La revuelta del pincel: un homenaje al nacimiento del impresionismo.

La Jeringa
4 min readMay 31, 2020

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Por: Greyser Coto Sardina (Maestra en Estudios de Arte, Universidad Iberoamericana, Ciudad de México)

La primavera de 1874 vio florecer, en el Boulevard des Capucines de París, una de las exposiciones que marcarían los nuevos derroteros para la creación plástica occidental. La oxigenación del arte decimonónico y en consecuencia la implosión del arte moderno llegó con nombres, fecha y dirección. Convergieron los hoy afamados Edgar Degas, Pierre-Auguste Renoir, Camille Pissarro, Claude Monet, entre otros en el estudio fotográfico de Gaspar-Félix Tournachon (Nadar). Este espacio se transformó en centro de exposición y recepción de esta suerte de (anti)generación de creadores.

Las obras allí expuestas supusieron la disolución -en no pocos casos- de los principales conceptos de la Historia del Arte hasta la fecha: la línea, la forma, la profundidad… En su lugar aparecieron nuevos motivos como los productos generacionales más sustanciosos: colores complementarios, trazos sueltos, vivificación de la luz, apropiación del instante, captar el momento, escapar de la clasificación artística.

El camino abierto con la creación del Salón de los rechazados (Salon des Refusés), cual alternativa de concurrencia para los artistas desamparados por los Salones de París, fue el preludio del suceso mayúsculo. Como suele suceder en la epopeya artística, lo que se inicia con la tragedia del genio -un Edouard Manet rechazado y un Claude Monet criticado- termina por ser la implosión del gran acontecimiento.

Los paisajes de Monet, instantes conquistados por adornos de luz, convirtieron al francés en un artista insubordinado a las reglas y respetuoso solamente de los matices crepusculares. La pieza más polémica de la exposición del Boulevard des Capucines, Impression, soleil levant (Impresión, sol naciente, 1872), provocaría náuseas a la crítica de arte parisina. El primer afectado por el displacer de la pincelada libre y fugaz de Monet fue el crítico Louis Leroy quien, tras la exposición de 1874, legaría con palabras mordaces un título al revolucionario movimiento pictórico: impresión/impresionismo.

Claude Monet, Impression, soleil levant, 1872, 48 cm x 63 cm, Museo Marmottan Monet, Paris.

El desencuentro y lo inaudito se manifestaron en la pincelada autoritaria de Manet que capturó, cual lente fotográfico, una escena marítima como síntesis del límite entre el azulado puerto de Le Havre y el cielo normando. Para radicalizar la repulsión de los versados en arte como Leroy, Monet pintó un disco solar rojizo y vaporoso, semejante a un óculo iluminado que sellaba el contraste paisajístico. Este contraste fue enceguecedor: al tiempo que despuntaba la aurora de los revoltosos del pincel, la crítica artística quedaría literalmente encandilada por las luces de su tiempo.

El crítico Guy de Maupassant desde la década de los 80 del siglo XIX, manifestó ante la obra impresionista una atracción poderosa, incluso sin despreciar la pintura académica colocada dentro del campo artístico “contra el cual Manet se rebeló”. Maupassant, aunque congruente con el nomos [1] y el gusto de su época, no abandonó el eclecticismo estético y la admiración por estas obras. El literato francés observó la insurrección moderna con ojos dispuestos, tanto que llevó a su obra escrita la paradoja de la claridad y la confusión de un universo de impresiones. Estas liberarían a la pintura de un sistema de representación avalado por los académicos y del estado francés, otrora garante de una conveniente producción artística. L’art pompier de mediados del siglo XIX caducaba y con él, la excitación que producía el antiquísimo ménage à trois entre el estado, el poder de la academia y el arte.

Maupassant caló la inminente “carencia” de legibilidad por parte de la crítica ante la revolución visual de los impresionistas. Entender y explicar las acciones volitivas de esta pintura, significó un cambio mayúsculo para sistema de referencias y compresión estética. Nuestra mirada, la mirada moderna, sabe ver la infinita escala de matices. Distingue todas las uniones de colores entre sí, todas las gradaciones que sufren y todas las modificaciones que experimentan bajo la influencia de la luz, de las sombras, de las horas del día. Y para expresar esos millares de sutiles colores tenemos únicamente algunas palabras [2], afirmaba el cuentista francés.

El impacto del color requería de un nuevo diccionario -quizás antiacadémico- para traducirles aquel cambio a los “sacerdotes” de la cultura. Impression, soleil levant evidenció la urgencia de despojar a la academia de toda regla heredada, de todo habitus instrumental y analítico para leer los códigos de la marina de Monet. O bien para identificar la joie de vivre en Renoir y los artificios luminosos en los interiores dancísticos de Degas, donde las bailarinas se transforman en obras.

La creación impresionista legó en lienzo el prototipo del conflicto abismal entre la obra y su aprehensión, quien emite y quien recibe, el placer existencial del pintor y los antihéroes formalistas fundadores del ejército de críticos. La repugnancia por el truco de la técnica, por la pintura tradicional y los aplausos al arte imitativo, también liberaron a estos creadores de todo condicionamiento del sentido común estético y con ello el gusto por el lenguaje metafórico y hedonista del arte moderno.

Referencias:

[1] Pierre Bourdieu, El sentido social del gusto: elementos para una sociología de la cultura, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2010 p. 26.

[2] G. de Maupassant, La Vida Errante, Paris, Louis Conard, 1902, p. 190-191

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