Desnuda en proscenio: empedrado y el sonido de sus rocas
Por: Octavio Castillo Quesada
“Desnuda en proscenio” arranca como una zambullida en el mar, donde el cuerpo, el humo convertido en carne, reposa y flota. Cada verso de este poemario abre paso al siguiente. Cada nube riega lluvia sobre el papel; y no solo el agua es una metáfora recurrente, sino también es casa, el hogar al que regresa la autora después de terminar cada poema. En este libro, vive y sobrevive su nostalgia, que se declara a sí misma como tal.
El tiempo es compartido por todas las mujeres que en él se funden, descansan y se descomponen. Artista de luces, voz de tigre y estruendo de maleza. Más de una palabra “fetiche” se me queda en la sonrisa, más de una palabra se escapa y despierta al erotismo, casi escrito de forma literal. Patricia Rodda no teme a lo que escribe ni repara en ocultar lo que provoca sentarse a poetizar su incertidumbre. Da la bienvenida a todas las mujeres sin mote, al campo, a las fieras que se esconden detrás de sus mordidas.
El espacio sucumbe y quita el polvo a la memoria. Empezar “desnuda” implica exponerse a perder la piel, de la que no le importa librarse al concluir su afición como poeta, como actriz plegada de teatros, música y silbidos. Si te sentaras en una butaca, tomaras una copa de vino y leyeras este libro, es posible que recordases la forma en que te perdiste en una ola o el sonido de los pájaros; lo asociaras con tu madre y te dieran ganas de regresar al lugar donde fuiste niño y soñabas con crecer, para entregarle tu cuerpo al horizonte.
El mayor mérito de este libro — confieso — es su devenir como objeto arte. Resulta un artefacto pulcro y desobediente. Escapa, quizás, de los márgenes de la literatura y se acomoda obra, pieza, miembro de espectáculo y escena.
Más allá de una imagen poética o fabulación, se me queda el conjunto, bien entramado, imperfecto, ebrio, de todos sus poemas. Con varios versos dedicados y que hacen referencia a una etapa de la vida de la autora, o no, consigue incendiar al lector y escupirlo fuera de los folios hasta llevarlo a cualquier parte que huela a espuma y a maíz.
Tres actos componen el cuerpo de esta costa — sí, costa, porque todo libro es una rivera que nunca deja de chocar contra las piedras — en la que aquella roca que imaginé antes de leerlo, termina por conformar un empedrado y observa, quieta, lo que tiene que decir la espuma que pasa a su través.