Diez listos para un caldo

La Jeringa
6 min readSep 8, 2022

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Por: María Victoria Pérez Rodríguez (Vicky)

“Esta exposición que hoy inauguramos, es un homenaje a Don Fernando Ortiz, quien por la amplitud y profundidad de sus temas de estudio y sus aportes a la cultura cubana, es conocido como el tercer descubridor de Cuba, después de Cristóbal Colon y Alejandro de Humboldt. Don Ortiz dio luz, indagó y profundizó en los procesos de transculturación y formación histórica de la nacionalidad cubana e insistió en el descubrimiento de lo cubano como concepto y categoría.” (Marrero, Meira. 2022)

Entre las palabras que inauguran la exposición colectiva Arroz con mango, su curadora Meira Marrero hace esta declaración. Define el acto como un homenaje a aquel que descubre lo cubano como concepto, afirmándose en sus palabras el hecho de que la exposición no tiene otro centro que la propia expresión de cubanidad. Definitivamente la fusión de tal variada nómina de artistas, en cuyas creaciones no podría existir más coincidencia que los soportes y materiales empleados, debía enfocarse en la individualidad que claramente se condiciona por un mismo y único contexto: la maldita circunstancia del agua por todas partes.

Se habla entonces de una reunión casi azarosa de diez jóvenes artistas: Adonis Muiño, Yudel Francisco, Alejandro Jurado, Yasiel Elizagaray, Aluan Argüelles, Evelyn Aguilar, Rolo Fernández, Adrián Socorro, Enrique Casas y Mario (Mallo) González; que bailan al compás de “ese son arrítmico”[1] que marca el arte cubano contemporáneo. Discursos independientes que terminan formando parte de un mismo ejercicio curatorial a cuatro manos que no se cansa de comparar las obras y sus creadores con los ingredientes de un ajiaco con mucho caldo. Como tal, se podría entender que lo que se ve es lo que hay.

Esta oportunidad de descubrimiento visual, con posibilidad de múltiples entendimientos de esa mezcla propuesta, da mucho que pensar. Pero vayamos a lo simple, la experiencia que se diseña en el Centro Hispoamericano de Cultura para la degustación de este plato de Arroz con mango. Asumiendo el recorrido intuitivo como el más empleado, se piensa que el espectador entraría en la sala principal -un gran cubo blanco-, y su camino estaría determinado por el perímetro de la misma. Las primeras obras, hijas de Adonis Muiño y Yudel Francisco, son piezas que responden fielmente a lo que estamos acostumbrados a consumir de ellos. Grandes obras, con paisajes oscuros y personajes tenebrosos con rostros borrosos o invisibles, vestidos de manera distante respecto a los escenarios en los que se presentan.

Para cerrar la pared, dos enormes lienzos verticales. The scale. (Desert session), es el título de este díptico perteneciente a la más nueva producción de Alejandro Jurado. En esta ocasión nos presenta un cambio, bastante notable, con su forma de hacer anterior. Deja de lado las texturas para dar vida a sus paisajes abstractos mediante campos de color, de ahí el nombre de la serie: “Colorfield”. El artista reconoce la relación de esta forma de crear, con el movimiento de igual nombre que cobra auge a mediados del siglo pasado en los Estados Unidos. Para aquellos que recuerden el “International Klein Blue”[2], será más sencillo entender como en este díptico se busca liberar al color de contexto y hacerlo, a sí mismo, el sujeto.

Le suceden, como protagonistas de la pared perpendicular a la antes descrita, tres lienzos del artista Yasiel Elizagaray. Este trío perteneciente a su serie Rizoma, muestra la figuración de un feto o un recién nacido -como prefiera entenderse-; los que recuerdan el ciclo natural de la vida. Un nuevo ser, convertido en raíz, reserva de fuerza de sus ascendentes o, por el contrario, la pérdida del mismo como el abandono de la esperanza.

Tras esta imagen chocante, dado a sus proporciones y expresión visceral en sus rostros casi formados, se continúa el recorrido de la mano de Aluan Argüelles. Un tríptico que se corresponde con su serie Atlas, imágenes dedicadas a la memoria de nuestra circunstancia. Un punto de partida recurrente, conocido, familiar y entristecedor. Un camino turbulento, desconocido y ocultador. Un destino feliz, pero al que todos no llegan. Los tres, óleos sobre tela, con la particular e intencionada participación de la tinta invisible, con la que se escriben los nombres de los migrantes. Solo apreciable con la ayuda de una luz ultravioleta tan poco común, como la intención por recordarlos.

Siguiendo con este recorrido lineal propuesto, nos toparíamos con la obra de Evelyn Aguilar. De grandes dimensiones, conformada por seis piezas individuales cuya técnica podría asociarse a su reciente muestra bipersonal en el Pabellón Cuba. Pero en este caso, se presenta una particularidad, la presencia de figuración: un esqueleto en condiciones dudosas, dícese representando La muerte de Richard Parker. A su lado, dos piezas de Rolo Fernández: La maldita circunstancia del agua por todas partes y Las dos orillas. Obras que retoman a su amigo imaginario como “pretexto para (des)andar la realidad que nos envuelve y atrapa”[3]. En la primera, la producción simbólica de barcos de papel dentro de una maleta; y en la segunda, el brinco de una orilla a otra con la maleta. El significado de contención se contrasta con la simplificación de un salto, pero aquello resulta en la idea imposible de empacar toda una vida en una maleta.

Para concluir con este perímetro de la sala principal, estarían los treinta y seis Círculos de perfiles. Disímiles rostros creados con óleo sobre vinilo por el artista Adrián Socorro. La representación de varios personajes y que estos en conjunto con su título permitan al espectador crear una historia o identificar (se) a algún conocido hacen de la serie, en sí misma, una colección de situaciones vivenciales múltiples. Piezas tan versátiles como público puedan tener.

Pero la exposición no concluye aquí. Al salir de esta sala, en la planta superior, fungen como colofón de la muestra las obras de Enrique Casas y Mario (Mallo) González. Dispuestas sus piezas por contraste, apreciamos bucólicos paisajes, con vasta presencia del agua y, en frente, obras abstractas guiadas por la variación tonal de un mismo color para la solución de planos superpuestos. Ambos conjuntos pudieran reconocerse como hipnóticos por adueñarse de las sensaciones de su espectador al sumergirlos en sus escenarios tan opuestos y atractivos visualmente.

Este sí sería el final de la experiencia, al menos de la primera, pues con cada acercamiento las lecturas pudieran variar. Claramente existe una relación entre todos estos artistas, relaciones que los han hecho coincidir en varias oportunidades anteriores. Pero también es comprensible el deseo de que estos vínculos no sean el centro de la exposición, más bien la esencia, el modo de hacer más puro de cada uno. Como ingredientes listos para un caldo, cada cual debe ser fiel a su sabor así, entre contrastes y armonías, degustar no solo un plato, sino la vivencia. El ajiaco ya está hecho; gracias a Meira Marrero y Abram Bravo, ahora toca que cada cual se sirva, pruebe y disfrute.

[1] Al decir del curador Abram Bravo Guerra en el statement de la exposición.

[2] Del artista francés Yves Klein.

[3] Fernández, Rolo. Palabras al catálogo “Mi amigo imaginario”. 2022

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