Dolor infinito o la suerte de estar vivos.
Martí y Voltaire: semejanzas ideológicas.
Por: Senén Alonso Alum
Diseño: Radio88
“Sufrir es más que gozar: es verdaderamente vivir’’
(El presidio político en Cuba, José Martí)
“Pues bien, querido Pangloss –dijo Cándido- cuando os hubieron ahorcado, disecado, molido a palos, y cuando estabais remando en la galera, ¿seguíais pensando que todo marchaba del mejor modo posible?’’
(Cándido o el optimismo, Voltaire)
Penetrante. No hay, para mí, palabra que describa con mayor precisión semántica lo que resguardan estas páginas: se adentra, con la violencia de una verdad sabida a destiempo, y quebranta, todo en una vez, la indiferencia que todavía quedaba.
El lector, novel o veterano, foráneo o del patio, no puede quedarse al margen de lo consumido. Martí revela, con toda la pericia literaria que su adolescencia le permite, los grotescos crímenes que componían la cotidianeidad del Presidio Político en Cuba, lo cual sirve de apoyo inicial para denunciar el atroz gobierno que España imponía sobre la Isla.
Pero, a más de todo lo declarado, este escrito funge como diario de pesares, representación de la variedad humana condenada a las canteras y alegoría de una cosmovisión que establece puntos de contacto con Voltaire y su Cándido. De esto último, precisamente, versa el presente reporte.
José Martí expone con claridad lo que significó, no tanto para él como para sus compañeros de encierro, esta honda pena que se materializa, con tristeza, en las canteras de San Lázaro. Más allá de la descripción de los perjuicios sufridos, el más universal ofrece en esta obra una visión del mundo que colinda, desde envolturas genéricas diametralmente opuestas, con lo visto en Cándido o el optimismo.
“Dios existe, y si me hacéis alejar de aquí sin arrancar de vosotros la cobarde, la malaventurada indiferencia, dejadme que os desprecie, ya que no puedo odiar a nadie (…)’’ [1], sentencia Martí al referirse a la manera tan desdeñosa en que los soldados españoles tratan a los reclusos. Justamente, sobre esta cualidad de apatía que va a primar en los soldados españoles, recae la enorme injusticia que cometen.
Injustos al condenar; injustos al castigar; injustos al desdeñar la humanidad de cada presidiario; injustos, incluso, al atender a los enfermos (“su cabeza se doblaba; la erupción se mostraba en toda su deformidad; todos lo palpaban; todos lo veían. Y el médico certificaba que venía sano Lino. Este médico tenía la viruela en el alma.’’). Esa abarcadora noción de injusticia será uno de los temas principales que desarrollará Martí en su obra.
A través de varios ejemplos que, para lograr un mayor impacto sentimental, se ubican en zonas etáreas totalmente contrapuestas (desde niños de poco más de diez años hasta ancianos septuagenarios), el Maestro arrojará luz sobre las atrocidades cometidas por el gobierno peninsular en la Isla. Todo esto, por supuesto, en un tono grave y pletórico de indignación. Para él, el mundo, cuya más certera metonimia radica en el propio presidio, está plagado de injusticia. Aun así, el Apóstol no se expresa como quien se ha resignado, como quien ha sido presa de cobarde transigencia; todo lo contrario: el joven Martí deposita sus esperanzas en la lucha que ya, por aquellos años, había comenzado:
“Brotó, porque vosotros mismos la impelisteis a que brotara, porque vuestra crueldad hizo necesario el rompimiento de sus venas, porque (…) le habíais despedazado el corazón, y no quería que se lo despedazarais una vez más.’’ [2]
Voltaire, por su parte, utiliza una estratagema diferente para expresar algo muy semejante.
Cándido es un joven aristócrata que, expulsado de su hogar, sufre una serie de peripecias que fungirán como argumentos desarticuladores de la tesis filosófica defendida por Pangloss, su maestro. Este último (satírica representación de Gottfried Leibniz dentro de la obra) afirmará en todo momento que este, en el que habitamos, es el mejor de los mundos posibles.
Los desmanes sufridos por Cándido, su amada Cunegunda, el filósofo Pangloss y otros tantos, constituirán una muestra irrefutable de la enorme injustica que prima en la Tierra. Los pobres son apaleados y dominados por los ricos; la nobleza de espíritu, en su mayoría, no trae aparejada la felicidad; y, sobre todo, si algo es aclarado con autoridad en esta obra, es que la desgracia acoge con igualdad de prebendas a todos los infelices que la conocen: “(…) pedid a cada pasajero que os cuente su historia; y si halláis a uno solo que no haya maldecido a menudo su suerte, que no se haya dicho muchas veces a sí mismo que era el más desgraciado de los hombres, tiradme de cabeza al mar’’ [3], pronuncia la vieja después de haber relatado sus vivencias.
A pesar de todo lo sufrido por sus personajes, Voltaire filtra un mensaje de positividad al final de la obra: “(…) es menester cultivar nuestra huerta’’ [4]. Al igual que Martí, el francés está plenamente consciente de la crueldad imperante en el mundo, así como de la atroz manipulación a la que es sometida la justicia universal, pero, no por eso, deja de buscar una solución, de confiar en un mejoramiento humano y social.
El patriota cubano, en la inevitable lucha de su pueblo, encontró la solución para la injusticia que le era contemporánea; el filósofo francés, en el esfuerzo arduo y paciente, en el cultivo del trabajo. Ambos, bajo sus propios códigos, reflejaron las injusticias del mundo; ambos, como sujetos activos de su tiempo, lucharon por erradicarla.
[1] Martí, José, El Presidio Político en Cuba, en Dolor infinito, edición a cargo de Raúl Rodríguez La O, Casa Editora
Abril, p. 55, Ciudad de La Habana, Cuba, 2007.[2] Ibídem, p. 65.
[3] Voltaire, Cándido o el optimismo, Editorial Félix Varela, p. 44, 2005.
[4] Ibídem, p. 123.