El hombre amable alimentará a sus animales antes de sentarse a comer o Altamira está en Bellas Artes
Artículo con motivo de la exposición Animales peligrosos
Por: Flavia Barrio Alvariño
Porque el destino de los seres humanos y el de los animales es el mismo; como mueren los unos, así mueren los otros. Todos ellos tienen el mismo aliento y los seres humanos no tienen ventaja sobre los animales.
Eclesiastés 3:19
¿Qué sucedería si la domesticación solo fuese uno más de los espejismos modernos; si el hombre en su afán antropocentrista hubiese olvidado que la bestialidad animal es tal, que le rebasa, y que las relaciones biológicas de poder no se quiebran por la simple motivación civilizadora? Serían indispensables, entonces, la perenne pleitesía, los gestos “caritativos y dadivosos” que travisten la por centurias infundada superioridad de lo antropomorfo con respecto a lo zoomorfo. En esa hipnosis evolucionista, en ese sueño de la razón que produce monstruos –y bestias–, el individuo omite que, visto en su condición más primaria, es, para su sorpresa y negativa, también animal.
Gracias a la crisis de civilidad sobrevenida a la vorágine cotidiana, los sujetos comienzan a recordar que la naturaleza no es, per se, benévola y que acechan animales peligrosos. De tal modo, como reza el proverbio hebreo, el hombre amable alimentará a sus animales antes de sentarse a comer, pero no tanto ya por ensalzar su lado compasivo y generoso. Más bien, necesita mantener satisfechas a las bestias para que jamás se reviertan contra el sacrosanto surtidor que le proporciona la fuente de subsistencia; lo que dicho en términos plausiblemente coloquiales equivale a no morder la mano que da de comer.
Así ha bregado Rafael Zarza durante más de cinco decenios. Con una dedicación cuasi monacal, las ha nutrido, cuidado. Ha contado y cantado sus avatares y sus quimeras. Ha dormido, cuando estas le complacen con el beneficio del descanso y el sosiego de retrotraerse por unos instantes de sus cavilaciones, y despertado junto a ellas. Se ha imbuido en su mundo y las ha traído al suyo. En fin, ha vivido en la más inexorable de las consagraciones por ellas. Deviene como ese intérprete de la zoosemiótica que, de pronto, tiene más que decir que lo que se desea escuchar. Sencillamente, él no ha invisibilizado ni ignorado nunca que los animales son, más que todo, animales peligrosos.
En un esfuerzo dicotómico, en el que el hombre patentiza sus facultades domesticadoras y los animales, su comportamiento indomable e invasivo, la peligrosidad animal coloniza y es colonizada en los predios del Museo Nacional de Bellas Artes. Así llega desde el 16 de noviembre del 2021 la exposición personal Animales peligrosos, del artista Rafael Zarza y con curaduría de la máster en ciencias Laura Arañó, al edificio de Arte Cubano. Esta se inaugura dentro del marco de las actividades en homenaje a este creador, a raíz de su reconocimiento con el Premio Nacional de Artes Plásticas 2020.
La muestra se configura a partir de 75 obras que diagraman el recorrido de Zarza por una multiplicidad de técnicas, formatos y manifestaciones. En ese sentido, se condensan más de cinco décadas de labor artística, que van desde fines de los 60´ hasta la actualidad. Grabado, dibujo, pintura, diseño gráfico, ensamblajes son solamente algunas de las gramáticas que se dan cita en esta sala, muchas de las cuales pertenecen a los fondos de la propia institución y se exhiben por vez primera.
Esa peligrosidad animal contenida en los lindes de la edificación ofrece la posibilidad de examinar prolegómenos, móviles, trasiegos, motivos formales y temáticos de una poética que, a pesar de conservar un sello estilístico inconfundible, se encuentra en constate reinvención y actualización.
Si bien la muestra ensalza la bestialidad animal en su máxima eclosión, dista del exhibicionismo de feria, del espectáculo exotista dispuesto en función de satisfacer las necesidades recreativas humanas. De esa manera, se articula la tesis que signa, a niveles de visualidad y conceptualización, dicha empresa curatorial. Esta estriba, en buena medida, en exponer a la bestia, al unísono y sin paradojismos, en sus estatus más nobles y salvajes. De ahí que no existan puntos de tangencia entre estas y los sujetos, puesto que constituyen de una misma naturaleza dos fisonomías, o en otro orden de enunciación, dos caras de una misma moneda.
La obra zarziana se descubre como ese fértil espacio donde lo irreverente, lo irascible, lo bizarro y lo nudo se palimpestan en un motivo que, más que un artilugio estilístico o un eje vertebrador de su discurso, deviene su creación misma: la temática taurina. Toros, vacas, bueyes, terneras: las turbaciones de Zarza pastan, mugen, rumian, sí; pero, fundamentalmente, antropomorfean, interpelan, increpan y refulgen desde la particularidad de la propuesta artística. Por ende, no se trata de la res en su estatus ganadero ni en su primaria constitución mamífera. Sus taurus están insuflados de la más vívida condición humana; padecen de una aguda suspicacia y una sustancial altivez, cual individuos de su tiempo.
Durante lustros, el ingenio creativo de Zarza peregrina dentro del universo taurino y bebe de él con la misma lozanía y afán con la que los antiguos habitantes esbozaron sus bestias en las paredes de Altamira. En ello reside una de las principales audacias de su autor: el hecho de casi que expoliar las potencialidades de este motivo iconográfico de forma ininterrumpida, sin menguar en los márgenes de lo reiterativo o anodino, ni banalizar o esquematizar su trabajo. De tal modo, este ostenta una de las visualidades mejor consolidadas y, a la vez, más originales de la escena plástica contemporánea cubana.
La temática erótica constituye otra de las grandes áreas por las que desanda la labor zarziana. Se trata del acercamiento desinhibido a las pulsiones sexuales, usualmente vedadas en la cultura occidental y reservadas para el ámbito de lo estrictamente privado. El artista se regodea en ellas, las publicita y les impregna un matiz lúdico, desenfadado, de fruición y un tanto salvaje. De ahí que resulten recurrentes escenas en las que la res aúpa su virilidad y manifiesta una hipertrofia de sus zonas erógenas. Esta hipérbole, muchas veces acompañada de una sustitución del aparato reproductor por objetos de consumo, se aprecia, por ejemplo, en la serie Tauromanía. Asimismo, se lanzan determinados guiños a la zoofilia: la bestia asume un rol activo, mientras que los sujetos femeninos se placen de estos atípicos encuentros. El hecho de que imbrique, en el mismo acto, bestias y humanos acentúa la concepción según la cual el deseo sexual es parte inextricable de la naturaleza animal y, por extensión, de la humana también.
No solo Eros cuenta con un subterfugio en la práctica creativa de Zarza, pues Tánatos ocupa un espacio privilegiado en sus piezas. Sexo y muerte –defunciones, laceraciones, ejecuciones– se disponen como dos de los instantes más intensos sobrevenidos a la condición animal –y humana en clave metafórica–. Con esa misma voracidad adjudicada a la acción sexual, se tiñen los momentos finales. Estos se recrean de forma descarnada, visceral, ácida y sardónica hasta cierto punto. Agarrotado en La Punta, La soga del ahorcado trae suerte y la serie Torturas resultan claros indicadores de que los tópicos fúnebres transversalizan su decurso artístico. La muerte, aunque no reductible a esto, es teatralidad, espectacularidad.
La representación de los individuos y su relación conflictual con el poder figura como cantera inagotable para el ejercicio creativo. De tal modo, se discursa sobre cualidades y estados psíquicos esencialmente antropomorfos como el autoritarismo, la egolatría, el fanatismo, la megalomanía, y los flagelos que estos suponen para el existir –concreción de dictaduras, sistemas despóticos, crueldad, absolutismo–. Se traen a colación personalidades tristemente célebres asociadas a la colonización del Nuevo Mundo, pasajes inspirados en los desmanes de la Inquisición y de regímenes fallidos. Emergen así algunas de sus producciones más conocidas y encomiables: los Taurorretrato, El gran fascista.
Los temas bíblicos también permean el universo artístico de Zarza, fundamentalmente, pasajes de la crucifixión. Ejemplo de ello es El Cristo de la fe cubana. Con obras como esta se subraya la idea de que la idiosincrasia y la cosmogonía populares locales devienen de sistemáticos procesos de sincretismo en los que, sobre todo, lo hispano y lo africano se hibridan. Lo taurino se sitúa como zona franca, punto de confluencia en el que se insertan los dos componentes más activos en la forja de la condición identitaria nacional: el hispano y el africano. Asociados a diferentes contextos, los toros resultan motivos axiomáticos para las culturas de ambas latitudes y, por transitividad, para la autóctona también.
La brutalidad que secunda a ese gran bestiario que es la obra zarziana no coarta la emergencia de una pericia técnica desplegada por una amalgama de manifestaciones. De tal suerte, se aprecia una magistral incursión por numerosos registros, soportes, escalas, que se sabe deudora de los saldos conquistados en los ámbitos del diseño gráfico y del collage. El artista hace, además, gala de su excelente oficio como pintor, dibujante y, especialmente, grabador –quehacer que usualmente queda un poco preterido y remanente en el mundo de las artes plásticas–. En ese sentido, la concepción museográfica de Animales peligrosos apuesta por el abordaje particularizado de estas prácticas artísticas. De ahí que se articule una especie de segmentación en la que el público puede examinar su desenvolvimiento por gramáticas disímiles, que transitan desde lo bidimensional hasta la tridimensionalidad.
Sus composiciones irrumpen en los campos de lo figurativo y se nutren de los caminos acendrados por el expresionismo, el pop-art, la estética publicitaria de mediados del pasado siglo. Todo ello, sin desestimar las potencialidades de esporádicas inmersiones dentro de las lógicas de lo kitsch, lo onírico y lo grotesco. Entre sus mayores méritos sobresale el temprano acercamiento a dinámicas tan taxativamente posmodernas como el pastiche y la parodia. Resueltamente expresiva, siniestra, perspicaz, fantasmagórica, cortante, cruda, cáustica e incisiva son algunos de los sintagmas a los que se puede suscribir la producción de este creador.
Contrario a la primera impresión, su bregar exhibe una vinculación con la realidad, con la historia, con lo cívico y con lo subjetivo que lo deslinda de la mera crónica, del documento o de la anodina pieza de ficción. En cuanto a las temáticas asumidas por este, destacan aquellas cultural o históricamente connotadas o con posibilidades de serlo. Recurrentemente, los pasajes, las personalidades, los períodos que ejercen un papel activo en la forja de los principios más ostensibles de las estructuras sociopolíticas y del sistema de valores de la comunidad fungen como el espectro temático esencial de su poética. Asimismo, es capaz de hallar ese tono sugerente, excelso, de trascendencia en sujetos y objetos emanados de la cotidianeidad. De ahí la fuerte dosis de contemporaneidad y la elocuente capacidad para discursar sobre el presente nacional que se identifican en su creación, amén de mantenerse fiel a su imaginario transhistórico.
Todo ello le otorga a la labor de este autor una considerable cuota de inmediatez, verismo y le ofrece la posibilidad de mixturar, en un producto de excelente factura, el disfrute estético con el análisis del momento histórico. Sin embargo, quizás, el atributo más revelador es el modo en que a través del motivo taurino se canaliza el cuerpo plural y sus múltiples instancias psicológicas: las masas, el amante, el tirano, el líder, el héroe, la víctima, el devoto, el consumidor. La res de Zarza constituye un ente en el que se nuclean el sentir, las pasiones y las vejaciones humanas.
¿Proseguirá la humanidad, sin humanismo, beneficiándose del estigma de la peligrosidad animal para disponer a su libre albedrío y ocultar su propia depravación o, por el contrario, el universo animal hará constar su superioridad numérica y consiguiente hegemonía? Mientras tanto, Zarza continuará amansando su bestiario, cultivando su tauromaquia y tomando al toro por los cuernos para que los espectadores vivan sin sobresaltos.
Todo ello sucederá hasta que sobrevenga la inflexión, el punto en el que no resulte posible contener ni contentar la bestialidad animal. Entonces, en ese momento, las reses se percatarán de que Altamira está demasiado lejos y que pastar en el anonimato no les sienta bien. Ese día llegó. Ahora Altamira está en Bellas Artes, pero solo hasta que los taurus de Zarza coincidan en que naturaleza animal es nómada y salvaje, y decidan enrumbarse hacia otro lugar. Así, únicamente resta disfrutar de ese acercamiento voyeurista, mirada fisgona mediante la que su creador rapta al receptor hacia el reino quinto –el reino animal–; siempre acudiendo a la pertinaz misión de alimentar a las bestias antes de ir a comer, para que en su cándida satisfacción no recuerden que son, más que todo, animales peligrosos.