Misa literaria para una muerte capitalina
Por: Sender Escobar
Con trabajo y en letras mínimas, ampliando cada página de un pdf en el celular, comencé a leer la historia de un pre adolescente que no conocía las escaleras. Los emigrados tienen la capacidad única de mantener vivo el deslumbramiento y la llegada de ese niño a una ciudad apabullante lo (me) descolocó por completo.
Llegó a la capital de Cuba, junto a sus padres y hermano. Una de las primeras noches que pasó en la ciudad, fue apiñados en casa de un amigo chofer de guagua ciego de un ojo por el efecto de una sífilis antigua y luego en un hotelucho donde se escuchaban los gritos de las parejas teniendo sexo a través de las paredes. Experiencias que configuraron el ambiente citadino, barroco, ruidoso e insomne que el lector encontrará a través de los ojos de un niño nacido en el pueblo costero de Gibara en Holguín.
Guillermo Cabrera Infante subía unas escaleras por primera vez y el autor se fusionaría de manera gradual con esa nueva ciudad, mientras en su libro La Habana para un infante difunto, narrado en la siempre atrayente y empática primera persona, trazaría un mapa de recuerdos entre los que son hoy muchos paisajes en ruinas o desaparecidos de la urbe caribeña.
Guillermito llegó a una ciudad dispar y magnética, que bajo su ojo descubridor, cualidad innata de quien emigra a un nuevo lugar, dibujó el sitio donde enterraría al niño para que el inmediato adolescente y futuro joven guie al lector por la Cuba envuelta en los años de los gobiernos auténticos.
Para un natural de esa Habana, el paisaje cotidiano podría ser una imagen monótona carente de atractivos, pero la persona que sube aquellas escaleras hacia el cuartucho en la calle Zulueta 408 donde sería testigo privilegiado, una veces de manera fatal, de las vivencias exóticas de un falansterio como llamara al solar donde residió, configuran trayecto hacia el genial escritor reconocido como Premio Cervantes de Literatura en 1997, el último ganado por un autor cubano.
Pero no es solo la ciudad el descubrimiento del infante que fallece para que nazca un adolescente lleno de ansiedades ante los deseos e inquietudes naturales de la edad. El erotismo comienza a ser una certidumbre a través de las niñas del solar que provocan el arribo de nuevas sensaciones, así como la vista privilegiada desde la azotea del falansterio donde describe la ciudad y observa por una ventana a una mujer desnuda boca abajo a la distancia justa de su mirada.
Guillermito sueña con ser pelotero, el beisbol lo apasiona pero solo quedará en sueño ese anhelo deportivo y haya el único modo de hacerlo realidad: escribiendo. Idea entonces un cuento sobre un pelotero veterano que conecta un jonrón y en el recorrido por las bases muere. El escritor debutante arranca creando una de las tantas ironías, gracias a su particular sentido del humor, que plagarán sus obras posteriores, bajo el influjo de su exilio londinense.
Mas no se detiene solo en el retrato hilarante y biográfico de los caóticos días en el falansterio, Guillermito explora un mundo de oscuridades llamado cine. Asiste de manera sistemática en búsqueda de sorpresas fílmicas, pero también con intenciones de conquista. El adolescente se vuelve un cazador furtivo de oportunidades, en la mayoría de ellas su empeño es fallido, pero no menos interesante.
Sus intenciones de ser únicamente un espectador, por el sitio donde va: el cine Universal, conocido por la asistencia continúa de homosexuales, conlleva a narrar pormenorizadamente, similar a una escena de tensión al mejor estilo de cine negro, el tránsito de la duda a la resolución. Un habitual asistente al Universal era un japonés que aprovechaba la oscuridad para dejarle como regalo fílmico al compañero de turno una mamada. El nipón se sentó justo al lado de Guillermito y colocó su mano en la entrepierna de este. La crispación fue instantánea, el cómo responder lo dejó frío. Más que nada sentía temor, si en ese momento la traición corría a cuenta de su miembro. Ante la embarazosa situación los pensamientos corren en microsengundos por su mente , pero en la lectura cada detalle se representa con la expectativa de lo que sucederá ante lo incómodo del momento. Todo queda resuelto con el simple gesto de retirar la mano de aquel asiático deseoso de saborear carne viril en su boca. Mas aquel ¿desencuentro? no evitó que Guillermito continuara frecuentando el cine Universal, pues en sus propias palabras, siempre proyectaban las mejores películas.
El amor no tarda en llegar y de quien lo hace, resulta ser una muchacha tan esnobista como bella, quien le solicita poemas del Raspao (Ezra Pound) mientras va a realizarle una felación o rebautiza el apellido del fusilado bardo Juan Clemenete Zenea como Juan Clemente Zanaco. Su exigentes ocurrencias románticas, como tener sexo escuchando El mar de Claude Debussy, hacen de Guillermito un creativo buscador para los encuentros de esa muchacha inusual que al lector puede colmar la paciencia y a la vez soltar la más estridente de las risas por la naturaleza de sus inusuales peticiones.
Un tercer cambio se define en el protagonista del libro, su familia deja atrás el falansterio para mudarse con la más profunda discreción hacia el Vedado justo en la calle G esquina 25. Es un cierre definitivo. Guillermito ya es un joven casado. Es el inicio de los años 50 y las infidelidades lo apasionan, rebusca por toda La Habana probables conquistas. Sus descripciones son un paseo inigualable tanto por los clubes nocturnos donde asiste, el eficiente transporte urbano, como las posadas donde las mujeres que lleva de diferente procedencia lo hacen vivir más una situación embarazosa, como el elogio a su desempeño sexual y comentario sobre el insuficiente tamaño de su pene, según le confesaría con todo el desparpajo del mundo una empleada doméstica que le habla con diálogos de novelas radiales y dramáticos gestos.
La Habana para un infante difunto es la confesión urbana de un lenguaje descubierto y literaturizado por Cabrera Infante: el habanero. Con perenne humor quien lea puede ser víctima de la añoranza de un lugar y época distante, ya desaparecida, solo posible de encontrar de manera presencial en carteles descoloridos, edificaciones semiderruidas con el nombre de su propietario y tal vez el año de su construcción.
La marca a tres tiempos de su visón del mundo, el niño que muere, el adolescente que nace y el joven responsable que debe ser, mientras fracasa o consigue victorias pírricas en cuestiones de amor, provoca la empatía inmediata hacia un personaje disuelto entre realidad y la ficción de sus invenciones capitalinas. No todo en este libro puede ser verdaderamente cierto, pero comenzar a leerlo es la mejor vela que ilumine cualquier misa literaria ofrecida a los recuerdos de un infante que confiesa su muerte mientras sube por primera vez unas escaleras para dar paso a una próxima vida.