El pasillo

La Jeringa
12 min readOct 3, 2023

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Por: Agustín Enrique Ortiz Montalvo

Ilustra: Javier Vila

Hay quienes consideran a la literatura una suerte de dimensión paralela. Pienso en Dostoievski confinado en la Siberia: desde la frialdad del analista, ese periodo significó años perdidos; sin embargo, en la mente del genio poético, en el plano literario, no cabe duda de que fueron días provechosos. Digamos entonces que un conjunto de párrafos en Rusia y Cuba refleja, a veces, esas ganas de escapar que padecemos, y existe detrás de la voz del narrador un lugar que se construye con el doble sentido de las palabras.

Una novela como Hombres sin mujer, por ejemplo, es algo un poco diferente. No creo que Carlos Montenegro haya querido reiniciar el viaje hacia la celda, sino que pretendió mostrarnos el régimen carcelario de aquel entonces, denunciar ese entramado social tan complejo. En todo caso, me imagino que las letras nos alumbren el camino hacia la libertad, hacia esa posibilidad que tuvo el escritor cubano de realizar su proyecto de escritura una vez libre. Ahora, pervive en nuestra psiquis, una verdad esencialmente humana que rezuma en las páginas de ese clásico de nuestra literatura: el sexo es una cuestión raigal en la naturaleza del hombre. ¿Acaso se puede escapar de esa sensación en la entrepierna?

A ver si, con mis escasos conocimientos de arquitectura, me gano algún voto de los filólogos: concluyo que un texto literario es un pasillo, que conecta el principio con el patio de la casa — la historia, de más está decirlo. Al menos es así en este chalet de Luyanó que nos prestaron.

Cuando mis padres y yo llegamos aquí tuvimos que limpiar todo el lugar. Los vecinos arrojaban desde nylons viejos hasta cajas de planchaos y pomos vacíos. Recuerdo que en el comienzo del pasillo, sellado por una tapia que da para la calle, había una pequeña montaña de fango, donde se acumulaban miles de mosquitos. Esa vez que echamos agua, se levantó una especie de enjambre que amenazaba con picarnos. Los días siguientes tuvimos una estancia agradable y sabíamos que ese estrecho sendero, ubicado al costado de la casa, estaba listo para convertirse en el corredor de una brisa que podía hacernos la vida mejor.

La primera vez que caminé desde el fondo de la casa hasta los frentes, me acerqué a la tapia y miré para la calle por un hueco diminuto a la altura del pecho. Entonces apareció el rostro de ella en mi campo visual. Era una vecina que no conocía. Aunque se parecía mucho a una señora cariñosa que me saludó a los dos días de habernos instalado en el barrio.

Una muchacha delgada, que tenía los ojos lindos y una sonrisa sincera. En otras ocasiones la vi, haciéndole la visita a los que vivían al lado, y se fue volviendo familiar para mí. Unas veces me parecía más gordita, con más carnes; en otras, era flaca casi famélica. Creo que, desde el inicio, nos mirábamos de una manera diferente. Por alguna razón no encontramos la forma de hablarnos, si bien yo iba mejorando mi relación con su mamá.

Me daba la impresión de que le caía bien (semanas después, una vecina confirmó mi suposición). Pero seguía sin encontrar la forma de entrarle y apareció la pandemia y nos encerraron a todos en las casas. Ya no la veía muy a menudo. La existencia se desplazó de los centros de trabajo, los bares y los teatros hacia las redes y, por esos días, en vez de hablar, solo se podía chatear o realizar conversaciones entrecortadas a través de audios por WhatsApp.

La vida hay que cogerla como venga, y aprovechar los medios que tenemos en cada contexto, es así que, a partir de la amistad con terceros, ella y yo nos hicimos amigos en Facebook. Entonces, esta muchacha comenzó a darle like a los poemas que he publicado y yo me interesé por saber dónde trabajaba, entre otras cosas. Por ejemplo, quizás como una manera de hacerme saber de modo simple que ocupaba un puesto en el Museo Nacional de Bellas Artes, compartió el retrato de Lezama Lima que hizo Arche. “A mí verdaderamente me parece sublime el que hizo de Martí”, le dije, y de esta manera encontré el comienzo de un diálogo por Messenger.

Como siempre la vida está llena de casualidades, por esos días estaba leyendo un estudio que escribió Guy Pérez Cisneros sobre la pintura cubana del siglo XIX y una amiga me había prestado la autobiografía de Marcelo Pogolotti, Del barro y las voces. Otro punto que podía sostener en mi intercambio con ella es que en la universidad, durante la visita que hicimos al Museo en un turno de Estudios Cubanos, me llamó mucho la atención la obra de Marcelo. Todavía me parece que sus cuadros tienen una elocuencia imperecedera. Y su manera de dibujar, mostrándonos como muñecos que avanzamos por un sendero largo, sin rasgos faciales distintivos, hacia la moledora de hombres…Ella me dijo que le gustaba Portocarrero y también Lam. De este último tengo un catálogo, comentó.

Yo agregué que sobre Lam solo había leído la biografía que conformó Antonio Núñez Jiménez. Cuando ella me prestó un catálogo sobre la obra del chino mulato de origen cubano, que recorrió Europa, cuyo cuadro La Jungla llegó hasta el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y del blancucino de ascendencia piamontés e inglesa, que estudió en Estados Unidos y vivió en Europa para asentarse posteriormente en Cuba y pasar parte de sus últimos años en México; fue la primera vez que me invitó a viajar. A esas alturas, yo sentía un cariño especial por ella y, una que otra noche, cuando me sentaba como El intelectual a recorrer las páginas de una selección excelsa de las artes plásticas de mi país, la imaginaba conmigo, riendo y aliviando mi soledad. En ese momento experimentaba una erección descontrolada, de modo que estaba claro que ella me gustaba.

Muchas veces pensé en decírselo por Messenger (de todas formas, un rechazo digital, sin que nadie se enterara, no dolería tanto). O aprovechar cuando nos encontráramos en la panadería y confesarle mis deseos, pero temía que no tuviéramos la intimidad suficiente y que ella, por pena, me rechazara. Lo otro es que no sabía si tenía novio o marido, o si estaba soltera. Y una tercera cuestión era la impredecible reacción de su mamá. Hasta ese momento le caía bien, mas, cuando comenzara a tener un romance con su hija, algo que podía no llegar a nada, a lo mejor la señora cambiaba conmigo.

Una tarde yo regresaba cansado del trabajo y, al pasar por los frentes de su casa, saludé a la mamá de mi vecina. Ella me llamó para que me acercara, yo estaba loco por llegar. Estaba en tragos, me convencí de ello por su aliento y porque apenas entendía lo que decía. Del garaje donde suele guardar carros y motos (esa es la pincha que le asegura algo de dinero), iban saliendo un puro y un joven, cuando ella señaló a uno de ellos y me dijo: Tú ves a ese muchacho, ese fue el primer marido de mi hija menor…Se lo he dicho siempre, que pa’ salir de este portal, tiene que ser casada de boda…Y de esa reja para adentro, nadie. Es así, le dije, por decir algo y quedar bien. Ando cargao, agregué, para que me dejara avanzar hasta la casa. Por el camino, iba sospechando si la señora se había dado cuenta de mis intenciones.

Pero lo que verdaderamente me importaba, más allá de todo, era la mirada de su hija, desde la sala, mientras se mecía en un sillón: algo apuntaba a que ella estaba esperando my approach.

Una noche que mis padres ya dormían, me tiré de la cama, irremediablemente desvelado. Todas las luces de la casa estaban apagadas, solo la del baño permanecía encendida, y guiado por no sé cuál instinto salí para el patio. Hacia la derecha, detrás de la tapa de la cisterna, iniciaba el camino del pasillo. No tenía mucho sentido meterme ahí en medio de la oscuridad pero avancé y, tras unos minutos, logré posicionarme en el centro del sendero. Mis pies se iban solos hasta una puerta rara que estaba donde debía aparecer la tapia como barrera arquitectónica, indicando el final del viaje. Atravesé el umbral de la puerta y entré en una habitación en penumbras. Sobre la cama, descansaba una joven. Las luces de la lámpara me permitieron distinguir un escaparate grande en un costado, encima del cual reposaba un bulto de libros. Por un extraño sortilegio, ¡estaba en su cuarto! Recuerdo cuando conversamos y me dijo que tenía otros títulos en su casa y que podía pasar a revisarlos cuando terminara con los catálogos de Pogolotti y Lam. En esa ocasión le pregunté si tenía literatura como tal. Y ella me respondió que había de todo, que yo revisara y cogiera lo que me gustaba.

Pensando en esa frase, confirmé que era ella la que dormía, envuelta en la sábana, sobre la cama. Me entraron unas ganas tremendas de apretarle una nalga empinada que parecía el comienzo de una cadena montañosa, pero me contuve. La miré una y otra vez: la silueta de su cuerpo definida a través de líneas en el plano de la tela, cuyo color era imperceptible en ese entorno de poca luz. Si chiflaba, despertaba a todo el mundo en la casa. Me acerqué y le susurré al oído: Amor, soy yo. Nada. Se movió un poco, mas no abría los ojos. Entonces probé con el estribillo de una canción: A follankele, a follankele, no es obligao…Me separé un poco de la cama cuando fue abriendo los ojos lentamente, y se le dibujó una sonrisa en los labios. ¿Qué tú haces aquí?, me preguntó. No me vas a creer, le contesté. ¿¡Tú estás loco!?…si mi mamá te coge…. ¿Qué hora es? Eso no importa, le dije. Hace rato estoy por decirte… ¡Qué bueno que te decidiste!, me interrumpió, estaba al cansarme de esperar. Entonces me metí en la cama de un salto. Ella no se alarmó, por el contrario, me recibió con un beso. Y solo voy a decir que debajo de su sábana el mundo era mucho más cálido, esa temperatura debe tener la felicidad, y que ella fue una experiencia mucho mejor que como había imaginado, a nivel físico y emocional.

— ¿Cómo la pasaste? — me preguntó, antes de irme.

— Genial — le contesté — hay que repetir.

— ¡Estás loco! ¿Cómo vas a hacer para entrar?

— No te preocupes por eso…

— No es eso lo que me preocupa…tengo pareja.

— ¿Cómo es eso?…no lo he visto por el barrio.

— Está en un centro de aislamiento.

— ¿Está enfermo?

— No, es médico.

— Solo tímbrame cuando pueda venir, ¿está bien?

— No lo hagamos tan a menudo…

— Es que me entran unas ganas…

— A mí también…pero que sean dos veces a la semana… ¿está bien?

— Perfecto.

Cerré la puerta y regresé por el pasillo hasta el patio de la casa. Al otro día, era un hombre nuevo. Ella y yo repetimos lo acordado durante dos semanas. Y en esas cuatro ocasiones fui feliz. La cuarta vez, ella me dijo, con los ojos llenos de brillo, que después de que yo me iba se quedaba pensando en mí, apareciendo de nuevo en el borde de su cama, con el estribillo pegajoso de una canción de reguetón. Se reía lindo. Ya nuestros cuerpos se estaban sincronizando y disfrutábamos mucho pasar la noche juntos.

La semana siguiente chateamos (no manteníamos relación en público para no levantar sospechas) y me dijo que tenía que cuidar la casa de su tío, en Playa. ¿Estás sola allá?, le pregunté. Qué cosas se te ocurren, exclamó.

Hablé con uno de mis buenos amigos y me prestó una bicicleta. El sillín era lo peor: otros días había ido de Luyanó a La Habana Vieja a buscar unos mandaos y tenía que parar por el camino para no perder un testículo, o aliviar la molestia allá atrás. Pero eso no era obstáculo para un hombre decidido. La determinación estampada en mi frente, en este caso particular, me hacía recordar la frase de los viejos en Bayamo cuando decían que hay cosas que halan más que una carreta de bueyes.

Además, no había otro camino. Toque de queda por la pandemia: no se podía salir de la casa después de la siete. Yo solo había tenido la experiencia mágica a altas horas de la noche. Ahora, bien se sabe, la magia tiene límites. Me convencí de que una cosa era entrar por el pasillo y aparecer en el cuarto de mi amante, dos casas después; y otra, bien distinta, era pretender teletransportarse de Luyanó a Playa. Entonces busqué la bicicleta en casa de mi amigo y, a eso de las cinco y pico, cuando cayó un poco el sol, me lancé a la aventura de “pedalear La Habana”.

La bici no tenía frenos: otro problema. Así que a veces tenía que bajarme y caminar, por ejemplo, en la loma de 26, para evitar accidentarme más adelante. Me detuve a contemplar los bellos venados de Rita Longa en el Zoológico: de ellos tenía un recuerdo vago de la infancia. Poco a poco fui avanzando. Pude observar mejor, por esa avenida, el cementerio chino que hay cerca de la calle que baja para la Necrópolis de Colón. A los cuarenta minutos, iba empapao en sudor y ya no sabía cómo acomodar las nalgas sobre el sillín. Mas, solo enfocado en el objetivo, se puede alcanzar la meta.

Cuando llegué a la dirección que ella me indicó, me esperaba abajo, con la triste noticia de que tenía que subir la bicicleta hasta el cuarto piso. Una vez arriba, ella no sabía si darme agua o exprimir mi pullover, o ponerme el ventilador, o decirme que me bañara, que así no íbamos a hacer nada. Muy fresca ella. Como si en vez de haber pedaleado tanto por llegar hasta allá, hubiese decidido correr unas pistas a unas cuadras de allí, en el estadio Pedro Marrero, para “caer atlético en sus brazos”.

Descansé y luego el encuentro fue todavía mejor que los anteriores. Me pasaba como si ella fuera una mujer diferente cada noche. Y si acaso puedo sostener un recuerdo es la conjugación del sonido de sus gemidos, la expresión de su rostro y las medidas de su cuerpo.

Nos despedimos con un beso. ¿El jueves vienes?, me preguntó. Sí, espérame sobre las siete, sin falta. Dicen que el regreso siempre es más fácil. Pero la verdad ese viaje en bicicleta era un fastidio en cualquier sentido.

El jueves volví. Me lancé por la lomita de 23, sobrepasando el puente del río Almendares. Hay unas alcantarillas que, si te traban las gomas, es probable que te jodas en un momentico. Quizás hasta el agua no pares. En esa ocasión la visité con una botella de vino rosado (Azotea, español). Me dijo que conocerme y hacer las cosas que llevábamos haciendo por unos días había sido una experiencia linda en su vida. ¿Cuando vuelves para tu casa?, le pregunté. La semana que viene, me dijo. Nos vemos. Espérate, no te vayas, entonces me agarró por el cuello y nos revolcamos en la cama.

Salí al mediodía de la casa de su tío. La verdad me chocó un poco que fuera tan pegajosa y recuerdo que me fui de allí pensando en otra mujer. No es que fuera una en específico, no es que supiera de quién se trataba o sus características físicas. Supongo que era algo diferente el modelo que tenía en mente, algo tan estúpido como la mujer con la que imaginas que serías feliz…la cosa es que no era el rostro de la hija de mi vecina, precisamente, el que veía aparecer ante mí durante el tiempo que duró el viaje de vuelta hasta Luyanó. Estas ideas desaparecieron cuando paré por la Ciudad Deportiva, y caí en la cuenta de que no se puede andar en la bobería mientras transitas por una avenida tan concurrida como Vía Blanca, e incluso me cuestioné cómo había ido a parar tan lejos, ¡cuánto me quedaba por pedalear!

Llegué a la casa y me repuse. Pasó un rato y la promesa de la cita por cumplir, reapareció en mi cabeza.

El martes de esta semana estuve todo el día esperando su mensaje, pero no me escribió. Por unas horas me quedé desconcertado; se fue el día. Después llegó el jueves y tampoco chateamos y arribé a la conclusión de que ya no pensaba en ella como antes.

Ayer viernes, en la tarde, salí con la intención de ir a la panadería. Eran cerca de las cuatro y, al pasar por el frente de la casa de mis vecinos, afuera estaba la señora y su hija, y un tipo de unos treinta años con una bata blanca como un coco. Cuando saludé a la vieja, ella me llamó hasta donde ellos estaban y me presentó: Mira, este el vecino nuevo que vive por aquel pasillo, allá atrás, con sus padres, le dijo a él. El doctor estiró el brazo y chocó su puño sólido contra el mío, que avanzó en el aire con desgano. Este es el marido de mi hija, añadió la señora. Ah ya, contesté.

Ella apenas me miró, e hizo una mueca con la boca para simular que me estaba saludando, como corresponde en la atención a un vecino común y corriente, que se mudó hace poco.

Reinaba un silencio incómodo cuando les dije: Bueno, voy a buscar pan. Hasta luego.

Nos vemos, mijo, se despidió la señora…

Entonces seguí caminando. Qué otra cosa podía hacer.

(04/10/20)

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