La ruta de Mozart. Un viaje guiado por las cuerdas
Por: Anabel Lescaille Rabell
Apenas unos minutos después de lo previsto comenzó a tocar el primer cuarteto, bajo el portal de los arcos enormes del Museo de la Ciudad que dan a la calle de madera. Al fondo de los músicos quedaban dos grandes ventanales y dos balcones pequeños, sobre una pared de piedra que comenzó a construirse en la misma época en que se compuso la música que estaba sonando. Todo parecía articularse para desdibujar las evidencias del tiempo que separaba nuestra realidad, de aquella de la segunda mitad del siglo XVIII. Una vez más, La ruta de Mozart cumplía su propósito de inundar La Habana con la obra del compositor austriaco, el pasado sábado 27 de mayo. En esta, su sexta edición, fue necesario transformar ciertos aspectos: a diferencia de otros años, no ocurrió en febrero, y tampoco fue posible extenderla hasta las nueve de la noche, como era costumbre. No obstante, la esencia del festival prevaleció, los músicos en ese acto siempre noble y agradecido de regalar arte, interpretaron para un público –entre cambiante y fiel– varios de los más importantes cuartetos de cuerda que escribió Wolfgang Amadeus Mozart.
El Centro Histórico de La Habana a veces parece ser un espacio ajeno al resto de la ciudad, los adoquines te obligan a caminar de forma diferente, la arquitectura cautiva la mirada del que pasa, los turistas se ven atraídos por el exotismo –en parte exagerado– de algunos personajes que habitan las plazas; los visitantes, en general, perciben la imponente carga de la historia. Pero en esta ocasión, era el sonido el protagonista, el que propiciaba el detenimiento y la sorpresa. A pesar de los inconvenientes de sacar la música académica de las salas de concierto, es siempre un experimento feliz crear ese contacto entre la vertiginosidad de la vida cotidiana y la singularidad de los sonidos no acostumbrados, en este caso, de unas cuerdas bien afinadas.
Dedicar todo un festival, que cuenta ya con varios años, a llevar a los espacios públicos la música compuesta para cuarteto de cuerdas no es un hecho fortuito. No solo porque llegó a convertirse en el formato de cámara más importante de finales del siglo XVIII y tiene un lugar significativo dentro de la historia musical; además de representar simbólicamente muchas de las concepciones de la ilustración en cuanto al equilibrio, el orden, la cortesía. Se trata también de desmitificar un género que, como toda la composición cameral, surgió para ser interpretado en espacios íntimos, reducidos, y para ser escuchado por supuestos “entendidos”, es decir, la aristocracia, la burguesía, las clases más acomodadas. Transformar esa realidad no deja de ser, incluso en el contexto actual, un mérito y un privilegio para nuestra ciudad.
El proyecto, creado por Michael Dabroski, reconocido violinista estadounidense quien también asume la dirección artística, propone un viaje, como él mismo lo ha descrito, por la obra de Mozart para cuarteto de cuerdas. Y lo que resulta más valioso, ha devenido en escuela de ejecución del género, que año tras año reúne a diversas agrupaciones, algunas consagradas y otras que comienzan aun siendo estudiantes.
Gracias a La ruta… se han formado algunos de los cuartetos más importantes de la escena musical cubana actual, mientras que las nuevas generaciones se introducen en la práctica de ese fascinante conjunto que tantas posibilidades ofrece al intérprete. A los créditos se suman el maestro Ulises Hernández, director general; Rocío Mezerene, quien estuvo a cargo de la producción; Daniel Rosette, responsable de la labor de promoción y programación; junto a un grupo de colaboradores e instituciones imprescindibles para la materialización de este esfuerzo.
En esta edición participaron seis agrupaciones: En el antiguo Palacio de los Capitanes Generales se presentaron el cuarteto Leopold, con el no. 2 en Re Mayor KV 155 y el no. 5 en Sib Mayor, de los “Cuartetos milaneses”; y Karsko, que interpretó dos de los “Cuartetos vieneses”, el no. 12 en Sib Mayor KV 172 y el no.13 en Re menor KV 173. Para la Plaza de la Catedral se destinaron Isla, cuarteto al que pertenece el propio maestro Dabroski, con el no. 15 en Re menor, KV 421 y el no. 20 en Re Mayor “Hoffmeister” KV 499; seguido de Stradivarius, quienes tocaron el no. 10 en Do Mayor KV 170 y el no. 11 en Mib Mayor KV 171. La Galería Carmen Montilla acogió la presentación de Andante, intérpretes de los cuartetos no. 6 en Sib Mayor KV 159 y no. 7 en Sib Mayor KV 160; y Presto, que cerró el ciclo con el no. 8 en Fa Mayor KV 168 y el no. 9 en La Mayor KV 169. Una rápida mirada a esta enumeración nos revela el programa verdaderamente abarcador que pudimos disfrutar, en el que se reconocen las diferentes etapas compositivas de Mozart en cuanto al género (cabe destacar que los Cuartetos vieneses fueron asumidos en su totalidad) y, a su vez, la evolución del proceso creativo del genio que, como se sabe, compuso hasta el final de su vida para este formato.
Tomarse un día casi íntegro para recorrer las plazas del Centro Histórico y escuchar a Mozart tocado en vivo por excelentes músicos cubanos, confieso que es una experiencia nueva para mí; nunca había participado en una de las rutas de principio a fin. Los que decidieron, como yo, permanecer, presenciamos el concurso de muchos amantes de la sonoridad más clásica, que han trabajado siempre con la intención de acercar a un público cada vez más amplio y heterogéneo a esta tradición musical. La obra del compositor austriaco es, sin dudas, una elección consecuente para lograrlo. Su elocuencia y carácter animoso, dado por las peculiaridades del género, el estilo de la época y el espíritu mozartiano, que se reafirman en el predominio de las tonalidades mayores, las hacen piezas más que disfrutables. Cada momento era como un pequeño concierto independiente, que sobrepasaba los treinta minutos, pero todo el que se acercaba trató de quedarse hasta el final. Así pasó con el grupo de niños de la Plaza de Armas, con varios turistas sorprendidos, con muchas personas que estaban casualmente en esos espacios y dejaron lo que estaban haciendo para escuchar a Mozart.
El cuarteto de cuerdas es, como mencionaba antes, el formato por excelencia del clasicismo europeo. La estructura convencional de dos violines, una viola y un cello, además de acoplarse en una interacción que se podría decir perfecta, ofrece un infinito de posibilidades que bien trabajadas, se devuelven en la maestría que podemos apreciar en las piezas mozartianas. El timbre de las cuerdas, el movimiento continuo de los arcos que si se mueven en igual dirección prometen llenar el espacio y a veces desbordarlo, los trinos, la estructura de los movimientos que te conduce entre Allegro, Andante, Menuetto, Rondo, con algunas variaciones, son sutilezas en las que reparamos mientras la música suena, imposible de traducir. Cada instrumento tiene una razón de ser en el cuarteto, sobre todo a partir de los vieneses, que ya no poseen la influencia italiana tan marcada.
Ocurren entonces todas las variantes del juego, se distinguen por separado, cantan a dúo, dialogan, se increpan. Es común la alianza entre los dos violines por un lado y la viola con el cello, por otro; pero sucede que de vez en cuando se quiebran las reglas y el violín II coquetea con la cuerda grave, o sorprende –en lo que para mí es el momento más memorable– el encuentro, aunque breve, entre el primer violín y la viola, de una intensidad impredecible.
La ruta de Mozart concluyó, como se suele hacer en cada edición, con un concierto que reunía algunos de los cuartetos que habían pasado por las plazas. El cierre estuvo a cargo de las agrupaciones más jóvenes: Presto y Stradivarius. Por cuestiones de azar, el cuarteto Isla que daría las últimas notas no pudo presentarse. Muchos lamentaron el hecho, a mí me dejó la misma sensación de los grandes finales que, en su inconclusión, te mantienen a la espera de una próxima vez.