Con cariño, Fabi…
Por: Emmanuel Montes Álvarez
Hay tres cotorras posadas en una palma. El cielo, despejado, es un como una sábana azul que nos cubre. Intento buscar alguna pizca blanca, aunque sea una mota, pero de verdad que no se ven por ninguna parte. Annette me pide que la ayude en uno de los eventos literarios que hace con frecuencia, pero no la escucho. No tiene personal, me lo pide dos veces, pero me niego. Me cuesta escucharla, mi cabeza no está en la conversación, no está en el evento literario. No encuentro la manera de decirle a todos que, desde que tengo uso de razón, he estado enamorado de un hombre.
La primera vez que nos vimos, según recuerdo, fue después de almorzar. Tercer grado. Seminternado. Nunca me comía los potajes, lo detestaba. Era más de comer las cosas dulces: arroz con leche, harina dulce. Recuerdo una tarde que, en la escuela, a saber por qué motivo — de seguro alguna fecha importante que mi mente infantil no era capaz de fijar — dieron dulce de fruta bomba y eso fue como tocar el cielo. Ni siquiera me comía el arroz. La maestra me tenía cogido el tumbado: dos cucharadas de arroz, una de picadillo y todo el arroz con leche. Las tías del comedor, condescendientes, que me conocían, sabían mi predilección por el dulce y entonces, cuando me veían llegar a una bandeja, muy amables ellas, solían echarme otro cucharoncito del dulce.
Siempre fui un privilegiado, por esa parte.
El día que Fabiana me dirigió la palabra, me dijo:
— Oye, pssss, ¿tú no te vas a comer ese potaje?
Le dije que no, como de costumbre. Entonces pegó su bandeja a la mía y a partir de ahí, con una curiosa devoción al potaje y unos jugos gástricos capaces de soportarlo además, se me empezó a sentar en la misma mesa. Ella estaba en 3ero B. Yo en 3ero A. Ni coincidíamos en Educación Física, ni en los topes de kikinbol — o quick-in ball, o como quiera que se pronuncie esa aberración de deporte, mezcla de fútbol y béisbol — . Solo solíamos vernos en los recesos: en el de la mañana y en el de la tarde.
Una vez, en un matutino, recité anémicamente un poema, con temblequera en la voz incluida, pero, en el fondo, mientras leía de mi papelito los versos que había escrito mi maestra por motivo del 14 de febrero, como un acto de callado coraje, no dejaba de pensar en Fabiana. A partir de ahí fue que entendí lo que era enamorarse: nada más que sonreír mientras se pensaba en el prójimo. ¿Podría explicarle yo, a estas alturas a Annette, a Olivia, a los demás presentes, lo que es enamorarse? De seguro me dirán todos, a coro: «Mijo, a ver, ¿y a qué viene eso?».
Con Fabiana, incluso, participé en una tabla aeróbica en conmemoración al día del INDER, o algo de eso. Solo recuerdo que había una música que salía de unas bocinas rajadas, una señora con un silbato que no paraba ni para respirar y muchas cadenetas y aros, baldes y paletas. Me gustaba como ella me miraba, ya para ese entonces estaba en quinto grado y con el cambio de pañoleta, aparte de un trabajo político-ideológico mucho más férreo, también venía acompañado un cambio hormonal. Ya uno empezaba, terriblemente, a dar sus primerísimos pasos por la pubertad. «Dice mi amiguita que si sí o si no». Marca con una X si quieres ser mi novio. _Sí. _No.
Cuando me arriesgué con ella y en una casita de estudio, la mamá de otra niña le dijo que yo estaba enamorado de ella, quise desaparecer, pero asumí. Me puse colorado y no lo negué. En el fondo, siempre supe y lo pensé que Fabiana lo sabía. Siempre pensé que se había ido del país con esa idea: estaba enamorado de ella.
Ahora bien, recién al llegar al encuentro con Annette, me entró un mensaje de una amiga que estudió conmigo, hoy por hoy se dedica a arreglar uñas — muy buena en lo suyo — y me manda una foto con un muchacho, de mi misma edad, con barbita a lo Piqué y un machimbrao escopeta. A medida que fue creciendo, que se adentró más en la pubertad, que exploró, que vivió, que experimentó, Fabiana comprendió que no le gustaba ser Fabiana, o supongo eso. Que no le gustaba su cuerpo, que no se sentía bien, yo qué sé. En cuanto cumplió la mayoría de edad, a saber por qué medios y con qué recursos, se hizo una operación de cambio de sexo, porque sí… en los United States todo se puede, y ya no es Fabiana, sino Christian Fabio. No sé, ni de lejos, por qué decidió ponerse Christian, solo sé que ahí está, en una foto, todo eso contado muy someramente a través de un chat de WhatsApp, y con la propuesta de salir a vernos en la noche. Fabi y yo, sin la intermediaria que arregla uñas.
La cuestión no es el evento literario, sino el amor de la infancia. El romance ingenuo. Aún recuerdo los potajes ácidos que tragaba, la harina dulce que me daba. ¿Habrá leído algo mío? ¿Alguien, alguna vez, pudo asegurarle que la poesía con voz temblona que leí fue dedicada específicamente a él, como un dardo directo a la frente? No me aterra pensar que pueda haber más abajo del ombligo — porque eso sí, lo único que se ha mantenido intacto al tiempo es el ombligo, ¿o también se cambia, como el sexo? — , lo que me aterra es confesarle que, desde que estábamos en quinto grado, yo sabía que él estaba atado a ese destino. Nada más por ver su manera de comer potajes, quizá eso fue lo que me curó de sorpresas. ¿Saldré, al final, con ese… mi primer amor de la infancia? Por ahora, miro el cielo, encuentro una nube, me río y escucho a Annette. No voy a ningún encuentro literario. Suspiro, lo diré de una vez. Con cariño, Fabi…