El Trotcha que perdimos
Por: Juglar Habanero
Cuando El Cerro comenzaba a perder su popularidad entre los latifundistas estirados y las marquesas viudas, un catalán que respondía al nombre de Buenaventura Trotcha, uno de esos tantos emigrados al uso que llegaron a Cuba con la cabeza llena de sueños y los bolsillos vacíos, tuvo la más que acertada visión de construirse una pequeña residencia cercana al mar, en una zona que, por aquella época — finales del siglo XIX, cuando aún se libraban batallas en los campos de Cuba en pos de la independencia — , nadie podría haber previsto la fama que alcanzaría entre los <<generales y doctores>> que Loveira retrató en su afamada novela. La construcción, emplazada en la actual Calzada entre Paseo y calle 2, tierras pertenecientes a la Barriada del Camelo y que Trotcha le compró al entonces conde de Pozos Dulces, se terminó en 1883.
El edificio, rodeado por un jardín — tal y como estipulaban las regulaciones urbanísticas que, en un principio, se tenían por inviolables en El Vedado — , tenía 16 metros de frente y 40 metros de fondo, con un techo a dos aguas y un estilo a caballo entre la severidad del neoclásico y la ductilidad del ecléctico. Las agradables condiciones de su ubicación instaron a Trotcha a convertir esa residencia en un salón, bautizado con su apellido, donde sus vecinos y todos aquellos que llegaban del no tan lejano y bullicioso centro de La Habana pudieran degustar los mejores platillos criollos, españoles y franceses de la ciudad. El éxito que cosechó fue tan grande que pocos años después, en 1893, pudo permitirse ampliar su salón con una nave de madera de tres amplísimos pisos, cada uno con habitaciones independientes. El Hotel Trotcha se inauguró y poco tardó en volverse el favorito de las familias habaneras más ricas, sobre todo para los recién casados, cuando aún no se estilaba, ni siquiera en las élites cubanas, eso de pasar la luna de miel en París o en Florencia. Personajes encumbrados como Orestes Ferrara, quien fuera dueño de la Dolce Dimora (hoy Museo Napoleónico); María Luisa Gomez Mena, condesa de Revilla de Camargo y antigua dueña de la mansión que alberga el Museo de Artes Decorativas de La Habana; y Mina Pérez Chaumont, socialité habanera que tenía su mansión en los terrenos que hoy ocupa el cabaré Tropicana, son solo algunos de los huéspedes que pasaron con sus respectivos cónyuges sus primeras noches de intimidad bajo los techos del Trotcha.
Durante la ocupación norteamericana, el Hotel Trotcha, elegido por las autoridades del ejército como <<uno de los edificios más saludables de La Habana>> — recordemos que las condiciones sanitarias de nuestra ciudad no eran las mejores cuando finalizó la guerra — , fue arrendado y designado cuartel general por la Comisión que se encargó del desalojo de las tropas españolas de territorio cubano. Curiosamente, se le tuvo como el primer edificio público de La Habana donde ondeó, al final de la guerra hispanoamericana, la bandera de los Estados Unidos, hasta que la Comisión se trasladó en 1901 al Palacio de los Capitanes Generales.
De los interventores, don Ventura — como llamaban cariñosamente a Trotcha sus allegados — contó una anécdota curiosa: poco después de que la Comisión de Evacuación ocupase su hotel, los integrantes de esta le solicitaron que cambiase, para mejor desenvolvimiento de su trabajo, las luces de gas por una instalación eléctrica. La petición, por supuesto, corrió del bolsillo de Trotcha, y no había pasado tres días cuando el Cuartel maestre de la Comisión le dio a firmar un vaucher por valor de dos mil pesos con los que <<pretendían>> llevar a cabo una fastuosa reforma del hotel. Demás está decir que don Ventura murió sin ver realizadas tales reformas.
Otra anécdota es la que habla de la gran Bernhardt y su romance con Luis Mazzantini, el <<Señorito Loco>>. La primera: una actriz francesa consagrada, una diosa que decidió entronar con su presencia los teatros principales de Cuba en el año 1887; el segundo: un matador español muy popular en la Plaza de Toros de La Habana. El Hotel Trotcha les sirvió como un <<nidito>> apartado de los aristócratas que pululaban La Habana, ansiando ser los primeros en halagar a la diva con joyas y comilonas. Nuestra Dulce María recordaría la impresión que le causó ver, por primera vez, la por entonces inusual y bien temida luz eléctrica en dos bombillos mandados a instalar por Trotcha en la entrada del hotel, y, en sus memorias, Reneé Méndez Capote evocaría sus jardines y los cocodrilos que, al parecer, albergaban para el entretenimiento de sus huéspedes.
La Gran Depresión y los estragos del machadato en la economía cubana propiciaron el ocaso del Hotel Trotcha, primero como una casa de huéspedes y, al triunfo de la Revolución, como un edificio multifamiliar. Un incendio en 1986 consumió casi toda la estructura del que fuera uno de los supervivientes del <<Vedado primitivo>>, ese que fue anterior a la llegada de los <<multimillonarios relámpago>> que tanto despreció Méndez Capote en sus memorias. Lo único que quedó fue el frontón neoclásico, que resistiría otros treinta años a la espera de un proyecto de restauración que nunca llegó. Un ciclón derribó los últimos vestigios del hotel, y toda posibilidad de verlo resurgir de los escombros quedó solo en un anhelo. No nos quitaron al Trotcha, nos lo dejamos quitar.