El más viejo en La Habana Vieja
Por: Martín Bertone
— ¡Profe!
Unos alumnos míos me encuentran frente al Capitolio mientras lucho con el ángulo y la luz para lograr una selfie digna. Están Ronny, Patricia y Liz Belkys, de República Dominicana; José, de Belice; y Lysi, la única habanera.
— ¿Cómo vinieron? — les pregunto, consciente de la escasez de combustible.
— Nos trajo la madre de Lysi en su carro — me cuenta Ronny.
— Yo voy a ser su guía. ¿Quiere venir con nosotros? — me invita Lysi.
Acepto sin dudar. Me alegra no tener que pasar la tarde recorriendo solo La Habana Vieja. Caminar por sus calles implica exponerse a los clichés turísticos y a precios prohibitivos para la población local, pero me viene bien refrescar la memoria después de 13 años, cuando vine de luna de miel.
En una esquina, Patricia se pone a cantar y a bailar con unos músicos, que le prestan unas maracas y la adoptan durante un par de canciones. Después, entramos a una librería, en la que abundan libros de Fidel, de Martí y ediciones pirata de Padura. Me llevo una edición local de Trilogía sucia de La Habana, de Pedro Juan Gutiérrez. El libro cuesta un tercio del sueldo promedio de un cubano, pero la mitad de lo que me saldría la edición de Anagrama en Mercado Libre.
— Profe, ¿una cerveza? — me ofrece Patricia.
Acepto para no ser descortés, sabiendo que se va a entibiar antes de que la termine. Unas cuadras más tarde, un muchacho sonriente se nos acerca para ofrecernos habanos.
— No fumo, pero me encantan las putas — le dice José haciéndose el gracioso frente a sus compañeras, que lo miran con asco — . Si hay putas, ahí voy.
El cazaturistas no hace ninguna contraoferta, cosa que me sorprende.
— Profe, ¿usted dónde está alojado? — me pregunta José como si no hubiera derrapado.
— En El Vedado, a una cuadra y media de donde tenemos clase. ¿Por qué?
— Porque le podría mandar unas putas a su apartamento — dice casi a los gritos.
— No, gracias.
Ya no me deslumbran los Cadillacs de colores chillones ni los cocotaxis. Sin embargo, no me avergüenza actualizar mi foto con la estatua de mi querido Hemingway en El Floridita.
Cuando estamos terminando de almorzar en el Hotel Inglaterra, frente al Parque Central, se nos suman otras dos alumnas: Nathalie, mulata de La Habana, y Anniabetsy, de Santa Clara. Gracias a la UNESCO, a la Agencia Suiza para el Desarrollo y la Cooperación y a Aurelia Ediciones somos cuatro países en una mesa. Me siento un privilegiado. Desde la cabecera saco una foto para recordarlos como los veo y los siento: unos talentosos jóvenes caribeños pasándola bien.
— Profe, tómese una chela — me impone José unas cuadras más tarde.
Acepto resignado otra lata con temperatura en rápido ascenso. De pronto, escucho a mis espaldas un llanto desconsolado. Es Anniabetsy.
— ¿Qué pasó, te robaron? — le pregunto por reflejo.
Niega con la cabeza, sin poder hablar. Cuando recupera el aliento, nos cuenta que un chiquito le pidió comida y que eso la desarmó.
— En Santa Clara estas cosas no pasan — le explica a Nathalie — . Soy madre, tú no entiendes.
— No soy madre, pero te entiendo. No todo es lo que parece. A veces los niños se aprovechan, porque sus madres los entrenan para pedir dinero.
Las palabras de Nathalie surten efecto. Al rato, Anniabetsy está sonriendo de nuevo.
Entramos a una feria, tomamos un helado, nos sacamos fotos. Patricia se detiene en otra esquina para ponerse a cantar con unos mariachis, Liz Belkys suelta su bolso en cualquier lado y corre a posar con el Caballero de París, Lysi cumple con su promesa de guiarnos por calles y plazas. Me siento cómodo en un segundo plano, la tarde es de ellos.
En nuestro recorrido esquivo a una docena de cazadores de comensales. Mientras espero a que nos alcancen algunos rezagados, me encara uno más:
— ¿Hablas español?
— Sí — respondo resignado.
— ¿Quieres almorzar?
— Ya almorcé, gracias.
— ¿Mota?
— No, gracias.
— ¿Y una mulata con el cabello como cable telefónico, para que se lo jales y digas: “Hello!”?
— ¿Cómo sabés que no prefiero un mulato? — lo provoco.
— Porque no pareces uno de esos. Pero si quieres, conozco a un muchacho que se llama Manolete — me retruca riendo.
— Tampoco, gracias.
Camino a la Plaza de las Palomas, cruzamos a tres monjes franciscanos. Liz Belkys, que es evangélica, los saluda:
— Bendecidas tardes.
Si bien posé varias veces a pedido del grupo, solo pedí la foto de Hemingway. Por eso, cuando veo una enorme bandera de Cuba que cuelga en medio de la calle, me animo a pedirle a Patricia, a esta altura la fotógrafa oficial, que me retrate. Basta que uno quiera fotografiar una bandera para que la brisa se despierte, pero lo logramos al cuarto intento. Por esa misma cuadra vemos venir a un hombre blanco de unos cuarenta años junto a una mulata de no más de veinticinco. Nathalie me confirma con un gesto algo que no es difícil deducir: son un turista y una jinetera.
— Es el contraste — digo, por decir algo.
En un momento, la sed de todos se hace notoria. Además, algunas de las chicas quieren ir al baño, así que entran en el primer bar que encontramos. Yo encaro al mozo que está haciendo nada en la puerta, con una bandeja bajo el brazo:
— ¿Nos podría vender agua en botella?
— ¿Cuántas necesitan?
— Somos ocho.
— Es mucho — me responde — . Voy a preguntar.
El mozo vuelve para decirme que solo nos puede vender cinco botellas.
— ¿Por qué?
— Tenemos que tener para los clientes — dice señalando con su mano libre tres mesas en la vereda, de las que solo una está ocupada.
Mientras compartimos el agua, Ronny se me acerca con una bolsa, que abre con una amplia sonrisa:
— Profe, elija uno.
Son llaveros de recuerdo. Elijo un barrilito con el logo de Havana Club.
Caminamos por el Malecón para acompañar a los que se vuelven en el auto de la mamá de Lysi. Anniabetsy, se queja del dolor de pies:
— Si hubiera sabido que íbamos a caminar tanto, no los acompañaba. ¿Podemos sentarnos un rato?
Nos posamos en un banco de piedra de la Plaza de Armas, donde años atrás compré dos novelas de Miguel de Carrión y el diario del Che en Bolivia. Hablamos de la inflación en nuestros países, de la escasez de combustible en la isla y de cómo la pandemia afectó profundamente el turismo, su principal sostén económico. Pienso en una frase que Manuel, otro de mis alumnos, le atribuyó a Padura: “En Cuba todos comen, pero nadie come lo que quiere comer”.
A unos metros de nosotros, un hombre de gorra nos escucha y asiente. No sé si es un borracho, un curioso o un agente de Seguridad del Estado, como el “oyente” que aparece día por medio en mis talleres, pero a las chicas no parece importarles.
— ¿Están como en el Período Especial? — me atrevo a preguntar.
— O peor — suspira Anniabetsy.
Nathalie no la contradice y agrega:
— Todos mis amigos emigraron.
— ¿Y por qué no te fuiste vos también?
— Porque trabajo con cultura, y la cultura está aquí.
Después de comer unas porciones de pizza al paso con Nathalie, Anniabetsy, que también tiene que volver a El Vedado, me propone que tomemos un carro frente al Capitolio.
— ¿Un carro?
— Un taxi compartido.
Mientras esperamos en una esquina, me advierte:
— Profe, no hable, que se van a dar cuenta de que no es de aquí. Déjeme hablar a mí.
Anniabetsy detiene un Lada, cuya rusticidad soviética compartimos con dos mujeres que van para el mismo lado.
— Deme cien pesos — me susurra.
El taxi que me llevó de Paseo al Capitolio unas horas antes me costó diez veces más. Mientras dejamos atrás La Habana Vieja, tengo sentimientos encontrados: me entristece confirmar mis intuiciones, pero me agrada haber vuelto a ser alumno.
La Habana-Buenos Aires, mayo de 2023