La ciencia de la conservación
Por: Adriana Fonte Preciado
Este fin de semana me ha devuelto a casa. Una casa que ya no existe. Han pasado los años y mis padres cambiaron de pasaporte, de coordenadas, con ellos mis abuelos, las fotos, el cuadro enmarcado, las paredes. Cambiaron la casa, el patio con sol, los muebles, cada uno de mis recuerdos infantiles. “Es la vida adulta”, pienso mientras me reconozco en la continua sensación de estar de tránsito — como sea, donde quiera que esté — .
Hasta ese rincón me llevó Yenys Laura Prieto, a quien me propuse leer luego de meses teniéndola en mi feed, con su imagen de poeta tan familiar, con la sonrisa de su hijo a cuestas, en un tren, dando la vuelta a España, cargando Maleza por las librerías madrileñas. A mano tengo un libro que encontré hace par de días, cuando aún no sabía qué leer en este Patio Interior que me he inventado: La ciencia de la conservación (Letras Cubanas, 2019), estaba en la librería de Obispo y Bernaza… esa no… la del frente.
A Yenys Laura (Pinos Nuevos de una autora que, además, fue premio David de poesía, premio Alejandra Pizarnik, etc.) le habita una poesía antropológica, un diálogo consigo misma que construye a través de pasajes de su historia personal, que es la de muchos: “Volver es trampa, no hay pan sobre la mesa en la casa lejana”, no lo hay, y me pregunto si uno llega a superar alguna vez la no pertenencia.
Veníamos de encandilar la juventud,
de descontar arpegios
para correr el hambre hacia el costado.
El hambre tiene muchas formas gráficas, incluso esta que empieza hoy cuando me limito a leer la historia de otra mujer que, como yo, se redime sobre la casa de la infancia, convencida por no sé qué fenómeno inconcluso, de que esa es más casa que cualquier otra. Afortunadamente, estos versos no se escriben sobre rimas asonantes o consonantes y una tiene la libertad de decir de su hogar lo que se le venga en gana — “la sangre tiñe las piezas y el esposo queda satisfecho” — porque en ninguno de sus cincuenta y tres poemas se lee que el suyo haya sido un lugar feliz, porque hay algo amargamente humano en “apuñalar el ñame con el cuchillo”, en escoger el arroz, en el agua que corre sobre las losas, pero no hay nada feliz en la imposibilidad de lo que pudo ser. Siempre hay un hogar al que nos hubiese gustado volver y, sin embargo, nunca tuvimos. Entonces armamos el futuro en retrospectiva.
Si para hacer una reseña tengo que señalar un verso poderoso escojo este: “Con la muerte en la mano/ inventamos la ciencia de la conservación/ de la especie”, y puedo seguir, “para la conservación de la especie / la palabra.” El tiempo detenido en nuestros padres llena todas las condiciones para ser un acto repugnante, tal vez por eso la poeta se atreve a hablar de la ciencia de la conservación, como si solo ella hubiera entendido que todo se transforma menos nosotras, menos el recuerdo que sigue siendo una invocación falsa, artificial, de domingo por la tarde.
Y nada se parece más a un acto de domingo por la tarde que los actos de devoción, el polvo de los viejos papeles, la deuda vencida.
Es posible que otro día, un miércoles o un viernes, un julio — nunca un abril — puedas encontrar todas las formas de la imaginación — un buen libro, un mal cine — para no caer en el hueco oscuro de la añoranza. Los domingos no. Y hoy es domingo y no hay libro lo suficientemente extenso como para sacudir el fastidio de lo que somos.
Yenys Laura, vuelvo a ella sin saber quién es la persona, sus intimidades, sus dudas curtidas por años y viajes, pero no es necesario: un libro es inanimado hasta que se abre y contrasta tu propia existencia. La autora ha metido en poemas muy bien curados la secuencia de su vida primera, como una teoría que plantea que, más allá de la razón, una fuerza vieja nos eleva y nos empuja, como si una niña anterior estuviera soñando con nosotras y la hubiésemos olvidado… pero no se olvida el patio con sol, el polvo, el cuadro enmarcado, el pueblo de pocas personas, la casa vieja, que es más casa que cualquier otra.