Los buenos han de morir

La Jeringa
4 min readFeb 28, 2023

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Por: Adriana Fonte Preciado

No es fácil reseñar ciertos libros sin quedarse anidados en el nombre del autor. Javier Marías trasciende su obra, sin recortar el largo camino de sus novelas. Marías nació en un contexto que, si lo miras detenidamente, no es muy diferente al nuestro. Comenzó a publicar en los 70, mientras España se encerraba en sí misma y en su interior latían las ganas de lanzarse al mundo. Una España donde Camilo José Cela había escrito La Colmena, exponía su connivencia con el tardofranquismo y ponía su mano en la inevitable transición. Pero llegan los 80 y Javier Marías se consolida como novelista. Un hombre con un pie en Estados Unidos y otro en Madrid, hijo de Julián Marías, prestigioso filósofo republicano, constituía la imagen exacta del aperturismo, de la brecha democrática. Tanto es así que Cela y Marías, a pesar de coincidir en el tiempo, llenaron sus escritos de espíritus diferentes, otro lenguaje, otro tono. La enemistad devenida con el Premio Nobel de Cela, al que Marías se opuso abiertamente, le valió para ganarse el rechazo de todo el establishment literario español. Sin embargo, su obra se esparcía entre los jóvenes y su nombre era un amasijo simbólico de la España que España quería ser.

Entonces ¿qué queda para “Mañana en la batalla piensa en mí"?

“Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos…” Nuevamente una mujer que muere. Su novela anterior, Corazón tan blanco, se guarda a una recién casada que se da un tiro en el corazón dando vueltas a un misterio que se resolverá años después. My hands are of your color, but I shame to wear a heart so white, Marías repite a Shakespeare en los títulos de sus obras, alimentando la etiqueta de ser un español muy inglés. Elige nuevamente la muerte para lanzar una historia al papel, y lo hace metiendo a Juan Ranz (protagonista y narrador de Corazón tan blanco) en La Habana: “No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña (…) entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola…”

Dos inicios que adornan una muerte. Marta Téllez, hilo conductor en Mañana en la batalla piensa en mí, muere a sus treinta y tres años cuando se desnudaba con un amante en su propia cama matrimonial. Shakespeare se repite: tomorrow in the battle think of me and fall thy edgeless sword…

“…Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso suceda todo el tiempo…” Pero el amante frustrado, Víctor, solo ha visto a Marta Téllez tres veces en la vida. Ahora está muerta entre sus brazos y él es el único testigo. Perseguido por el fantasma de Marta y el de su hijo, que duerme en la habitación contigua mientras él piensa cómo va a resolver el problema, la trama de la novela se reserva al protagonista y su búsqueda de razones, la búsqueda de la identidad de ese fantasma que lo atormenta, sin distinguir los días de las noches, transformado en un cazador de piezas de la vida privada de Marta.

Objetos que se repiten, cámara del eco, el contestador, el abrigo sobre el mueble, los detalles que ralentizan el argumento y abren espacio a la reflexión:

“… tal vez el vínculo se limitara a eso, a una especie de encantamiento o haunting que si bien se mira no es otra cosa que la condenación del recuerdo, de que los hechos y las personas recurran y se aparezcan indefinidamente y no cesen del todo ni pasen del todo ni nos abandonen del todo nunca…”

Acude al entierro y, gracias a su trabajo de escritor fantasma, llega al padre de la muerta y, a través de él, llega al Rey de España, con quien se debate sobre escribir discursos y recrea la sátira política: “Por dudar, yo dudo hasta de la justicia de la institución que represento, casi nadie se lo imaginaría, eso es seguro…ese es un concepto muy difícil, subjetivo siempre en contra de lo que se quiere y pretende…”

Descripciones precisas, escasa adjetivación, un estilo simplista y refinado, la fría ironía que lo monta en la espalda Shakespeare y se mete entre líneas como una constante narrativa. Un amasijo de sucesos en los que solo hay un testigo que se distiende en la arbitrariedad de la omnipotencia. Es Víctor quien engaña al lector con una ambivalencia moral, reclamando que se le acepte como héroe cuando no se reconoce a simple vista. Dejando rastros del tortuoso camino de la psicología del protagonista, alternando entre la coherencia y el total requiebre nervioso, para que el lector bien elija entre la desconfianza y la compasión. Una narrativa pálida, sin grandes giros dramáticos, pero con una sintaxis de tierna fatalidad, como la de un suicida que nunca culmina su tragedia. Muerte, tiempo y olvido, y esa sensación que cubre exacta su propia sentencia: los buenos han de morir para que los sospechosos puedan empezar a hablar.

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