La hojarasca: El día que un niño miró a la muerte

La Jeringa
4 min readMar 28, 2021

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Por: Lisandra Ronquillo Urgellés

Ilustra: Alejandro Cañer.

Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez, pero no contábamos con su ímpetu. Así que cuando sentimos llegar la avalancha lo único que pudimos hacer fue poner el plato con el tenedor y el cuchillo detrás de la puerta y sentarnos pacientemente a esperar que nos conocieran los recién llegados. Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y salió a recibirlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logró unidad y solidez; y sufrió el natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra

La hojarasca, 1955

Un niño mira a la muerte y la muerte lo mira con los ojos abiertos y desorbitados. Es miércoles y a él le parece domingo. Pero, a diferencia de otros domingos, el niño está sentado en la silla de un cuarto nada familiar. Adentro el calor es insoportable y se mezcla con el vaho de una muerte reciente, que no se descompone todavía.

Un hombre se ha quitado la vida y el niño se despoja del retrato poético de la muerte. No hay rostro tupido de polvos blancos, sino una piel coagulada, ceniza.

No hay sombrero, como pensó alguna vez, ni ropas almidonadas, ni trajes extremadamente limpios, al niño solo le resalta el pañuelo que rodea el pescuezo del desconocido.

Los labios no están cerrados como los de una persona dormida. Los suyos están abiertos, amoratados, y dejan ver la dentadura manchada e irregular, la lengua mordida y oscura.

Esta muerte, a diferencia de otras muertes, carece de la ritualidad del cuerpo en una caja de madera, expuesto a los seres queridos. En Macondo lo prefieren pudriéndose en el cuarto con olor a baúles, antes que en el ataúd donde lo acaban de meter.

Para el niño «un muerto parecía una persona quieta y dormida y ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y rabiosa después de una pelea».

Esta imagen terminó grabada en mi cabeza después de leer La Hojarasca de Gabriel García Márquez. Pudiera parecer un facilismo empezar por el principio -es además redundante- pero las primeras líneas de cualquier libro y, especialmente las del autor colombiano, terminan siendo determinantes.

Como es costumbre, la estructura del relato permite que un hecho presente abra la brecha hacia el pasado. La diferencia con otras obras, tal vez, es el juego de voces, la narración en primera persona de tres generaciones: un abuelo, una madre y su hijo.

Los tres construyen la historia del doctor extranjero que un día llegó a Macondo, por recomendación del coronel Aureliano Buendía, y terminó siendo odiado por todo un pueblo. Sin embargo, no sería justo adelantar causas y efectos del suicidio, es mejor sumergirse en sus páginas y descubrirlo.

Para quienes siguen la obra del Premio Nobel de Literatura 1982, leer a Macondo por primera vez es una experiencia interesante. Y cuando digo «primera vez», no refiero el hecho de ver escrito el nombre del pueblo, inspirado en una de las fincas de la United Fruit Company, sino saberse dentro del libro donde nació el Macondo que, más de 10 años después, sería conocido mundialmente por la novela Cien años de Soledad.

Por supuesto, no esperemos que el Gabo de 23 años y el Macondo de La Hojarasca, alcancen la magistralidad de la estirpe de los Buendía. Este pueblo es un poco más lúgubre, carece todavía de la mágica e irónica desdicha presente en la obra más famosa del escritor colombiano.

La sensación de oscuridad y desolación de esta, su primera novela, está influenciada por los universos de William Faulkner, Franz Kafka, la Antígona de Sófocles. Se le comparó con otros autores. Le señalaron las voces demasiado similares. Incluso, en un primer intento de publicación, fue rechazada por la Editorial Losada, de Buenos Aires.

Sin embargo, sigue siendo la primera novela de un joven que en 1950 jugaba a ser escritor en contra de la voluntad familiar. Cuando el padre supo que abandonó la Facultad de Derecho le dijo: “Comerás papel”. Aquel aprendiz de periodista escribía a la par sus textos costeños, irónicos y humorísticos en El Universal de Cartagena. No presagiaba entonces su influencia futura en las letras.

Nadie, absolutamente nadie, podía imaginar que todo comenzaría aquel miércoles con aspecto de domingo: el día que, en Macondo, un niño miró a la muerte y esta lo miró a él.

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