La magia que mereces

La Jeringa
8 min readApr 19, 2023

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Por: Alejandro Suárez

Por: Jennifer Ancízar

Apenas sobrevives con tu sueldo de profesora auxiliar de biología y, sin embargo, te gastaste la parte que te tocó de la venta del cuarto del solar a punto del derrumbe, donde nació tu abuelo, en comprar un yacusi francés de 1.80 por 0.90 metros y seis chorros de hidromasajes terapéuticos. Fue amor a primera vista. Un día entraste por aceite y jabón al Centro Comercial de Galerías Paseo, y lo viste, al fondo de la sección Muebles del Hogar, cual imponente frijol de fibra de vidrio sobre un pedestal de cartón tabla. Tu mirada recorrió, con lascivia, las concavidades de aquel armatoste imponente y comenzaste a imaginar. Te viste sola, desnuda, de fondo un disco con música instrumental, onda Vangelis o Kenny G, y cuatro o cinco velas aromáticas; un complemento perfecto para tus futuras noches solitarias que serían mayoría, dada tu reciente y radical decisión de prescindir de Ramoncito el panadero, un buscavidas muy macho y muy “ay mamita” que al abrazarte te dejaba rastros de polvillo de harina trigo, su segunda epidermis, pero reprobado en espiritualidad y detalles. Y nada, que tú eres un cuerpo y un cerebro; y de sementales sin espíritu estás hasta la coronilla, por más que llore y patalee y te prometa el cielo y las estrellas Ramoncito.

La decisión de comprar el yacusi incluía la proeza constructiva de meterlo en el baño diminuto de tu departamento de micro brigada, modelo de prefabricados Girón; proeza que no estaría a la altura de la construcción de las pirámides, pero casi.

— Qué cómico, me recuerda a Fitzcarraldo — comentó Hilda cuando le contaste.

— ¿Fitzca qué?

Hilda siempre con sus pajas intelectuales; simulando que celebra tus locuras, como si no te dieras cuenta de que en el fondo es compasión mal disimulada. Perra. Hilda, muy especialista en biología molecular, pero no tuvo empachos para, dadas las circunstancias, moverle el culo una noche a un conferencista chileno a quien tiene ahora de amante y proveedor. Con eso resuelve que le lleven el pollo a su casa y no tener que hacer esas colas que le quitan las ganas de vivir a cualquiera. Tú no. Si quisieras, podrías moverle el culo a un diplomático, a un dirigente o a un coronel, que eso natura te dio de sobra, pero tú no caes tan bajo. Lo tuyo es el amor y si no es amor, al menos vértigo, pasión, sudor. Y si no, que siga de largo. Como Ramoncito. Prefieres envejecer sin descendencia que consumida por la rutina. Seguro. En fin, que volviendo al asunto del yacusi. ¿Que durante dos semanas tuviste que convivir con albañiles y plomeros? ¿Que tuviste que rehacer el plano de tu baño y reducir al mínimo, casi a cero, el espacio para caminar? ¿Que el polvo, que el ruido, que el desorden? Incordios pasajeros (daños colaterales, dicen los americanos en las películas). Lo importante es que tú, Maritza, eres una negra fina que no cree en el más allá y tienes ganas de vivir la vida. Te mereces otra cosa, aquí y ahora, no mañana.

Pagas el saldo a los albañiles, limpias, ordenas y desinfectas el baño, pasas por la Feria de los Artesanos y compras siete velas aromáticas con esencia de canela y, esa misma noche, después de la novela, estrenas tu juguete. Te trajiste el equipo estéreo que nunca mueves de tu cuarto y lo ubicaste en una esquina, a centímetros de la tina. Ahora tu mundo gira alrededor de ese artefacto. Con una fosforera enciendes las velas; abres las dos pilas del agua, escuchas el sonido del chorro golpeando contra el fondo de fibra de vidrio, gradúas la temperatura revolviendo lentamente el agua con uno de tus pies. Cuando alcanza el nivel que te parece adecuado, enciendes el motor. Escuchas un suave y vibrante rugido que al instante provoca turbulencias líquidas, doméstica y prometedora tormenta. Rezas porque la estúpida de los bajos no se queje porque le vibra el techo. Y si se queja, que se aguante. Tú has aguantado mucho sin decir ni pío; ahora es tu turno. Que se siente y aplauda. Enciendes el estéreo y sobre el ruido apagado del motor se impone ese disco variadito de jazz que te prestó Hilda y que, según ella, te hará llegar al nirvana porque combina bien con el hidromasaje, la noche y las velas. Zorra. A todo ese mejunje sensual, tú le agregaste sidra (champán era mucho pedir) y te serviste una copa que pusiste en el borde. Palpita tu corazón, te sientes como una niña a punto de robar un chocolate. Te desnudas y entras despacio al agua; sientes la textura de la fibra de vidrio en tus nalgas, te recuestas y ahora sí, el remolino de burbujas tibias que juguetean con tu abdomen y tus muslos mientras masajeas tus pezones, los pliegues de tus pechos. Cierras los ojos, dejas volar tu mente, suspiras y sonríes. Es todo lo que puedes dar en este momento; así te ofrezcan la muerte, suspiras y sonríes.

¿Y ahora? Te cagas en tu puñetera suerte. Pareciera que en este mundo cruel los pobres no tienen derecho a quince minutos de éxtasis. El famoso CD de Hilda, el variadito de jazz, ideal para un baño sensual con burbujas, está rayado. ¿Lo habrá hecho a propósito? La imaginas riendo, la muy hija de puta. Te incorporas con la esperanza de que esos movimientos mínimos no arruinen la excitación que habías logrado. Bebes lo que queda de sidra y sirves otra copa. Te estiras hasta el estéreo y oprimes la tecla que salta a la próxima canción. Ruegas porque sea una crisis puntual y pasajera y la magia regrese. La magia que mereces. Comienza a sonar la próxima, se escucha bien, problema superado. Suspiras, esta vez no sonríes. Tu primera prioridad es concentrarte e invocar tu humedad. La tuya, no la del artefacto ni la del techo de la vecina.

Reconoces (como no) esos acordes, esa voz que parece salir de una garganta rota, una de las canciones que te llevarías a tu isla desierta. Y que siempre (o casi siempre) te recuerda a Ernesto. Y la noche, reconócelo, está como para abandonarse a ciertas remembranzas. Tampoco es que te cueste, no te mientas.

Te transportas en el tiempo y el espacio. Ahora estás en aquel departamento de Víbora Park donde Ernesto vivía con su madre, enfermera, siempre de turno. Ves a Ernesto salir de su cocina, la sonrisa amplia y dichosa, sus lentes metálicos resbalando sobre el puente de la nariz, el trapo colgado del cuello y entre sus manos, la olla tiznada y rebosante de arroz frito. Estaba más salado que la playa pero le juraste que era el mejor arroz frito que habías comido en tu vida. ¿Cómo le ibas a matar la ilusión? No todos los días encontrabas un mulato sensible que te moviera el piso; negra mimada que alguna vez creyó en las recompensas, alumna descollante y vanguardia nacional que creías por igual en los mitos del hombre nuevo y del príncipe azul.

Recuerdas ahora: una tarde, como de la nada, apareció en tu grupo de la universidad. Venía como traslado desde el Instituto Militar donde pidió la baja por espina bífida y astigmatismo. En realidad, estaba hasta los cojones de la vida militar, no se imaginaba envejeciendo de verde olivo, le salían granos de solo pensarlo. A la media hora te había pedido prestadas tus libretas para ponerse al día y te había preguntado el nombre. Al día siguiente te invitó al cine y a la semana te robó un beso con lengua. ¡Cabrón! Su boca tenía un sabor particular (esencia de canela, llegaste a escribir en un poema cursi que le escribiste y nunca le mostraste); su piel era tersa, perfecta, sus músculos… Con él aprendiste que a tu cuerpo le funcionaban todos sus resortes, que te gustaba que te llamara reina, a orinar con la puerta abierta y a perseguir obras de teatro que no se anunciaban en el periódico. También le enseñaste cómo hacer un arroz frito decente. Hasta que un día, como si no hubiese mañana, comenzó su obsesión con partir; irse al carajo, sin siquiera esperar a graduarse.

— Aquí no hay futuro, reina.

— ¿Cómo vas a decir eso? Somos biólogos, somos jóvenes, el futuro…

— No me jodas.

Y otro día vino con la gran noticia. Que la amiga de la novia de un amigo podía incluirlos en una lancha rápida que vendría por ellos. Que él podía conseguir el dinero. ¿Y cuándo sería eso? En tres días. ¡¿Tres?!

No hubo forma. Que la vida es una sola, que las oportunidades, que los trenes. Te pidió que te fueras con él. Que una vez que llegaran te comunicarías con tus padres, que entenderían. Tú no quisiste. Tu padre te hubiese matado y vamos, tampoco ibas a hacer algo que calificabas como innecesario y suicida. El coraje nunca fue tu marca. Al final tuviste que tragarte tu tristeza y hasta te llegaste a convencer de que lo odiabas. Al testarudo Ernesto. Al insensible. ¿Dónde estará ahora? ¿Sabrá que todavía conservo aquel papel que me dejó una vez bajo la almohada? Hoy, veinte años después de aquel arroz frito salado, darías cualquier cosa porque aparezca él y no solo su recuerdo, porque se desnude y se meta contigo en la tina, por poderle preguntarle quién canta esa canción.

— Mira que comes mierda.

¿Quién aparece ahora, como de la nada, sentado en el borde del yacusi con su camiseta de algodón y sus músculos espolvoreados en harina? Tenía que ser: Ramoncito.

— ¿Y a ti quien coño te llamó?

— Nadie, pero me empinga toda esa paja sentimentaloide. Vive el presente, mamita.

— ¿Celoso?

— ¿Celoso, yo? No jodas. ¿Quieres saber lo que te jode del tal Ernesto?

— No.

— Que se fue y más nunca te llamó ni te escribió ni nada. Zas. Desapareció del mapa. Se piró y si te vi no me acuerdo. Eso es.

— Me cago en tu madre.

— Supéralo.

Abres los ojos, vuelves a estar sola. Suspiras. Suspiras, pero no sonríes. Tenía que venir este negro inoportuno a joderte la noche. Bah, tampoco te engañes: quince minutos de manoseo, con la imagen propicia de Ernesto y el orgasmo, bien, gracias. Ramoncito se cagaría de risa. En fin, que te rindes. Se terminó la de Louis Armstrong y las otras son solo canciones tristes. Sientes frío, ganas de hacerte un sándwich con un café con leche, tomar pastillas y a dormir. ¿Es nueva esa mancha de humedad en el techo?

Emerges del agua. Recoges al paso la toalla y te cubres el cuerpo. Levantas la copa vacía y la botella de sidra. Optas por no apagar las velas, que ellas solitas se consuman. Te vuelcas a mirar antes de cerrar la puerta y es esto lo que ves: un artefacto grande y plástico, un frijol deforme; un ruido imperdonable en las proporciones de tu baño diminuto.

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