La verdad frente a un pabellón de guillotinas

La Jeringa
6 min readJun 26, 2023

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Por: Sender Escobar

-¿Tú crees que vivimos lo que soñó Martí?

-No sé.

Respondió mi padre. Bajó el rostro. Hizo silencio. De modo tácito pusimos final a aquella discusión política.

Faltaban dos semanas para que llegara un día de noviembre y yo cumpliera 19 años. Mi primer cumpleaños libre, civil, con una barba en ciernes y un poco resacado por el delirium tremens de la vida social a la que me sumergía en el primer año de la universidad.

Dicen que el servicio militar hace hombres, que es un deber patrio. En mi cuerpo solo quedaron dolores de espalda y un desorden del sueño que tardaría un par de años en volver a recomponerse. Producto de las guardias de veinticuatro horas, que hice en días alternos durante ocho meses consecutivos apostado en medio de un monte, custodiando tanques de combustible vacíos, venciendo el miedo de a poco, hasta que la oscuridad, el grito de las guacaicas, las figuras imprecisas y los monstruos que me inventaba en las ramas de los árboles cuando había luna llena, la humedad, pero sobre todo, lo oscuro, se me hizo familiar.

Portar un arma no me hacía valiente.

Comprobé cómo el tiempo te hace esclavo de la prisa, justo allí, rodeado de todas las ansiedades posibles, esperando que llegaran pronto las tres horas reglamentarias y poder mal dormir otras tres, para regresar de nuevo, de pie y con un fusil AKM y 120 balas, que nunca disparé.

Durante los primeros seis meses del servicio militar no leí un solo libro. Nada. Solo un reglamento de preparación para las guardias en posta, tan aburrido y esquemático como las propias guardias.

Hasta que llegó febrero y la feria del libro en mi provincia. Aproveché el pase y me desquité. Compré todos los libros que pude al alcance de mi dinero, conocimiento y referencias literarias. En el cuarto de arriba de la casa, en el librero, acomodé a los recién llegados. Mis padres ese mismo día en la mañana, habían comprado otros. Observé uno de ellos anaranjado, grueso, con una portada llamativa y un título de filiación canina: El hombre que amaba a los perros.

Cursaba entonces el primer año de ingeniería industrial, entre figuraciones trigonométricas, nos hicieron creer que adquiríamos todas las capacidades para dirigir empresas y proyectos. Un título justificaría todas esas competencias, nos decían para a modo de epílogo, terminar aburrido cuasi frustrado tras un buró sin computadora, como realidad promedio de un recién graduado. El hombre que amaba a los perros y las primeras lecciones de cálculo, mostraron que otra realidad vivía y hasta qué punto manejar las conveniencias para quienes escriben la historia, era factible como herramienta del poder.

¿Por qué? ¿Quiénes son ellos? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es ese otro país que no conozco? Donde vivió y murió un hombre adoctrinado. Que mató a otro por el capricho de un sátrapa empecinado en erradicar sombras.

El descansa en paz, escrito en el libro, fue el viaje más largo, iniciado igual que el proverbio chino, con el primer paso. Un entierro. Iván sembraba a su esposa y con ella germinaba la historia de un encuentro en la playa que derivaría en una confesión. El estremecimiento bien calculado de esta novela, revelaría nombres e historias de la Historia que ni siquiera de modo tangencial, en la asignatura impartida en los diferentes niveles educativos, señalaban a profundidad: Ramón Mercader, Lenin, Stalin, Troski, Diego Rivera, Frida Kahlo y un largo e imbricado etcétera.

Justo en esa obra, en el doble destierro siberiano, León Trotski, unos lustros más tarde, víctima de todos los exilios posibles, el hombre que recorrió miles de kilómetros para regresar a la lucha, Comisario del Ejército Rojo y en unos pocos años borrado de la historia oficial rusa como una nube en un día perfecto de sol. Aquel nombre lejano que escuché una vez en décimo grado, durante una clase sobre el desmembramiento de la todo poderosa Unión Soviética, regresó a mis ojos como una imagen confusa de hombre tan idealista como controversial.

La paridad visible a lo largo de El hombre… conforman las bases de esta novela-descubrimiento, que se extiende más allá de la ficción para redefinir y cuestionar la realidad de quien se enfrente en los rounds literarios propuestos por el autor, cuando aborda las diferentes etapas en la no-vida que llevaría Trotski desde Europa hasta México, y el mapa dibujado por la inteligencia soviética, para que el agente Ramón Mercader encajase un piolet contra la testa de un hombre peligrosamente enérgico e inteligente, a miles de kilómetros de su Ucrania natal, donde Stalin no podía, con un simple gesto, liquidarlo.

Regresando al número dos como clave; la paridad es una esencia definitiva en la novela. Dos perros, Ix y Dax, propician el encuentro entre dos hombres: el enfermo Ramón y el sorprendido Iván. La extraña y determinante relación entre Caridad Mercader y su hijo en la transformación del joven idealista y apuesto catalán, al agente moldeado a la imagen y semejanza de una ambición fatal y tenaz. Dos nombres para un espía, Jacques Mornard-Frank Jackson. En México, dos rivales frente a frente, uno víctima mortal en apenas horas luego del golpe en su cabeza, el otro un tiempo después, condenado a veinte años con un grito que no podría olvidar jamás. Ambos, Trostki y Mercader exponentes de la duplicidad dostoyeskiana: crimen y castigo. Finalmente, o de modo inicial, el sentido que posibilita hallar toda la verdad contenida en una ficción, la más telúrica y emocional de las relaciones, que exceden al título en cuestión, el dos por antonomasia: libro y lector.

Leer El hombre…parió un rebelde, sumado a la circunstancia y el placer que me provocaba decir plenamente: No. El privilegio de negarme, derecho vetado en mi involuntario recorrido militar, catalizó en esta lectura una aspiración: construirme por dentro a través de preguntas, negaciones y palabras, un paradigma. Desde aquel día, en que terminé de leer El hombre… tuve la certeza de que todo aspecto relacionado con la historia, traería inevitablemente nuevas configuraciones en las concepciones familiares y sociales de mi realidad.

Un libro es un retorno seguro en la vida de una persona. Por ello, unos pocos años después, lo presté a una amiga. Error del entusiasta, dar a préstamo las vivencias de papel, como si tuviera la certeza de que iban a regresar como un salmón, a contracorriente, escapando de la mordida de un oso hambriento. Más perder el libro, no significó detenerme por la ausencia, cuando tomé la decisión más trascendente de mi vida: mudarme de ciudad, cambiar de escuela y escuchar por todos lados y a toda hora el extraño y omnívoro acento occidental del país. Decidí hablar por primera vez con el autor de aquella lectura primigenia y rompedora de mi molde provinciano. Debía hablar con un hombre a quien escuché por primera vez sobre beisbol, cuando yo era solo un niño fanático empedernido de uno de los equipos más perdedores de la serie nacional.

Tal vez era un viernes, no recuerdo bien. Pero si fijé la hora: 10:05 pm. Llamé por teléfono al nombre que aparecía en la guía.

-Buenas noches.

-Buenas noches.

-¿Leonardo Padura?

-Si soy yo…

Mi corazón había cambiado la sincronía habitual de órgano cardio para volverse una locomotora. Los latidos se incrementaban tras cada palabra.

-Mi nombre es Alejandro. Tengo 21 años, soy un muchacho de Las Tunas. Lo llamo porque en estos días viajo hacia La Habana. Quisiera conocerlo en persona. Su libro El Hombre que amaba a los perros, cambió mi percepción de la vida y quiero agradecérselo.

Del otro lado, a setecientos kilómetros, acortados por el teléfono, escuché un: ¨Gracias, Alejandro¨. Tan pleno como mi nerviosismo.

-Cuando vengas, me llamas y pasas por aquí. Un saludo.

Este septiembre serán diez años de esos dos meses. No he vuelto sobre aquellas páginas. Hasta el momento no acostumbro a releer libros. Pero escribo sobre una obra que me cambió literal y literariamente la vida. Fueron dos meses donde la verdad, en la cama de mi cuarto, en el pasillo de la escuela, en las primeras fiestas de la universidad, en el viaje a Camagüey para despedir a mis primos que se irían para Estados Unidos, cada lugar, historia, acto, la difícil caracterización de comprender cómo una madre podía entregar un hijo a la ambición de terceros, los veinte años de Mercader preso en México, comparados con los once meses del verde más absoluto que se desteñía en mi alma. La novela total, la obra posible, la escritura anhelada, para definirme como autor, fueron ese libro que perdí y a los años pude tenerlo en mis manos nuevamente, regalado por un amigo, que, como tantos otros, también se iría de Cuba.

Supongo que la verdad de una historia, mientras avanza la lectura, camina por un pabellón de guillotinas y cada idea la aproxima irremediablemente a una decapitación, a perder la testa en el cadalso de un verbo, pero como una hidra, desde la imaginación nace otra certeza en la página siguiente.

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