El destino de los libros
Por: Martín H. Bertone
Nunca pidas que te presten un libro. Los buenos libros se roban o se regalan.
Abelardo Castillo, Ser escritor
Nadie vuelve dos veces a la misma feria. El Meno es el mismo río, pero cambiaron el país homenajeado, los autores invitados, los editores del stand colectivo de Argentina y yo: es la tercera vez que participo con libros en Fráncfort, pero la primera que lo hago en calidad de editor universitario. Conociendo ya las grandes distancias que uno debe recorrer en la Buchmesse, llego temprano y camino despacio hasta nuestro stand. Acomodo en los estantes los libros que viajaron conmigo, me presento con las azafatas y con los editores que no conozco. La mejor parte es siempre el reencuentro con los amigos.
— ¿Qué hacés, galán? — me dice Luis al verme llegar.
Tiene en sus manos los Cuentos de imaginación y misterio de Poe, ilustrados por Harry Clarke y traducidos por Julio Cortázar. Contento con su nueva adquisición, me dice:
— Voy a leer uno por noche, antes de dormir.
Le pregunto cómo hizo para conseguir esa hermosa edición.
— No hay nadie en el stand — me responde con su calma habitual.
Tardo dos minutos en ir hasta allá y otros dos en volver con Marcovaldo, de Italo Calvino, ilustrado por Alessandro Sanna.
— ¿Y esos libros? — nos pregunta Carlos, a quien también le encanta la colección.
— Los conseguimos en el stand del Zorro Rojo.
— Se los chorearon — me corrige sonriendo.
— No. Es un préstamo por tiempo indefinido — le aclaro con impunidad.
Los stands de Anagrama, Planeta, Random House Mondadori y Fondo de Cultura quedan cerca del nuestro. El de Gallimard está en la otra punta del pabellón. Después de un par de rondas de reconocimiento, ya tengo mi mapa del deseo. Ahora es una cuestión de estrategia, por no decir de suerte: identificados los libros, falta buscar el momento apropiado para pedirlos o tomarlos y rogar que no se me adelante nadie. Porque la mayoría de los títulos se exponen con un solo ejemplar.
Noelia me ve hojeando el libro de Calvino y se sorprende:
— ¡Eeeeeehhh!¡¿De dónde has sacado eso?
Le explico cómo hice, manteniendo la naturalidad.
— Yo lo he comprado hace poco — me comenta — . Está como a 700 pesos. Aquí he visto uno de la misma colección: El libro negro de los colores, que es hermoso. Está en braille.
— Si lo puedo conseguir, es tuyo.
— No arrastres a Noe al pecado — me pide Mage, su jefa, arrastrando las erres.
— Tranquilas: soy Robin Hood.
— En el mismo stand tienen un libro de Juan Gelman que me encanta — me dice con una sonrisa que me absuelve.
— Sí, Bajo la lluvia ajena. Me lo regalaron hace unos años — aclaro, por las dudas — . A vos te digo lo mismo: si lo puedo conseguir, es tuyo.
— Eres Robin Book — me bautiza.
La tarde de mi primer día de feria, espero a que se vayan los expositores de Anagrama y hago mi primera visita a su stand, acompañado por otros editores argentinos. Como no sé si se va a repetir la oportunidad, me concentro en lo esencial. Me hago con dos novedades cuya compra demoré en Buenos Aires por si las encontraba en la Feria: El libro de Aurora y el tercer tomo de los diarios de Piglia.
— ¡Qué culiado, te agarraste el tercero! — me reprocha Carlos, que ya es mi cómplice — . Ya leí el primero, así que me llevo el segundo.
Encuentro en un rincón La utilidad del deseo, un libro de ensayos de Villoro que no conozco, y siento que tres libros son suficientes para una primera incursión. A mis espaldas, Luis ya adoptó Niveles de vida, de Julian Barnes, Un artista flotante y Los restos del día, ambos del flamante Nobel Kazuo Ishiguro. Antes de irnos, acomodamos los libros en los estantes, para disimular los huecos que dejamos.
— Quiero 4,3,2,1, el último de Paul Auster — me cuenta Luis.
— Lo vi en el stand de Planeta, crucemos los dedos. Hay uno solo y es para vos. Hay que tener códigos.
— Si te llevás los libros para leerlos, no es afano. Ahora, si te los llevás para venderlos, sí. Hay que llevarse lo que uno necesita.
— Para mí sería un honor que me roben los libros — nos confía Carlos.
Pasamos sin problemas por el control de la salida, contentos como chicos con juguetes nuevos. Sólo que no son juguetes, son ventanas.
* * *
Al día siguiente, llego temprano y enfilo hacia el stand de Gallimard. Como todavía no están los expositores, me paseo con fingida inocencia tomando los títulos que van a engrosar mi biblioteca. Sólo me fijo una regla, que pienso aplicar hasta el final de la Feria: no apropiarme de libros que no compraría. No encuentro la última novela de Paasilinna, traducida por Anne Colin du Terrail, aunque vuelvo al stand argentino con la Correspondance entre Camus y Char; Romans, de Modiano y Tempête, de Le Clézio.
Camino a alguna entrevista o a los puestos de comida rápida, paso varias veces delante del stand de Anagrama. Como el dinosaurio de Monterroso, los libros todavía están ahí. También me cruzo con el libro de Paul Auster, que sigue resistiendo en el stand de Planeta. A su lado, descubro Mac y su contratiempo, de Vila-Matas, y le prometo rescatarlo de su soledad.
— Bertone, ojo con los libros — me dice mi tocayo, encargado del stand argentino, cuando me ve mirar con cariño algunos títulos de Ediciones De la Flor.
— Estoy mirando, nada más — me defiendo.
— Y yo te estoy mirando a vos.
— Es que son lindos libros — me cuenta Heidi, una de las azafatas de nuestro stand — . Hay cuatro cuentos infantiles que me gustan. Espero que no se los lleven, se los quiero regalar a mi hijo.
El que espera, desespera.
— ¿Me vas a decir que no te tienta ninguno? — le pregunto a mi tocayo.
— Sí, el último de Mariana Enriquez. Ya le pedí a la chica de Anagrama que me lo guarde.
Descubro a un señor hojeando un libro publicado por nuestra universidad: ISIS y el laberinto de Medio Oriente.
— Llévelo — le ofrezco en inglés.
El hombre me agradece con un gesto y se va contento.
A la salida, paso a buscar el libro de Vila-Matas y no encuentro la novela de Paul Auster. Para restablecer el orden cósmico me detengo en el stand de Anagrama, que está convenientemente vacío. Como quien no quiere la cosa, me agencio Nunca me abandones y El gigante enterrado, de Ishiguro; Chesil Beach y Sábado, de Ian McEwan, y El juego del revés, de Tabucchi. En ese momento, mi media docena de nuevos amigos me hacen ver algo evidente: si sigo sumando libros a mi patrimonio a este ritmo, no voy a poder cerrar la valija. Pero ya me estoy enviciando y no puedo volver atrás.
* * *
El stand es el lugar ideal para socializar y ponerse al día con los colegas. Me siento en la mesa de Ana, una agente literaria muy elegante que podría ser mi mamá. Me cuenta que viene a la feria hace 38 años consecutivos, y que lo que vio en su primera vez no se parece en nada a la que nos convoca este año. La sigo a medias mientras me habla de sus nietos, su marido y del viaje que está por hacer con él, hasta que recupera mi atención con una confidencia:
— Ayer estuve en una reunión de agentes. Me dijeron que se están robando libros desde el miércoles.
— Qué barbaridad — digo, poniendo mi mejor cara de indignado.
La poca culpa que me queda se disipa en un segundo: otros inauguraron la temporada de caza antes que yo.
Decido probar suerte en el stand de Finlandia. Quizás pueda encontrar la más reciente traducción al francés de Arto Paasilinna, que no trajo la gente de Gallimard. Una señora rubia de piel rojiza, llamada Haarala, se acerca para orientarme.
— No tenemos nada de Paasilinna — me responde sin dudar.
— Este año no está ni la foto — lamento.
— Es que hay que dejar lugar para los nuevos.
— Siempre hay que tener lugar para los clásicos.
Haarala se encoge de hombros y me despide con una sonrisa nórdica.
* * *
En el stand argentino me encuentro con Luis, que está haciendo tiempo entre dos reuniones.
— Vos te quedaste sin Auster y yo sin Paasilinna. Somos dos almas en pena — me solidarizo — . Pero en las ferias siempre hay revancha.
Veo que mi tocayo está libre. Aprovecho para hacerle una pregunta que tengo desde que llegué:
— Che, ¿qué pasa con todos estos libros? ¿Vuelven a Argentina?
— No, se donan a un instituto alemán. Cuando termina la feria, vienen con un camión y se los llevan. ¿Por?
— Para saber.
* * *
Vuelvo al stand argentino justo a tiempo para la recepción con vino y empanadas. Luis está hablando con un extranjero que no conozco. Al verme pasar, me llama para presentármelo:
— Él es Jussi, profesor de Estudios Culturales de la Universidad de Helsinki. Le conté que sos fanático de Arto…
— Paasilinna — lo ayudo — . Conocí en París a un compatriota suyo que me contó que lo leen en el colegio — le digo al finlandés.
— Sí, Jäniksen vuosi. El año de la liebre.
— Lo leí en francés. Lo tradujeron como La liebre de Vatanen. Me parece un maestro. No sabe cómo lamento que en Argentina no lo conozcan. Se consiguen algunos títulos en Anagrama.
— Arto saca un libro por año. Reino, el hermano, también es conocido. Es político y fue director de Yleisradio — me cuenta Jussi.
El finlandés llama a un compatriota suyo, que se acerca con una copa de tinto en la mano, y me lo presenta:
— Mi amigo conoce a Arto Paasilinna. Es su agente literario.
— Tengo entendido que no habla idiomas y que no le gusta estar fuera de su país — le digo.
— Es verdad. En los viajes siempre está borracho — me cuenta el agente.
— Tiene una casa en el campo con 7 saunas y maneja un tractor desnudo. ¡Es un campesino con cojones! — exclama Jussi.
* * *
La previa del campeonato de cosplay sucede lejos. Los adolescentes — y no tanto — pululan con sus disfraces por el patio central de la Feria, por sus interminables pasillos y escaleras mecánicas. En el pabellón internacional, donde se encuentra el stand argentino, se vive otro ambiente, casi una contracara de la fiesta civilizada que convoca a los locales: quedan expositores, pero los pasillos están vacíos y lo que prima es el silencio. El silencio y los libros. Los stands están prácticamente indefensos. Es el mejor momento para terminar la cosecha que emprendí tres días antes.
— ¿Vamos a recorrer la Feria? — me propone José, que llegó temprano.
— Dale. ¿Querés ir a algún stand en especial?
— No, a dar una vuelta.
Recorro patios y pasillos junto a mi compañero, que parece disfrutar de todo lo que ve. Yo sigo pensando en el stand colectivo de Francia. Poso junto a una hiena gigante y después nos hacemos fotografiar junto a Darth Vader y dos stormtroopers. En el stand colectivo de Italia decido probar suerte con dos de mis autores preferidos:
— ¿Tienen libros traducidos de Italo Calvino?
— No — nos responde una bella treintañera.
— ¿Y de Alessandro Baricco?
— Tampoco. Los libros son para nuestros clientes, pero les puedo ofrecer alguno de estos.
La mujer nos muestra una serie de ejemplares intrascendentes hasta que nos ofrece uno de tapas duras y fotografías en color que se destaca sobre el resto: la versión en italiano de 1001 rutas que hay que recorrer antes de morir, de Darryl Sleath. Lo hojeo con gusto, pero me disuade su peso: debe rondar los dos kilos. Se lo paso a José, que duda. Finalmente, se lo devolvemos y nos vamos con las manos vacías.
— Ese libro era muy pesado. Vas a ver que encontramos un montón — me consuela — . Yo de acá me llevo los regalos de Navidad.
— Yo estoy recontra pasado.
— ¿Por qué no te comprás un bolso barato? Esta tarde vamos a ese shopping que está en la peatonal y listo.
— No se me había ocurrido — le digo con alivio — . ¿Me acompañás al stand de Gallimard?
— Dale.
Al llegar, me llama la atención un cartel escrito a mano, en un francés desprovisto de retórica:
NO ROBEN LOS LIBROS. VAYAN A LA CAJA A PAGARLOS.
— Vamos, acá se acabó la fiesta.
— Son unos amargos — remata José.
Ya saliendo, meto en el morral Dame la mano, un policial de Charlotte Link que quizás le guste a mi esposa. Hago una escala en el último baño antes de la salida. Mientras me lavo las manos, recuerdo que el año pasado, frente a ese mismo espejo, vi a un Batman local retocándose el maquillaje alrededor de los ojos. Voy a extrañar la Feria.
En un puesto de discos usados de la entrada encuentro Serenity, de Stan Getz, y el volumen 2 de lo mejor del sello Verve. Pago los CD sin chistar. No hacerlo sería robar.
Octubre de 2017 — octubre de 2023