Ofrendas
Por: Lisandra Quirós
Un campesino viejo y arrugado caminaba por la llanura, mientras pensaba y anhelaba el regreso a sus años de juventud gloriosa, se quejaba de la vida y maldecía su suerte. De repente, escuchó una voz sin cuerpo:
— ¿Qué es lo que deseas?
El anciano se rascó los oídos y siguió su camino. No tardó en volver a escuchar la voz incorpórea.
— ¿Qué es lo que más deseas, anciano?
Con el desdén de quien ya no le asombran ni los demonios, el anciano contestó:
—Bueno, ya que preguntas. Para empezar, una buena vida, dinero, una buena casa, tierras para cultivar y mujeres para procrear.
Mirando al cielo, no encontró respuestas. Esperó un tiempo y nada. Siguió su sendero, el mismo que siempre recorría. Sacó agua del río y volvió por el mismo camino. Al llegar al punto exacto donde escuchó la voz, se detuvo y esperó. Volvió a mirar al cielo y nada.
—No me extraña. Con mi mala suerte, hasta los espíritus caídos se olvidan de mis deseos.
Cuando el anciano llegó al lugar donde estaba su casa, encontró un terreno fértil, una mansión de dos pisos corte colonial y tres concubinas en la reja del jardín donde se leía en acero brillante: Villa Don Ignacio.
El viejo no podía creerlo y, olvidando su joroba en la espalda comenzó a dar saltos de alegría.
Esa noche invitó a miles de extraños a su nueva casa. Bailó con champaña y entre uvas y vino hizo el amor con la virilidad antigua de su juventud. Los festejos se prolongaron dos días y en la tercera noche, dormido de embriaguez, volvió a escuchar la voz sin cuerpo.
— ¡Dos costillas y un riñón, anciano! ¡Dos costillas y un riñón! ¡Dos costillas y un riñón! ¡Dos costillas y un riñón! – Repetía hasta el cansancio.
De un salto se levantó y el dolor lo volvió a tumbar. Tenía un agujero pequeño en lugar de sus dos costillas, pero no sangraba. Le dolía la espalda como si le faltara un riñón.
Cuando amaneció, alquiló el único carro del pueblo y llegó al único hospital de la ciudad. En efecto, le faltaban dos costillas y un riñón, pero su doctor decía que gozaba de buena salud.
Aliviado, el anciano, aprovechó el carro de alquiler y volvió a la llanura donde escuchó por primera vez la voz.
Esta vez fue él quien habló:
—Si me vas a quitar las costillas, entonces me puedes dar un palacio. Me puedes hacer un viejo de negocios y puedes poner en mi patio hasta un avión.
No escuchó ni el susurro de los árboles. Se marchó.
Cuando llegó al lugar donde antes estaba su mansión de dos pisos al estilo colonial, encontró un palacio con guardias, sirvientes y un ejército. Todos a su disposición.
En el patio trasero, que más bien era una finca enorme, había tres autos con la más fina carrocería, dos carruajes y un avión blanco. Todo tenía un sello muy particular en rojo y con letras bien grandes: Don Ignacio.
Esta vez, las fiestas duraron diez días con sus diez noches y solo terminaron cuando el viejo Ignacio se desmayó de cansancio. Entonces, entre sueños, escuchó:
— ¡Un brazo, un ojo y la lengua, viejo! ¡Un brazo, un ojo y la lengua! ¡Un brazo, un ojo y la lengua! ¡Un brazo, un ojo y la lengua!
Despertó a los dos días de los festejos, solo, entre inmundicias de la fiesta y la peste del alcohol. Le faltaba el brazo derecho, el ojo izquierdo y la lengua.
Pronto el viejo, que se sentía como joven entre mujeres, dinero y riqueza, no tardó en acostumbrarse a su vida sin costillas, sin riñón, sin brazo, sin ojo y sin lengua. Y siguió pidiendo deseos a la voz, en el mismo lugar de la primera vez.
Mientras más “importante y poderoso”, se volvía el anciano, más de su cuerpo perdía. Perdió un pie, un pulmón, las orejas, los dedos de la mano izquierda, el hígado y el corazón. Pero siguió disfrutando de su “íntegra vida”.
Era el dueño del pueblo. Tenía una silla de ruedas especial, fabricada en las afueras de la ciudad, solo para él. Le acompañaba un perro guardián que se había convertido en su más fiel amigo y el único que sabía su secreto.
Los niños lo señalaban con una mezcla de respeto y miedo. Se había transformado en la leyenda del pueblo y se contaba sobre él más allá de la ciudad. Pero el viejo quería más. Y siguió pidiendo y brindando ofrendas de su propio cuerpo.
Luego del corazón, entregó sus venas para ser el dueño de la nueva marca productora de vinos: Vignacio. Ofreció a la voz incorpórea, siempre en el mismo lugar de la primera vez, el brazo y la pierna que le quedaban por un lugar como candidato en las venideras elecciones. Cambió su ojo derecho por el poder de la magia, y la voz concedió su deseo.
Así, el viejo Ignacio, que ya no se veía ni viejo, ni arrugado, ni se veía realmente, se encontró un día en el sendero donde comenzó todo y pudo ver en el mismo lugar donde una vez pidió una mejor vida, a una mujer algo mayor por los achaques y los harapos.
La señora se quejaba de su suerte, de la pobreza, de los años, de su vida. Ignacio, le preguntó sin pensarlo:
— ¿Qué es lo que deseas, mujer?