Cuatro calles

La Jeringa
4 min readSep 18, 2020

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Por: Rubén Núñez Acosta

En la madrugada hablamos de música y de política- más de lo primero, menos de lo segundo. A esa hora no teníamos qué decirnos, solo caminar y callar. Bajamos los escalones luego del amanecer. Nos adentramos en el cuerpo, aún dormido, de aquel pueblo pesquero. A unos metros de nosotros, un señor llevaba una carretilla mientras silbaba, se escuchaba el metal contra los baches y la melodía del silbido, nada más. Tomé una bocanada de aire y la solté. Aquel señor dobló la esquina, la cadencia del rodar y del silbar cesaron. Al rato, alguien sugirió, ya que era el último día, permitirnos un café de cincuenta centavos en el lobby de un hotel. El pueblo era Gibara, el mes era julio y el sol, más caliente allá que aquí, despuntaba.

Guaguas altas y anchas, así son las que atraviesan a diario el país; el tema empeora cuando la Autopista se convierte en Carretera, allá por Taguasco. Entonces, entre carretones de caballo y carretas de cuanta cosa se cultive, la torpe guagua china titubea. Llegas a Holguín y, sin tiempo para recorrer sus parques, agarras algo rumbo treinta kilómetros al norte. Te verán con esa pinta de friki y escucharán tu acento, todo antes de informarte el precio de la carrera, pero es el primer día y aceptas. El Festival de Cine recién había arrancado. Resolvimos una casa para pagarla entre cuatro, con un refrigerador y el baño en el patio. Perfecta.

La casa estaba a dos cuadras de la Plaza de la Cultura, a cuatro del Cine Jiba y a seis del mar. Cuando estás en el centro del pueblo, todo, o casi todo, queda exactamente a cuatro calles. Simetría. Desde una de las viviendas un cartel sobresale: Modas Habana. Me río. La gente es distinta; inocente y dulce. El socio y yo compramos par de pizzas de cinco pesos y granizados de tamarindo. No se paga por entrar al teatro, ni al cine, ni a las exposiciones. Al acabar las películas nos ponen una manilla, sirve para entrar gratis a un bar que rompe a eso de las tres, cuando termina el último concierto.

Me siento en un banco del parque. Gibara tiene estatua de la libertad porque se la merece (hecha por suscripción popular), se puede leer al pie de aquel monumento. Los artistas están desinhibidos, aquí todos lo están. Las actrices y directoras invitadas tienen la trusa debajo del vestido de hilo y responden a las preguntas del público en un panel. Perugorría corre de un lado a otro.

Estatua de la Libertad. Foto tomada por el autor.

Gibara posee un cartel muy hollywoodense, encima de una discreta elevación de muy fácil acceso. Subimos los escalones y nos hacemos fotos, para dejar claro en las redes nuestra asistencia. Luego, las vistas. El pueblo es un pequeño mar de tejas rojas que bordea a un mar mucho mayor. Están allá la Iglesia y el Casino Español. Recibimos en la piel el salitre.

Aquella noche Vladimir Cruz y Jorge Perugorría se abrazaron frente a la repleta sala del Cine Jiba. La pantalla se encendió. Rodaban las primeras escenas de una película. Veinticinco años hacían desde el estreno de Fresa y Chocolate.

Entre los que recorrimos un tramo de país para llegar hasta acá hay caras conocidas. Algunos pueden acordarse de mí y a otros los recuerdo. Hace una semana salían del Bertolt Brecht o de aquella exposición de fotografía. Hoy comparten casa con ocho y calculan, milimétricamente, cada centavo de sus bolsillos; centavos que, aunados, bien pueden servir para tomar el café de la mañana o el ron de la noche. Gibara es ahora nuestra patria; de ahí que los nombres de los parques, de las calles, de los vendedores ambulantes y de los accidentes geográficos nos resulten, en poco tiempo, familiares.

La noche tardía y la madrugada son para los conciertos. El instante en que Habana Abierta subió al escenario fue uno de los más esperados. Mi generación tarareó los himnos proscritos y bailables de la anterior. Cuando el concierto concluyó, rodamos sin rumbo hasta llegar a un tramo de césped con vistas a la bahía. Los celulares dispuestos en círculo y turnos para poner cada cual su canción. Pero irremediablemente el amanecer se acercaba, así que decidimos subir los escalones de la discreta elevación y encararlo.

Amanecer en Gibara. Foto tomada por Víctor Cervantes.

Con los bultos al hombro, rumbo a Holguín y luego a La Habana, sin mucho esfuerzo pude percibir como el pueblo, aquella mañana, decidió tomarse un descanso algo más largo. Entonces fue el silencio entre las limpias calles, parecido al del Cine Jiba cuando, en la escena final de Insumisas, las olas rompían contra la orilla.

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