La muerte no tendrá dominio o El arte de la traducción
Por: Adriana Fonte Preciado
Cualquiera pensará que hago trampas, que es muy fácil escribir sobre Dylan Thomas ―tantos lo han hecho— y mencionar un par de poemas imprescindibles. No es menos cierto y me remito a lo que un día escuché de Carl Sagan en alguna cápsula perdida por Youtube: “el truco está en saber qué libros leer”.
Pero esta vez, Dylan Thomas ha llegado por otro camino. En un día de apagón y caída del Internet por datos, con todas las ansiedades que eso significa para una millenial como yo, descubrí en librero ajeno un flaco cuaderno de poemas agrupados en Colección Lira, de la Editorial Arte y Literatura. Nada del otro mundo al primer vistazo. Luego, abrir al azar ―como la poesía quiere que la leamos― y tropezarme con un Dylan Thomas castellanizado pero cercano: “pongo amargamente a la tarea mi pobreza y mi oficio”.
Traducir la poesía es cosa de poetas y leer malas traducciones debería ser un crimen ―sabrán los expertos cuáles son los traductores adecuados a Rumi y los poetas de la dinastía Ming―. Pero este Dylan Thomas es diferente. Leo otra vez: “en el país cegador de la juventud/ que todo se deshace/ bajo los cielos inconscientes/ de la inocencia y la culpa (…)”.
Decidida a leer en español a un poeta al que siempre acudo en su inglés enrevesado, como quien necesita el ritmo y no tanto los conceptos, descubro en la portadilla que aquel Dylan hispano es creación de Omar Pérez, porque algunas coincidencias no lo son tanto cuando de poesía se trata.
“(…) Cuando un poeta ha capturado el fluyente sentido del cambio, la oscilación en los tiempos de todas las cosas, ha captado la esencia de su arte, y de todo arte. El traductor no puede ser menos: no van lejos los de adelante (…)”
Así nos habla Omar en un prólogo al que acude Göethe, Shakespeare, Heppenstal, Robert Graves, Lezama, Enrique Saínz, Reina María Rodríguez.
“El ritmo es la brújula si el sentido está a salvo en el poeta, éste es el guardián de su propio sentido. El traductor es el albacea del ritmo”
Un proyecto que duró dos décadas, así lo anota el propio Omar Pérez. Solo sabrá él cuánto cuesta despertar al poeta de Wales, porque las grandes obras nunca mueren, solo duermen para ser despertadas, una y otra vez, por dedos curiosos. Y al pie de página, en lo que el poeta llamara “Prólogo del autor” para versos de intensidades bíblicas, Omar aclara que, por consenso, ha decidido imitar y reproducir, con la mayor fidelidad posible, la sintaxis y el espíritu de Dylan Thomas “aunque con ello violentáramos y transgrediésemos las normas (…)”.
Y así fue, 200 páginas, cruzando el inglés y las traducciones libres, de la pantalla a la página. Algo no encaja y, a la vez, se agolpan en apretado sintagma; los versos de Omar Pérez se confunden con los del autor, poeta sobre poeta y la imagen imprecisa de un espíritu rodeando al otro, me dibuja lo que fuera la rutina de una obra engullida por veinte años.
Y mientras un traductor anónimo incorpora a un Dylan más simple: “Este día que hoy devana ante Dios/ el fin del verano apresurado/ en el torrente del sol color salmón/ en mi casa que los mares sacuden sobre un despeñadero” , Omar Pérez trastoca la imagen, la hace suya: “Este día que ahora va tejiendo/ en el acelerado final del verano de Dios/ al sol del salmón en el torrente/ en mi casa estremecida de mar/ sobre un derriscadero de rocas”.
Más allá de poemas escogidos, Y la muerte no tendrá dominio, título del libro al que apenas he hecho referencia, es una condensación de dos tiempos, varias formas poéticas que se trenzan en un mismo intervalo. El arte de interpretar, de meterse de lleno en un verso. Descubrir, a través de brevísimos vocablos, la medida del sujeto: hombre, palabra más frecuente “dieciéndole al traductor que no es su tarea resolver enigmas, sino volverlos a presentar”; la preposición más usual, through, la que más se parece a la vida; su verbo preferido, climb, para recordar el vértigo del descenso.
Transformar el medio que es una lengua y, con su carga histórica, trasladarlo de un pueblo a otro, de un tiempo a otro; corregir con cincel para desatar toda una vieja carga metafísica.
Este texto debía ser una reseña de Dylan Thomas, sacado de un librero ajeno, un día cualquiera, sin corriente eléctrica ni Internet por datos. Debía ser fácil hablar del poeta de muchos, pero Y la muerte no tendrá dominio difumina cuatro manos, exige la no-presencia y cumple con la fórmula que atraviesa el cuaderno:
al poeta lo enriquecen tres cosas:
los mitos, la facultad poética, y una provisión de poesía antigua.