La maleta cargada de palabras
Por: Emmanuel Montes Álvarez
Quiero enviarle audios de WhatsApp recitándole sus propios poemas. No me atrevo a hacerlo, pero mientras leo me entran ganas de llevarlo a cabo, como parte de un placer culpable al saberme conocedor de sus experiencias, de las tantas cosas que la han marcado, que la han hecho ser poesía. Pero no a cualquier hora, no. No en horario laboral, no a la hora de la comida, no. En la madrugada, mientras más tarde, mejor. Tres, cuatro de la mañana, a la misma hora que otros suben el tono de sus chats y hablan de lujurias, enviarle por sorpresa sus propios poemas para que cobren vida en otra voz, una que leerá y sentirá, porque para leer los poemas que componen Phalaenopsis, de María Karla Larrondo González, hay que hacerlo en compañía de la noche.
La primera vez que la vi, pensé que había sido bailarina. En algún punto de su infancia o adolescencia, pensé, pudo ser bailarina de ballet clásico, pudo bailar. Y aunque no sé si fue bailarina, para mí sí lo es, lo fue y siempre lo será, porque María Karla baila en un jardín imaginario, salta, da vueltas, salta otra vez y se detiene al final de cada verso, de cada imagen. Sin temor al hemistiquio, a la coma, al punto. Cada verso es una flor en el jardín donde ella baila, bailarina. Flores que no se arrancan, sino que se tratan de entender, de asimilar y hacerlas parte de la vida de cada uno.
Un poemario es, en cierta medida, un vademecum de vivencias personales. Uno recopila lo que la vida le ofrece, lo transmuta en palabras, refina un poco las enseñanzas y aprende de ello. Phalaenopsis, es, la autora lo ha dicho, el resultado de un cúmulo de experiencias personales.
Experiencias, algunas, amargas.
El poema Diciembre es desgarrador, al leerlo uno intenta tragar en seco la vivencia convertida en versos. ¿Cómo se asimila algo así, después de leerlo, y más terrible resulta imaginar cómo se puede hacer poema el dolor? ¿Cómo convertir una experiencia traumatizante como la pérdida de un ser querido en algo tan bello y digerible como un poema? Acaso, ¿puede ser bello un poema que arroje luz sobre la muerte?
Hay poemas que duelen — Presagio y ese último adiós, porque las cosas nunca acaban como uno quiere — , otros que inspiran — Kintsugi y los pedazos para el viaje — . Sombra es, quizá, una forma más actual de entender Ozymandias, de Percy B. Shelley y la eterna caída del hombre, porque nada — ni siquiera el dolor — es eterno en esta vida. La evocación reiterada a la palabra jardín no es fortuita, no. María Karla Larrondo comparte la bendición de llevar el mismo nombre y la misma sensibilidad que Dulce María Loynaz. Ambas se dan la mano y conversan en un jardín, tal vez como mismo escribe en el poema Almas. Se desabriga la nostalgia / para cantar juntas en el jardín.
Lo hermoso de Phalaenopsis es la juventud de su autora. El colágeno de la poeta contra la piel curtida de sus versos. La antítesis entre vivencias y juventud. Un poema que se escribe desde adentro, para canalizar una vivencia, es un poema bien escrito. La sencillez de María Karla Larrondo al escribir hace que el lector le agradezca el hecho de prescindir de fatuidades y excesos lingüísticos — muchas veces propios de la juventud — que entorpecen la lectura. Son poemas concisos, sinceros y directos.
No hay mejor manera de demostrar lo que uno aprecia y ama en la vida que dedicándose por entero a ello. Un simple poema es un logro en la vida de una persona, un poemario de más de veinte confesiones — veintiuna en el caso de Phalaenopsis — es una carta de presentación, un hito, una marca de lo que ha sido la persona hasta ese momento. María Karla Larrondo González sembró veintiuna semillas de flores que, para beneficio de todos los que la hemos leído, por suerte, han florecido en el mejor y más duradero de los campo, donde la tierra tiene el mejor abono: la poesía. Poco a poco, semilla a semilla, se propuso el éxito y lo consiguió, con la maleta cargada de palabras.