazmín que con su fragancia me lo haga dormir. Esta linda niña cierra los ojitos y los vuelve a abrir. Palomita blanca, pico de carmín, llévale besitos a mi chiquitín. Si esta niña linda se quiere dormir, tiéndanle su cuna cerca del jardín. Arrorró mi niña, arrorró mi sol, duérmase pedazo, de mi corazón. Hasta que la niña cae dormida.

El Doctor Campos Marquetti, famoso por ser el dueño de una elegante farmacia, ubicada para 1896 a seis leguas de La Habana y ocho del surgidero de Batabanó, se vio preocupado por la llegada de una niña viva que perturbaba su descanso eterno y el del resto de los no vivos. Así que trasgrediendo las leyes del cementerio va hasta la construcción de guano de dónde provenía la chiquilla, y allí se encuentra con dos cadáveres; los examina y estudia la pauta de las heridas causadas por el machete. Mide la profundidad y la longitud de cada lesión, y supone correctamente que habían sido tomados desprevenidos.

Vuelve conmovido por un sentimiento de calamidad, recordando sus escaramuzas con cañones en medio de la guerra, evoca los episodios de conjunto al general Gómez y se siente más valiente que entonces. Recuerda a cuanto herido trató, heridos injustamente, mutilados de por vida por una causa justa, pero esta vez es distinto. Asume que es necesario un herido más, tan solo uno. Así que visita a Isidro y le proporciona polvos, drogas y venenos en proporciones iguales.

La mala sangre del hombre polilla se exacerba por momentos, pues los instrumentos están ansiosos de sangre. Pero la noche es joven aún, tiene mucho tiempo; tiempo para cortar el último hilo.

Nalda Desideria habría sido una niña callada y obediente. En el cementerio habría aprendido cosas poco útiles para la vida como: desaparecer, deslizarse, caminar en sueños, y desarrollar la habilidad de ver en la oscuridad. Sus estudios se habrían concentrados en las supersticiones humanas: tocar madera como protección contra la mala fortuna, persignarse al cruzarse con un gato negro, evitar que te barran los pies para lograr casarse, atar a San Dimas para que aparezcan los objetos perdidos, echarle ron a los santos en toda fiesta, llevar un bastoncillo de vencedor en los bolsillos y detener a los sillones que se balancean solos.

Al ser la protegida del marques tendría permitido tumbarse entre los galanes de noche que crecen en un rincón del cementerio, corretear cerca de la lápida del Dr. Campos Marquetti y hasta ser un poco impertinente con este. Habría sido estudiante del doctor, quien la castigaría dos horas al día con clases de farmacia y botánica, además la marquesa le enseñaría etiqueta, modales y sobre la cría de perros de raza. Habría sido buena enterradora, sabría mucho de la preparación de los cuerpos, y de qué es lo que prefieren los fallecidos llevarse al otro mundo.

El esclavo visualiza la muerte del hombre polilla, y reconoce en él una línea olvidada de su familia ꟷpero ahora poco importa esoꟷ convoca a unos pocos fantasmas dispuestos a materializarse, a levitar objetos y de ser necesario atravesar al vivo, para refrenarlo. Concentra todas sus energías en atraer el machete y el pañuelo, a su tumba. Y poco a poco el hombre se siente atraído como las polillas a la luz y las escamas del dibujo grabado en el antebrazo le queman, tan solo un poco al principio, pero termina invadiendo el olor a carne humana rostizada, dejando expuesta una capa de grasa. Surge de la piel la polilla ensangrentada y con las alas chamusqueadas. Y desaparece en el aire.

Abelardo llora a causa del dolor, está ahora desprovisto de su protector, que ha sido forzado a salir de su cuerpo mediante alguna sustancia química proveniente de las reservas del farmacéutico. Pero el hombre polilla sigue siendo hombre polilla, por lo que convoca a las mariposas nocturnas para que le sirvan y le ayudan a levantarse una y otra vez.

Rodeado de un halo de insectos, va hasta el punto exacto de dónde cree sentir el llanto de la niña, y se apresura a no dejarla escapar por segunda vez, tropezando con el cundiamor que hasta allí había extendido su bejuco, y cae dando tropezones. Se golpea contra siete u ocho lápidas, se entierra los cristales de cuanto búcaro había ꟷcolocados allí intencionalmenteꟷ y aun así, todo magullado se alzó. Primero una rodilla, luego la otra.

El marqués, que en su época había sido miembro prominente de la infantería, da la orden y pone en fila a cuanto fantasma se había prestado de voluntario. Uno a uno, atraviesa a Abelardo, esperando su turno. Causándole sudoraciones y escalofríos inexplicables. Hasta que él mismo se dispone a tratan de ralentizarlo, rebajando su alta posición a tal sacrificio.

Isidro que había tenido tiempo de ensañar caras de miedo, empieza a entonar la rima: Guayaba madura, toronja dorada, savia, miel y romerillo para la polilla.

Quedándose sin repertorio, y con todos los espíritus allí mirándole, bajo la estricta supervisión del marqués, se materializó y dejó a la vista los huesos. Lorito del monte, tomeguín en el alero, que no despierte a la polilla el calor ni el trueno.

El esqueleto tiene un olor peculiar que resultaba poco agradable, da un paso y luego otro, levantaba una mano y luego otra como si quisiera atrapar a Abelardo cantando: Fuentes escondidas, aguas del estero, duerma la polilla con intranquilo sueño. Y allá en el crepúsculo, con el sol muriendo, le tienda sus brazos un mundo sin descanso ni dueño. Hasta que se eleva de a poco por encima de la cabeza del asesino y le salen luces verdes de las órbitas de los ojos. Pero el asesino no lo ve, o mejor dicho no quiere verle.

La marquesa harta ya de todo el espectáculo, sujeta la cabeza de su perro y señala con un dedo al asesino. Sale disparado el can de cara negra, que en vida había enfrentado toros y destruido las culatas de los rifles, mostrando su aspecto más feroz. Gruñendo, con las orejas amputadas al igual que el rabo, abre las fauces tan cerca del rostro pálido de Abelardo, que este cae al suelo de la impresión. La cara arrugada del perro, sus labios caídos y pendulantes, lo hacen ver junto a su mirada agresiva como lo que había sido durante sus años de servicio, un cazador de esclavos. El hombre polilla no se pudo librar del miedo, y ninguna protección le fue suficiente. Vio entonces a los habitantes del camposanto, a la figura de Isidro y cae desmayado.

Amanece, y despierta el hombre polilla al otro lado de las puertas del cementerio, con el sijú acechándole, sin machete, sin pañuelo y sin niña, con unas costillas partidas que le duelen a sobre manera, algunos cortes feos, una quemadura grave en el antebrazo y la sensación de tener un despertador en su cabeza que alza el volumen hasta dejarlo aturdido, es el eco de los ladridos del mastín cubano. Vuelve a levantarse con dificultad, maldiciendo la hora en que decidió meterse con los muertos, camina como un ebrio y no presta atención a los hombres armados que se aproximan y que harán justicia por su propia mano.

El cementerio a su espalda, guardará celosamente el secreto de cómo sobrevivió la niña Nalda, a la visita de un asesino, oculta en su cuna junto a su muñeca de trapo.

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