Danza de agosto
Por: Dagoberto T. Cobas
Crepúsculo l
A mi eterno maestro Oscar Santana Scull, por lo que me dejó con sus silencios, con sus ausencias.
Corre, se avalanza el sudor de tu cuerpo al mío.
— Ignacio, Ignacio, ¿usted cree que me pueda llegar un momento a mi casa? Me he dado cuenta de que he dejado el almuerzo y el carnet de la militancia. — Sin comer sí, pero dejar abandonado el librito foliado de la juventud comunista nunca.
Yo lo sabía, lo conozco, me dejó partir. Te falta el aire, nos falta. El lino sin almidonar comprado en el bodegón del central azucarero por el sudor desnudan tus senos, me invitan, los muerdo.
— No se preocupe Ignacio, sé que está lejos el pueblo, pero después de la escuelita recupero el tiempo perdido, así acompaño a Luis en la guardia revolucionaria. — Desde que tu mamá ayuda en la textilera conozco que estás sola en casa a estas horas. Con algo de suerte y el andar apurado tomo el camioncito de la cooperativa agropecuaria y en treinta minutos estoy en tu casa.
Me peinan con fuerza tus uñas, rizan mi espalda, lames mi cuello, empujas tu sexo sobre el mío por sobre las ropas. Afuera se escucha el cantar de las aves del monte.
— Hola Fernando, ¿me adelanta al pueblo? La cuestión es que se me quedó el librito azul y ya usted sabe cómo es el jefe. — El coro de los ocho hombres de rostros endurecidos por el Sol no se hizo esperar — “Sin el almuerzo sí, pero sin el librito nunca” — reímos todos.
Indago torpemente bajo tus faldas, me apresuro, me detienes, te beso, “despacio” dices, la mordida, el gesto raro, el aire, su falta, continuamos.
Anastasio, Gerardo, Pedro, Cresencio, Ricardo, René, Arístides y Fernando, el jefe de la brigada. Ocho hombres apretujados en el camión soviético verde olivo; el único del cual se valía la cooperativa y el medio de transporte disponible por suerte de voluntad para todo aquel que deambulara entre la agropecuaria, el cacerío y el pueblo.
Milicianos, ya no gustan de ser llamados guajiros. Sacas tus ropas por encima de tu cabeza y de no ser por lo blanco de tu piel y tus trapos, bien serías la madre de ríos, hermosa, fértil, dotada, blancamente africana. Arriba, el techo de guano, el nido prófugo de tomeguines, tu pelo castaño, las lagunas verdes de tus ojos de gato, el labio mordido, el semblante erguido como arcabuz que me apunta y acorrala. Empujas mi mano al interior de tus piernas en la oscuridad tupida de tus humedades, fronteras. Abajo, yo derrotado.
Milicianos, eso son, de camisas azules sudadas, afeitados o a medio afeitar, con el cuchillo de la carne, sonrisas amarillas. Miradas de hombres que esperan mujer, que sufrieron el fuego y sueñan aguas, las más mansas. Niños que juegan a la guerra, a construir un país.
El río que se precipita desde la empinada, la cortina verde que se alza en forma de montañas, las aves que voy descubriendo. El polvo levantado por el caucho ruso que aplasta y levanta la tierra insular para después dejarlo caer, presagios. Esta es la escenografía bucleada del camino hacia el pueblo.
Bajas, como por escalera vieja bajan tus besos por mi pecho. Se saltan escalones, van despacio. Se confunde la saliva con el sudor, emanaciones tardías al placer, el humo del café que dejaste al fuego. La costa, mi pecho negro, la cúpula del placer accidental ornamentado por las perlas de tu boca; ella sale, pasea, se distrae.
Agarro tu cabello, intento que regreses escalón por escalón, es en vano. Ignoro cómo, ya no estaban mi pantalón y calzón, mi falo tampoco estaba. Miraba y solo te divisabas tú entre rodillas, tus ojos, la carne atrapada, tú. Se detuvo súbitamente el almatroste que nos llevaba. Monta una mujer y una joven que, especulo, cargaba con sus catorce años. Me pongo de pie para cederles el pedazo de hierro que resguardaba como asiento y que había estampado en mis nalgas “A los camaradas cubanos, URAL59”. Se negaron, apartaron, repudiaron, quedó el silencio.
— Tranquilo negro, esas guajiras no saben aún que ya llegó la Revolución — invertí el trazo del tatuaje en mi trasero.
— La llevo al doctor, al de la botica, al habanero. La niña tiene el vientre inflado, es maleficio. Hace dos meses que sale a buscar agua al río cuando cae la tarde. Regresa reventada con marcas en la piel, rasguños, la ropa sucia.
Cuando regresa, se esconde, la muy inocente no nos quiere preocupar. Nos hemos dado cuenta, pero no hay quien le quite de la cabeza ir al río. En casa creemos que es un siguapo, esos de pies torcidos que acechan muchachitas de casa, pobre mi niña y tanta cosa rara en el monte. Una quincena de “Padres Nuestros” y nada, solo nos queda la ciencia.
— Ojalá no sea negro — tosí.
— ¿Has dicho algo Ernesto?
— Ojalá, eh, continúe el buen tiempo — respondí.
Subiste, saciada, al fin subiste y a medio andarnos dominó la prisa.
Recorriste a saltos el camino de madera antes descendido. Me apoderé de tu cuello, exprimí tu vientre en mi pecho, mi carne entre tus carnes. Despacio, aullido felino, la caliente guarida, la suave y rítmica danza, la mirada perdida, la fuerza ganada, yo, tus extremidades dando la hora, las nueve y cuarto de la mañana, tu cabeza, la cama, estrellados estábamos, el trinar de los pichones en las tablas.
— Ernesto, llegamos — bajé del camión para con premura precipitarme sobre tu calle. Troné tu puerta con prisa. Tu sorpresa, “tu padre cree que estoy en casa rescatando mi militancia”, “no bromees con eso chico”, “estás loco”, te beso, “sé que estás sola”, sonríes en pícaro gesto. Cubierto se notó el cuadro de Cristo Redentor sobre tu cama, se enciende el ventilador soviético. Corre, se abalanza el sudor de tu cuerpo al mío.
Crepúsculo ll
— Si sigues así no te alcanzarán los libritos azules de la juventud comunista para venir a verme — sonreímos.
— Mientras siempre tenga uno y el jefe sea tu padre — respondo mientras mis manos desnudan lentamente la bajante de tus nalgas, me detienes.
— Mi padre será comunista, pero no es bobo.
— Bromeaba amor — salgo en busca de redención tras un beso traidor. Mirando mi uniforme de brigadista como si le hablara, me interrumpe:
— ¿Tú crees en todo esto?
— ¿No debería?
— Es que mi abuela dice que por mucho que se rote el ganado en el campo, la mala hierba sigue siendo la misma, la mala hierba.
— Bueno, ahora tu padre guajiro, pobre y bruto es administrador de la cooperativa. Yo negro casi soy maestro.
— ¿Te basta con esto? ¿La cooperativa es otra, te tratan diferente por llevar lápiz y cartilla bajo el brazo? El único cambiado es mi padre, ese sí, anda de un lado para otro hablando sobre lo que dicen gente que no conoce y con el bendito librito de la militancia.
— Linda, me queda poco tiempo, es necesario hablar de esto ahora, mira que soy casi maestro y te puedo enseñar algunas cosas nuevas.
— ¿Tú crees? ¿A mí?
— Sí, a usted misma.
Corre, se abalanza el sudor de tu cuerpo al mío.
Son las diez de la noche aquí en la cooperativa. Hace una hora se fueron todos. De regreso en la tarde me encontré con La Niña del maleficio, su madre la agarraba de la mano. La primera, magullados brazos y rostro, poblada estaba en golpes, la otra, blanca, colorada, molesta; en la otra mano escondía de mala gana un cupón para comida firmado por el jefe de alfabetizadores de La Habana.
Afuera solo se escuchaba la orquesta desenfadada de los animales del monte, adentro todo era silencio. Luis fue a hacer la ronda de la guardia, por lo que en el cuartico de la escuelita campesina me encontraba solo yo. Era la primera vez, después de recoger mi librito azul no completaba las horas de insomnio pensando en el cuerpo desnudo de Linda. Su monólogo sinuoso no escapaba de mí. Se encontraba emboscado entre hemisferio e hipotálamo. El quinqué a ratos se iba, se apagaba, Linda dudando en mi mente no, la revolución vestía su belleza animal. La odié tanto.
— ¡Negro! Sal para afuera compadre. Pasé por tu casa y tu vieja me dijo que estabas aquí todavía ¿Qué pasó?¿Fuiste a buscar al comunismo entre las piernas de Linda? — Se bufonea un mulato alto de camisa perfectamente planchada que se divisaba desde el portón de metal.
— Coño Oscar habla bajo que Luis está cerca y ese echa pa’lante hasta su propia sombra, y si Ignacio se entera me pone hacer posta en la costa.
— Y ay de ti si se te queda el librito azul — las carcajadas inundaron el cuartico de techo de zinc y paredes de palma.
— ¿Qué haces aquí hoy viernes mi negro? Hay fiesta de guajiros en el caserío.
— Tu sabes, desde que tengo mis encuentros furtivos con la hija del administrador de la cooperativa no voy a esas cosas.
— ¡Negro tú eres revolucionario o cristiano! Hay ron, aguamiel, cervezas, buenlechón fresco y si no te interesan las lindas guajiras echas unos pasillos de casino quehoy en la radio disparan el concierto de Las Maravillas de Florida. Venga y acompañeasu compañero mi camarada Negrosky.
— ¿Y Luis?
— A ese le traje una botella Bacardi de las que ya no hay y a los dos señores tabacos falta de aire, de esos de los que le gustan a él, por lo que esa lengua ya tiene tumba.
— Tu hablar certero y contundente a resquebrajado mis sólidas convicciones,me convenciste mulato.
— El placer es mío mi buen amigo.
Aprovechamos el camión de la agropecuaria que después de entregar la merienda a los compañeros de la guardia revolucionaria regresaría al pueblo sin más remedio que dejarnos camino al cacerío. Montamos. Íbamos los tres solos en la parte trasera, Oscar, yo y Linda con sus preguntas en mi cabeza. Sentado me encontraba frente a la impresión metálica“A los camaradas cubanos URAL59”,lo miro fijamente.
— ¿Qué te sucede negro?
— ¿Para ti esto es suficiente?
— ¿Qué cosa?
— Esto: estudiar y hacer guardias bajo el quinqué de la cooperativa, salir a bailar cuando a algún guajiro contento se le antoja armar un guateque, besar y anidar las mismas camas,siempre las mismas.
— La verdad que no me molesta, y nada de las mismas camas que ayer llegó un contingente nuevo de enfermeras de Piedrecitas y ay, mi negro, lo que te pierdes por buscar a Lenin bajo las faldas de la hija de Ignacio.
— ¿Y después?
— ¿Y después qué?
— De todo esto,no sé, debe haber algo más, ¿a ti te basta?¿Te es suficiente?
— Claro negro,totalmente ¿a ti no?
— No sé, por eso te pregunto.
— La Revolución empieza ahora y vas a ver , escuelas, mejor calidad de vida,la educación, el deporte y la cultura en todos lados, la gente feliz y más muchachitas para ti y para este servidor.
— ¿Y si no es así?
— Pues te quedaste sin librito — ríe burlonamente.
— Ya deja el bonche con eso.
— Esperaba decírtelo más adelante, acompañados de alcohol, comida y dos lindas guajiras. Mañana me vuelvo militante y comienzo en breve a impartir clases de esgrima,claro, luego del trabajo como administrador de la base pesquera.
— ¿Te alcanzará el tiempo?
— Todo es suficiente mi negro,hasta el tiempo — reímos.
Crepúsculo lll
Envidio a Óscar, para él la vida siempre ha sido fácil. Se había quedado con esa aptitud que tienen los niños para ver el mundo en blanco y negro, de manera simple. Y lo que más me asustaba del mulato era que las causalidades casuales conspiraban a su favor para hacer lo correcto. Vicio que sabría cultivar desde la niñez. Bello, esbelto, el más alto de la partida, el más Don Juan, maestro de todos en todo. Así era la Varilla para sus amigos, nunca me atreví a llamarlo así aunque casi nos moldeara la misma tierra, iguales leches.
Lo que a mí me llevaba horas martillándome la cabeza él lo había resuelto con dos bromas y un “es suficiente”. Seco, sólido, sin muestras de dudas o mellas cancerígenas por donde entrar un por qué. Afuera la humedad de la noche hacía dormitar el polvo del camino, las ranas cantan, allí estamos nosotros, a medio camino de todo, el cacerío, la vida, el convencimiento.
Crepúsculo lV
El “A los camaradas cubanos URAL59” nos dejó en la entrada del cacerío y tuvimos que caminar al menos un kilómetro por el trillo que conduce a la costa. Oscar no se equivocaba, la fiesta era grande. Fue entrar y se posaron sobre nosotros todos los ojos, los coquetos, los disimulados, los prejuiciosos y los molestos. No los culpo. En esa multitud de sombreros, camisas claras, bigotes y barbas chapeadas,estábamos nosotros. Dos mulatos insulares con botas de charol y pantalones acampanados.
Semanas después, cuando se me quedaba el librito de la militancia en casa de Linda, le relaté lo maravilloso que el guateque había sido. Supe callar lo que pasó perome fue imposible no describírselo. Lo habían todo montado al centro del cacerío, justo detrás de la sede del Partido. Emboscado estaba por las casas de guano que rodeaban la pequeña esplanada, pancartas “Viva Fidel” y un batallón de banderas rojas y blancas. La luz de la planta eléctrica recién instalada alumbró aquella noche como el domingo más vivo de agosto. Más allá del decorado,la abundancia de carnes y bebidas, incluso que la hermosa noche de luna llena lo más hermoso lo constituía y hasta lo que daba gusto ver eran los rostros de la gente. Era un gozo de esos que te imposibilitaba ni siquiera adivinar que nunca pasó por allí la guerra, el hambre, la violencia justificada y desmedida. Se podía decir que si la felicidad existía debía verse así, como ellos. Tampoco pude evitar que Linda derramara el café recién colado sobre mí, después de interrogarme por las bellas jóvenes de la fiesta, se me escapó y por mucho que intenté encontrar salidas, escaleras ocultas y pasadizos en mi discurso no evité la riña,el beso coqueto de redención,el hielo para fregar mi camisa.
Todos nos miraban, me sentí incómodo, demasiado. Empezaba a sudar la seda recién planchada. Busco compañía en los ojos de Oscar, pero este se encuentra concentrado en el conjunto musical que animaba la velada.
— ¿Qué pasa Oscarito? — le tartamudeaba mientras lo chocaba con el hombro.
— Ya son las once y cuarto. — me responde evasivamente para no perturbar su concentración.
— ¿Y entonces? — quedé desorientado.
— ¡Silencio compadre!
La música se detuvo, los pocos que bailaron dejaron de hacerlo, el resto injurió y lanzó hasta chapas de botellas sobre el pequeño grupo de músicos en señal de protesta. Al guitarrista se le había roto una cuerda, para cuando desesperados trajeron inmediatamente otra, el dueño del vilipendiado instrumento manifestó que desde hacía días llevaba resentida la mano y le era barbárico continuar. Como en aquel lugar, lo más cerca que estuvo alguien de tocar un instrumento era cuando algún vejigo era contratado como mozo de comparsa en el carnaval de la ciudad. El grupo tuvo que retirarse y encendieron la radio del partido conectada al complejo de audio que equipaba la plaza para los mítines políticos de cuando los antiguos días de elecciones. De pronto, los acordes iniciales de la canción “La Candela soy yo” del Maravillas de Florida inundó la pequeña pista de baile improvisada.
— Empezó hace dos minutos así que no nos hemos perdido mucho mi negro.
Dime, ¿comida o pasillo?¿Qué se te antoja primero? — me dijo entusiasmado.
— Algo de tomar mejor — dije esto sobreponiéndome al asombro. No por lo casual del hecho porque conocía de la suerte y poder de la Varilla con el tiempo y sus circunstancias. Mi sorpresa estaba en lo cambiado que estaba el ambiente, hasta puedo jurar que el cielo se notaba diferente. Ignoraba qué era, pero indudablemente algo lo cambiaba todo.
Nos acercamos al Termo, así llamaban al tanque de aluminio con ruedas desde donde se dispensaba la cerveza. Descubrimos algunas miradas coquetas de quienes, si lo confieso, nunca esperé que las recibiríamos. Llegados a la toma de hierro, un grito de llamada a mi amigo nos retiene.
— Viste, como pudiste apreciar, soy un cubano que cumple con su palabra — escuchábamos a nuestras espaldas mientras girábamos para ver quién lo llamaba de tal forma.
— De los que ya no hay.
— De los que ya no hay — repitieron los que parecían cercanos.
Quien lanzaba el grito era el lesionado guitarrista que había sido abuchado por todos. No se veía ni tan adolorido con sus manos ocupadas por la bebida y menos terriblemente desconsolado por la crítica popular.
— Te dije que tendrías a los Maravillas de Florida y ahí los tienes. Algo tarde, es cierto, pero no te has perdido ni una canción porque son las once y diecisiete. — explicaba al unísono que puntualizaba la hora, vigilando su reloj Seiko plateado.
— Ya veo, ya veo. Mira Negro, este es mi cómplice: Pedro, amigo y guitarrista,ni más ni menos. — nos saludamos.
Alguna que otra vez había escuchado de Pedro, el músico. Dicen que tocaba en el conjunto del Alcalde, incluso que había senado con el anterior presidente de la República. Me cuenta Oscar que todos en el pueblo aquel daban por sentado que sería grande, famoso y hasta supo hacerlo saber con las parrandas que armaba con el dinero de otros en la fonda de la ciudad, a lo que él llamaba “inversiones amistosas”.“No te preocupes compadre, cuando seas grande y famoso me lo pagas”, “viste qué linda mi hija, ella quiere conocer la Habana”, “una mano lava la otra”, estos eran los fideicomisos que subvencionaban los antojos de la joven promesa musical del cacerío.Todos lo tenían presente, El Amigo Músico se escuchaba a cada paso.
Por esto, cuando en el 58 se notó poblado el parque de la iglesia por decenas de hombres barbudos vestidos de verde olivo y montaron el cartel “Viva la Revolución” en la puerta de la casa del beato, no fue olvidado quién había comido y animado la mesa del Dictador, del Asesino. Así fue como Pedro quedó para animar las fiestas de los campesinos en un grupito de quinta, y se le esfumaron las hijas curiosas, las subvenciones, los amigos. La Revolución llegó para cambiarlo todo y yo ni político ni eclesiástico,bromeaba.
Estuvieron un buen rato los dos viejos amigos compartiendo historias y motes ,y supe de cosas que no me hubiera querido enterar. Yo, solo pude atinar a reflexionarsobre mi mañana con Linda, muy lejos de su cuerpo y habitando en la duda que me había dejado. Ellos eran felices, lo era Oscar y sus líos de faldas, también Luis y su guardia, Ignacio con su granja y hasta el casi estrella Pedro se notaba alegre con la camisa reventada en sudor y cerveza. ¿ Por qué no debería de ser suficiente?¿Qué más podría yo querer, pedir, añorar? Fui empujado de mi piedra de Rodin por el Mulato que me invitaba a bailar. Como por arte de magia noté emerger dos preciosas guajiras como parejas de baile. Se podría decir que lo que sucedió después fue nuestra culpa.
Si de algo nunca tuve dudas era de nuestras habilidades en el baile casino. Los Dandys, así nos pusieron. Arte que habíamos sabido ejercitar bailando en las recreaciones de la escuela en el campo, como cuerpo de baile de las fiestas de las quinceañeras de la zona y cualquier oportunidad donde hubiera una buena canción de salsa y muchachas bonitas, ahí siempre estábamos nosotros. Fueron incontables las veces que posamos, bailamos, comimos y bebimos con gente que ni conocíamos, pero que sin duda deseaban bailar su fiesta con los Dandys. A medida que la radio lanzaba los mejores temas se iba calentando la Varilla y empezaba a cantar los pasillos para que lo acompañara.
— ¡La croqueta!!Suéltala!La Rosa!¡Dame una,dame dos!
A medida que cambiábamos los pasos y se calentaba la rueda de baileemergían nuevos rostros femeninos y sonrientes atados a nuestro brazo. Fue tanta laalgarabia que en ocasiones bailábamos hasta con dos muchachas a la vez. Lo quedebió ser una pareja de baile se convirtió de momento en una orgía ordenada y rítmicade brazos, zapatos y piernas. A medida que se abrían los labios rojos y mostraban susblancas y hermosas sonrisas empecé a notar el desagrado por los campesinos dellugar.Se dispersaban las amplias sayas y se unían los rostros crispados por el Sol y nosotros. Al darme cuenta, le hago señas a Óscar.
— Mulato, afloja con el pasillo, ponte a sacar “agua del pozo” así como bailan ellos o nos van a chapear todos estos guajiros brutos. — le supliqué.
— Tranquilo mi negro, ¡Dame tres, la Rosaaaa! — me contestó airadamente mientras cantaba los próximos pasillos.
Cada vez se hizo mayor cantidad de rostros duros y el alcohol en ellos. Yo no podía hacer más que obedecer al baile y seguir a Óscar. Este siempre estaba tranquilo, alegre, despreocupado, algo que siempre envidié en él pero que ahora no hacía más que disparar mis nervios.
Se apagó la música, se lanzó un grito, el estruendo de una botella reventada altocarel suelo,el caos.
— ¡Qué les pasa a estos negros de mierda que vienen a quitarnos la comida y también las mujeres! — bailó hacia nosotros un machete en el aire que cegó con su brillo mi ojo izquierdo cuando reflejaba la luz generada por la planta eléctrica“A loscamaradas cubanos URAL59”.
Crepúsculo V
— ¡Mierda qué asco!¡No aguanto más esto!
Tragaste sin respirar cómo venías haciendo ya una semana. Oriné, sí,eso cargaban las cantimploras. Era el séptimo día que ingeríamos nuestro deshecho urinario para calmar la sed, cada cual el suyo. La culpa pertenecía a Frank el “Gordo”, quien debía cuidar los tanques de 20 litros que cargábamos como única reserva de agua. Al tercer día de los diez que han sido este infierno de Ejercicio Táctico para la Preparación Militar, el soldado más obeso del Pelotón #5 abandonaba los grandes envases de plástico negro en la primera emboscada que sufrimos.
Lejos de casa, estábamos lejos de casa. Lo digo así porque tú también estabas.
— La misión es fácil muchachos. — nos dijeron. — Como última evaluación de culminación de ejercicio estarán a 30 km de aquí, cerca de los túneles de la reserva. Desplazados en el terreno tendrán dos semanas para llegar hasta la antigua oficina de correos de la finca “La Luisa”. No estarán solos. Deben evitar los cercos y emboscadas del Pelotón #8 de los reclutas provenientes de la capital. Esto es todo muchachos,una bicoca.
Demasiado fácil. Contábamos diez días de polvo seco en los ojos, la piel. Maquillada en heridas abiertas por los apuñalamientos masivos de los insectos y una emboscada que apenas al tercer atardecer nos tenía bebiendo nuestro orine. El cansancio no valía, el temor lo vencía y dejaba noqueado sobre la lona. El monte era el más cruel verdugo, disfrazado entre los kilómetros de terreno áspero y polvoriento, típico de las llanuras cubanas. Era agosto como ahora y la lluvia huía del intransigente verano. También estaba el “Jabao” Raúl, el ex cadete de las FAR al frente del pelotón de los habaneros. Poseía más experiencia militar que nosotros, en el primer y único encuentro hasta el momento nos vetó del agua potable. Evitábamos los caminos y carreteras para no palidecer de obvias emboscadas, lo cual nos permitió disfrutar de una semana sin sorpresas fatales. En cambio, la naturaleza con mucha más maña que cualquier General de las tres guerras supo desgastarnos a trozos, con calma.
Las canciones alegres con el paso de los días se convirtieron en súplicas entonadas al llanto, y las historias pubertas de aquel puñado de adolescentes risueños se transformaron en el más moribundo de los silencios. El sudor y el Sol estival en el verde olivo de las camisas del uniforme hicieron de las suyas. El AK-47 sobre nuestras espaldas en las primeras caminatas ahora parecía arrastrarse arando la maleza. El purgatorio en llamas y yo como Ulises, pensando en Linda.
Dos días antes de venir para el Concentrado Militar me la había topado en el camioncito de la Cooperativa. En él iba el recién estrenado Jefe de la Granja en manos de los campesinos revolucionarios y su hija. Solamente atiné a dos cosas. La primera, superponer el pie izquierdo sobre la parte frontal del calzado derecho, que por la rotura simulaba un caimán de esos que uno debe temer cuando las precipitaciones hacen crecer las aguas del criadero de cocodrilos. La vergüenza de los dedos desnudos me helaban los Cervantes, los Sanchos y Quijotes. Me fue imposible enunciar una palabra ante semejante muchacha. Lo segundo fue que al bajar interrogué a todos cuanto me fue posible para saber un nombre. La hija del nuevo Jefe de la Granja se llamaba Linda.
Sobre las tres de la tarde escuchamos pasos a lo lejos que parecían seguirnos. Sabíamos con precisión la hora porque al cruzar las líneas del ferrocarril notamos el humo del tren lechero que transporta el insumo diariamente en iguales tiempos hacia la capital de la provincia. Tal vez en el cruce divisaron el “Jabao” y nuestras huellas. Nos invadió el temor.
— ¡Negro! Coge a tu escuadra, camina recto diez minutos y luego dobla formando un semicírculo hacia la izquierda. Yo haré lo mismo, pero en sentido contrario, nos encontramos todos en la ceiba que se divisa atrás, cerca del camino donde defecó el Gordo — me dijiste entre nervios.
— Entiendo, así los perderemos — respondí mientras organizaba a mis compañeros para emprender lo acordado.
— No.Vayan recogiendo piedras y palos para emboscarlos.Estoy cansado de jugar a esto del gato y el ratón. Hoy le ponemos el cascabel a Raúl y su gente.
— Está bien.
— ¡Negro!
— Dime Óscar.
— No tiren al dar, es solo espantarlos y que se rindan.
Mi escuadra y yo avanzamos e hicimos lo planeado. La maleza que bordeaba el camino era lo suficientemente espesa para ocultarnos. En par de ocasiones las espinas de marabú acariciaron mi rostro. De ahí la cicatriz bajo el párpado inferior derecho que tanto le llama la atención a Linda. Cercanos a la ceiba disminuimos el andar y evitamos hacer ruido. El Pelotón #8 se encontraba a solo unos metros en el sendero. Se les escuchaban alegres, traviesos. El silencio mal disimulado evidenciaba la picaresca acción que planeaban en nuestra contra. Allí también estaban nuestros tanques negros de 20 litros para el agua.
Llegamos y en la ceiba, detrás de un cayo de marabú estabas, dos piedras en cada mano. Los Jimaguas, hijos del doctor del cacerío, iban a tu lado cargando un inmenso tronco de palma real formando lo que parecía un ariete cruzado a las puertas de Jerusalén. Salimos al unísono haciendo llover pedruscos y maderos. Las risas de instantes antes se trasvistieron en espasmos hasta tenerlos a todos arrinconados sobre sí. Los “nos rendimoscoño” también cernieron. Diste el “Alto” que fue seguido por el sonido seco de un golpe. Todos le abrieron espacio a la cabeza sangrante del Jabao Raúl .
Nos giramos buscando al agresor.
— ¡Por el agua, carajo!
Al girar asombrados notamos a Frank el Gordo más asustado que nosotros con una piedra en la mano y la otra vacía.
Crepúsculo VI
— ¡Qué les pasa a estos negros de mierda que vienen a quitarnos la comida y también las mujeres! — bailó hacia nosotros un machete en el aire que cegó con su brillo mi ojo izquierdo cuando reflejaba la luz generada por la planta eléctrica “A los camaradas cubanos URAL59”.
El arma bajó tajante desgarrando la camisa, no hubo sangre, estabas a salvo. Sobre una cabeza explotó una botella de cerveza Polar bañando a su nuevo dueño en pura cerveza roja sanguínea.
— ¡Corre carajo! — gritó el Músico.
Saltamos la vaya que bordeaba el ranchón de guano y pino blanco.Tu camisa rota parecía volar sobre la maleza bailando una danza que se dirigía a la playa. Atrás las luces, el gentío, el monte que se habría paso y nos buscaba, los “te vamos a matar negro de mierda”. Las pieles negras bajo el trapo maltratado, el sudor, el jadeo de perros tras las pisadas cimarronas. El látigo y su blanco, el capataz y su arma. Corre que la maleza tiene más hijos que cualquier madre, y los acoge, y los oculta. También la noche y la niebla aprendieron a adoptar cadenas para hacer libres piernas y parir libres manos. Antes, ellos, los ancestros, ahora nosotros. Los tiempos cambian en la medida que se pueden contar las piedras del río.
Corríamos entre la uva caleta que lleva a la playa. A unos metros se nos acababa el camino y detrás aún chirriaban los machetes ebrios de nosotros.
Me tocaste el hombro en la carrera.
— ¿Recuerdas a Frank el Gordo? — dijiste y con la coordinación que solo aparece en momentos como este maniobramos como aviones caza y de la fría arena pasamos a desaparecer en la humedad de la naturaleza.
Lejos del bullicio regresamos a la playa por un camino que no sabríarecordar, decir que allí estuvimos. Solo recuerdo la playa abierta en lo queconstituía una pequeña bahía. Era en ese sitio donde el mar parece ir adormitar en la noches. Llegados a la arena caímos rendidos. La respiración empezaba a calmarse, de las camisas solo quedaban las mangas y algún que otro botón negándose a ser olvidado. No entendí qué sucedió o qué hicimos mal. Solo atinaba a comprender que estábamos a salvo, seguros. La noche era hermosa, las estrellas parecían las lentejuelas en los vestidos de las hermosas actrices que figuran en las películas que ponen los fines de semanas en la cooperativa. El concierto que era el roncar de las aguas en la costa era hermoso. Pensaba en qué habría sucedido con el Músico, si estaría bien.
De momento me embargó un sentimiento de culpa. No vislumbraba las causas, pero era incorrecto algo. Era una sensación que me comía desde la punta de los zapatos y subía hasta el pecho provocando una ligera taticardia. Las luces en el pueblito eran nuevas, la radio, el camioncito que antes no existían. El hambre que parecía ser menos, el campesino con libros y cargos, el negro que podía intentar jugar a ser hombre. Esto me dijeron y quise creérmelo con tanta fuerza que les creí, lo di por cierto. La carcajada de Oscar interrumpió la tribuna abierta de mis pensamientos. Lo miré y se podría disfrutarlo hermoso de su rostro.
— ¡Entonces negro!¿Ya es suficiente? — lanzaste entre carcajadas que despertó a todas las aves que dormían en la maleza.
Reímos como tontos sin entender y creer comprenderlo todo, al menos yo. Años más tarde la verdad me sería revelada cuando ya no podría correrentre matojos como en aquella noche. Era demasiado tarde para cambiar lopocoy tan temprano para empezara engendrarelcambio.
Después de una hora de risas y rememorar lo sucedido emprendimos el camino de regreso. En la carretera principal esperando algo que nos regresara al hogar noté la ausencia. Revisé sofocado mis bolsillos, el interior del calzón y los zapatos. El mulato pudo ver mi desesperación y fingiendo emprender la búsqueda de algo que desconocía me pregunta:
— ¿Qué sucede?¿Qué te falta?
— El librito de la militancia Oscar, el librito.