Cuento rápido sobre un pueblo costero

La Jeringa
4 min readMar 4, 2023

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Por: Luis A. Vázquez

Vivo en un pueblo que ha sido tradicionalmente pesquero. Con dos malecones muy pequeños, una iglesia católica con la huella de Orígenes y otra más grande, aunque solo en proporciones físicas, que es sede de una misión protestante en Cuba. Entre una y otra hay muchas casas que reciben células de las distintas denominaciones cristianas, y otras más de paleros y babalawos. Pero como es normal en nuestra manera de creer, la mayoría guarda sus estampas en el marco de los espejos de los cuartos o las pegan a la pared, y tienen una imagen pequeña de San Lázaro en algún rincón privilegiado de la casa, como en mi casa.

Playa Baracoa es un pueblo bastante grande (esta vez no hablo solo de las proporciones físicas), aunque su figura más conocida sea Pablito FG y él nunca lo mencione. Aunque algunos habaneros que olvidaron la antigua división político-administrativa, que nos hizo parte de la capital hasta 2011, piensen que después de Santa Fe no hay nada más que industrias para la inversión extranjera y vegas de tabaco. Aunque, de hecho, muchas personas me hayan confesado que alguna vez escucharon el nombre por una de las malas ediciones que hicieron de mi pueblo en Tras la Huella, buscando y mal contando alguna de sus historias más sórdidas, o por una de las tantas veces que se ha estrellado un avión o un helicóptero o ambos, en el que hubiesen tenido la suerte fatal mis vecinos más cercanos.

Vivo en un pueblo de larga fe como casi toda la Isla, que antes de la epifanía del genovés explorador ya era pueblo sin que lo supiéramos y que luego fue ingenio en la tierra y salina en la playa. Es un pueblo que creció como las grandes civilizaciones del aluvión fluvial: entre los ríos Santa Ana y Baracoa, a la altura del año 1862 cuando las piedras al norte de la Laguna del Doctor se rompían con los llantos natales de las primeras casas. Un pueblo que sufrió en su tierra la vergüenza de la esclavitud y la trata negrera, como la sufrió también la tierra del Hanábana y que, sin querer de la historia, no tuvo la hermosura de un niño que escribiera con oro en pluma, un ángel insospechado que anunciara pronta libertad.

El pueblo fue creciendo luego del combate en la salina y del “torpedo mambí” que Baldomero Acosta le contó a Juan Padrón, e incluso después de la batalla de Maceo y el gran incendio. Luego llegó la República y ya no era solo aquel pedazo de costa. Aparecieron unos burgueses que trajeron sus casas de descanso y sus cuerpos para la playa, Hollywood le llamaron y Playa Habana le dijeron a su porción de arena. Sin embargo, hacia el otro lado crecían las casas que paría la tierra, al igual que las chozas de la costa. La Loma era el barrio de los más pobres y lo sigue siendo. Aún hoy que pasaron casi sesenta años desde que el último burgués se llevó su casa de descanso, todavía se guardan los mismos nombres, y sigue habiendo familiares de los fundadores, cuyos hijos se dedican a las mismas cosas. Los que no se han ido.

Digo los que no se han ido porque vivo en un pueblo que se desarma. Porque vivo en un pueblo de larga fe que no ha dejado de ser larga y que se alarga a medida que el tiempo la siga halando. Vivo en un pueblo donde sus hijos han encontrado la necesidad de otro pueblo; uno de casas no nacidas y senderos increados que se llevan como equipaje a bordo de una chalupa que les sirvió para pescar en la casa abandonada. Es el pueblo donde más de cuarenta embarcaciones pequeñas han partido desde los inicios de este año y un puñado más de estampas sin paredes ni espejos se han ido acompañando a sus protegidos. Y la gran estampa: un mural original de Portocarrero que compone la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre en la entrada de la iglesia católica del pueblo, observa las aguas y guarda en ellas la calma de los baracoenses y de otros que han decidido partir sus almas desde estas costas.

Expongo en las líneas que escribo el destino aberrado que sufre el Consejo Popular “Playa Baracoa”, como si se tratase de una versión maquetada de la Isla, que “piensa como país” solo si versa el pensamiento de la supervivencia individual. Y no se trata de hacer un juicio para declarar la verdad en algún punto de las orillas, sino de entender la necesidad que se transforma en agua y que le llega al cuello a todos.

Hoy aproveché el apagón de la tarde para dar una vuelta por el “segundo malecón”. Y entre las chozas del litoral, ahora también están unas casas de descanso. En ellas, unos continentales pálidos pasan los días en lugar del isleño ausente.

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