Gotas

La Jeringa
6 min readMar 11, 2024

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Por: Emmanuel Montes Álvarez

Ilustra: Darien Sánchez

Después de la pintora, me empaté con una tecladista de un grupo de pop sintético, algo experimental más bien. Tenía un nombre bastante atractivo: GOTAS, así, en letra mayúscula. Me refiero al grupo, no a ella. Ella tenía otro nombre más común y menos hippie. El grupo lo conformaban tres muchachos: ella, un flaco con cara de nunca desayunar y otra estudiante de percusión que, todavía, no se había graduado de su especialidad. Quise escuchar su música primero, antes de lanzarme al vacío con ella, pero más que lanzarme, creo que la vida se precipitó a todo y me empujó directamente a ella, a su teclado y a su tatuaje en la pantorrilla izquierda.

Confieso que fue un cambio algo drástico, por el ambiente más bien, de la pintura a la música los temas varían mucho. Sobre todo después de singar, que se mata el tiempo hablando de algo en apariencia interesante. Solían hablarme de claroscuros, de tendencias contemporáneas sobre feminismos y decolonizaciones en el arte, aunque para ser sinceros, solía prestarle poca o ninguna atención a esos temas poscoitales.

Ana, como se llamaba ella, no solía hablar mucho. Eso, en parte, era lo que me gustaba: nunca he soportado que me hablen, lo odio, odio prestarle atención a alguien nada más que porque intuye que me puede interesar lo que dice. Por momentos, en estados de rechazo extremo a las palabras ajenas, he pensando en dejarlas a todas, cortar el vínculo — tecladistas, poetas y locas — y empatarme con una muda. Sospecho que, con una así, al menos seré feliz sin tanta labia a mi alrededor.

De lo primero que me habló Ana en profundidad, según recuerdo, fue del trabajo que pasaron, como GOTAS, como grupo, para conseguir grabar su primera maqueta. Nunca logré entender la diferencia entre maqueta, demo, elepé, epé, ni la cabeza de un pepino. Los músicos siempre suelen hablar en su jerga cerrada, permeada de anglicismos y eso lleva a uno, como un simple oyente, neófito de la vida, a no entender casi nada, a quedarse botado en el medio de las conversaciones. «Ponle más delay», «sube el hat, que no se oye con el reverb del snare».

Mucho pop sintético experimental como filosofía de vida, pero en su playlist solía despacharse con Ozuna, con Bad Bunny en todas sus variantes y hasta con Romeo Santos. Detestaba la música urbana de Cuba porque, según decía, todavía le faltaba despojarse de mucho churre y de chancleteo.

Recuerdo la vez que me llevó al estudio. Nada pretencioso, sino que era un cuartico común, sin cama, con dos sillas, una laptop, una tarjeta de sonido Behringer, un par de micrófonos, unos pocos cartones de huevo pegados en una pared, justo al lado de una bandera cubana y una calcomanía de The Beatles. Le pregunté al dueño del estudio por qué siempre, en todos los lugares donde se grababan canciones por cuenta propia, había que tener una bandera de Cuba. ¿Era cuestión de estatutos legales o algo? ¿Lo mandaba el Ministerio de Cultura en sus lineamientos: Punto 6. Acápite 6.2. Donde sea que se grabe música, así sea salsa, reguetón o música sacra, debe haber por obligación patria una bandera de tamaño considerable en honor a los tantos que han soltado su copla bien timbreada o no, defendiendo así la dicha de haber nacido bajo esta insignia? ¿Sabor patriótico por cuenta propia?

Ana y los suyos grababan una canción llamada «Aquella tarde en que besé a la lluvia» y me pareció demasiado extenso el título. En varias ocasiones, los tres integrantes se excusaron con que, ni de lejos, la canción se escucharía así, faltaba darle mezcla, luego mastering. Y yo: ¿qué es eso de mastering, caballero?

Duraba siete minutos con trece segundos. La canción tenía una intro prolongada de casi dos minutos de sonido ambiental, de una lluvia que caía, al parecer, contra un zinc o un techo metálico, y luego entraba el teclado de Ana, sus dedos prodigiosos, después la percusión de la otra y por último, la voz del eterno ayunador. Él cantaba, o recitaba, no sé bien, con voz de Bad Bunny, pero rajada, como afónico, desganado. Ana me prometió enseñarme las otras dos canciones que habían grabado ahí mismo, en Bandera Records, la habitación de Antonio, el ingeniero empírico que se batía detrás de los controles, hecho a sí mismo mediante tutoriales en Youtube y manuales de aprendizaje exprés sobre mix y master de canciones. Antes de irme, confieso que lo hice sin malicia alguna, sino más bien por una duda real de mi parte, le pregunté a Antonio si se apellidaba Banderas por casualidad. Tal vez el nombre de su estudio era por su apellido, ¿no?, o por los lineamientos del Mincult en relación al uso de las banderas, ¿no? Pero no, nada de Bandera, era de apellido Palma, igual… otro símbolo patrio.

Una noche que hablábamos por teléfono, Ana me enseñó una canción de Ozuna, una vieja ya, que había sido trending en su momento, porque el remix se había pegado muchísimo — ella dixit — , y quizás, luego, con la mente más fría tras darle tantas y tantas vueltas, aquel estribillo de «Te boteeeeeee, te di banda y te soltééééé», en ese momento me comenzaba a sonar premonitorio. Mas no tenía forma de saberlo. Me invitó al cumpleaños-graduación de la percusionista, que había aprovechado un dos en uno para celebrarlo todo de un palo y ahorrarse algo de dinero, y lo que pensé que sería algo divertido, fue un infierno de curiosas resonancias. Digo curiosas porque en la fiesta en ningún momento me pareció percibir la atmósfera de pop sintético que ellos pregonaban, sino más bien me pareció algo semejante a un toque de tambor, a un toque de santos, muchas percusión retumbante, mucha bulla en bucle percutivo. Incluso, por momentos, llegué a pensar que en un pis-pas podía aparecerse una mujer vestida de blanco, con un ramillete de yerbabuena o algo, dando ramalazos a la gente. «Saoco, papi, saoco».

Después de eso, cuando ya la fiesta decaía, Ana me llevó a la azotea y me sorprendió con algo que no me esperé. Siempre que creí que esperaría algún momento especial para hacerlo, pues la historia, el cliché típico de las relaciones entre parejas, así lo respaldaba, pero no fue así. La noche estaba despejada; la luna, aburrida, bostezaba en el cielo y estaba a punto de quedarse dormida; pensé que no se había podido dormir por el tucutúm-tucutúm de tanto tambor. Ana, primero, me agarró una mano y muy románticamente, me obligó a ponerme los audífonos que me había dado y a escuchar los tres temas que GOTAS había hecho. Incluido aquel del beso de la lluvia que, en el fondo, no lo entendí del todo.

Yo sería incapaz de achacarle mis carencias a alguien ajeno, por respeto a mí mismo primero y luego por aprecio a los demás. No me veo en la posición de demeritar el trabajo de nadie solo por el hecho de que no satisfaga mis gustos. Después de esa noche, Ana y yo nos despedimos en buenos términos, con la promesa de vernos en la casa de alguno de los dos para singar hasta desfallecer, pero ahora, que me invitó a su casa, no tengo las palabras necesarias para decirle que no me gusta lo que hace con su grupo. ¿Cómo lo hago, cómo se lo digo? ¿Antes o después del acto de desfallecer? ¿Me es mejor regresar con otra pintora y no invadir más terrenos artísticos, contentarme con uno solo? Mejor me lo pienso con rapidez, porque el cielo está nublado, va a llover, seguro, y si me coge en la calle el aguacero, doy por sentado que seré yo el verraco que besará la lluvia. Ya caen las primeras gotas, y no su grupo de pop sintético.

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