La risa
Por: Agustín Enrique Ortiz Montalvo
Avanza por las calles la risa, de oreja a oreja. Se cuida de los carros que bajan por la avenida sin pensar en nadie; enfría sus dientes con la brisa de la mañana. Prefiere esa luz y se expande como si no hubiera otro día. Es digna de envidia. La risa no nació del matrimonio entre un estereotipo y una broma pesá.
Evita cruzarse con la furia, que siempre anda en pandilla. Lo menos que puede hacer la furia es entrar en guara con el desequilibrio y esperar a la risa en una esquina y borrarle su plenitud. Por eso la risa evita chocar con esa gente, porque nunca se sabe.
La risa viste de hilo o usa esos vestidos que se convierten en pedazos de tela volando en el aire. Puede que se ponga un girasol encima de la oreja o un marpacífico rojo; puede que, en momentos de arrebato, la risa se moje los labios con ron y se embriague todavía más con una bocanada de humo: entonces puede que aún se vea detrás de un habano. Si es la risa cumbre de verdad, sobresale por encima de cualquier cosa.
Quizás me gusta de ella que se da con todos. Eso la muestra accesible ante mis ojos, yo que, por ahora, no puedo invitarla a la terraza del Packard, ni sumergirla en una piscina. Adondequiera la he convidado y ha ido conmigo.
A veces, la risa me colma de felicidad. En otras ocasiones es mi cómplice y, sobre todo, es mi confidente cuando sabe que no quiero reír. De modo que también es capaz de exponerse, consciente de que lo hace por mí.
No digo que la risa no quiera andar en carro, o desplazarse en una moto eléctrica por la ciudad, descubriendo los arabescos de los edificios más viejos, y los pórticos y ventanas de La Habana mora; sé que disfruta montar bicicleta, tirarse por la loma de 26: la risa no le teme a la velocidad, aunque se mantiene fiel a su espíritu de risa antes que vértigo.
La risa, noble compañera de innumerables minutos, cada vez que la encuentro o me encuentra, no sé cómo dejarla ir. Si se prolonga su ausencia, la vida se enrarece y el tiempo se estira como un amor por llegar. La risa tiene una manera especial de enfrentar su único peligro: cuando presiente una serie de amenazas que pretenden anularla, ante la duda de no ser, prefiere convertirse en carcajada.