Elogio de los rulos
Por: Martín H. Bertone
Para Maru y Lara, mis dos musas.
En mi vida contemplé diferentes tipos de rulos: naturales y fabricados, compactos y aireados, podados y frondosos, discretos e incendiarios. Quizás sea por su condición sinuosa, quizás por las imágenes que me traen –una bandeja de fusilli, un sauce que ríe, una asamblea de resortes, una nube cargada de lluvia–, las cabelleras enruladas siempre me llamaron la atención. Sin embargo, no me volví consciente de mi preferencia capilar hasta que, una noche, una tía me dijo:
— Siempre te gustaron los rulos.
Su observación fue muy inoportuna –la hizo delante de Maru– pero no por eso menos cierta. De hecho, fue gracias a sus inconfundibles tirabuzones castaños que la reconocí, de espaldas, ocho años después de haber cursado con ella. Semanas después de ese encuentro fortuito que derivó en noviazgo, Maru me advirtió:
— Mi pelo no se toca.
Me explicó que, si lo hacía, le iba a desarmar los rulos. Lamenté la prohibición, porque tenía ante mí un follaje perfumado que sabía esponjoso, pero accedí. Aunque puse una condición:
— Prométeme que nunca te lo vas a planchar.
Con el tiempo, ambos cedimos: ella me deja tocarle la cabeza y yo no puse mala cara cuando decidió plancharse el flequillo el día en que su papá la acompañó hasta el altar. Y si algún día se le ocurre alisar mi paisaje preferido, no me voy a oponer, siempre y cuando no se trate del temible shock de queratina.
Por experiencias previas, sabía de las cremas para peinar, pero mi conocimiento del tema se agotaba ahí. Al lado de Maru aprendí que no cualquier peluquero entiende la complejidad de los rulos y que no hay que peinarlos en seco, salvo que se tenga vocación de arbusto o de león.
Una vez, me dejó mirar lo que hace antes de salir de la ducha: se moldea el pelo con las manos como si expandiera y contrajese el fuelle de un bandoneón vertical. Fue música para mis ojos.
Soy de la vieja escuela. Los días de frío, me seco el pelo — con leves ondas, es decir intrascendente — con toalla. Maru, en cambio, empuña un secador de pelo imponente como una pistola retrofuturista. Cuando se apunta a la cabeza, parece que quisiera suicidarse por derretimiento. Nunca me quedo a ver el proceso, por miedo a que me alcancen sus rayos ensordecedores.
Ante la inminencia de este homenaje, Maru me habló de un accesorio que yo conocía de vista, pero cuyo nombre y uso exacto desconocía: el difusor. Le pregunté si se apoyaba la flor de aire caliente sobre el cuero cabelludo por zonas y me miró sorprendida:
— ¡No! Con esto me armo los rulos.
Por lo visto, a la magia hay que ayudarla.
Hace unos días, me trajo a Lara recién bañada para que la viera. La querubina lucía unos rulitos perfectamente armados. Como en ningún momento escuché el rugido del secador, deduje que Maru había usado la técnica del fuelle. Esa imagen inesperada fue como un regalo de cumpleaños, como una invitación a bautizar a mi hija con tuco y comérmela. Y, sí: la sangre italiana tira.
Celebro desde estas líneas esa herencia y que, dentro de ese torrente caprichoso, los rulos sean dominantes. Agradezco que el pelo de mi familia, como la Historia, avance en espiral.