Pasaba casi a diario por la acera del Saratoga
Por: Sender Escobar
La conmoción dejaba de ser más que cierta para convertirse noticia continua. El Hotel Saratoga explotó en pleno día en una Habana Vieja siempre llena de transeúntes con destino hacia cualquier dirección.
Detrás del polvo, que se extendía por las calles y el cielo, llegaba el cuerpo de bomberos. Comenzaron las especulaciones. Colapsaban las redes telefónicas. Buscar cualquier señal de vida fue el imperativo de quienes se acercaron casi a ciegas, para levantar del suelo los restos de un edificio centenario, que había quedado desnudo producto a una fatalidad sin causa determinada.
Lo único cierto es que todo en los alrededores, hasta el piso sufrió una sacudida como si un terremoto apareciera de súbito, en una ciudad que solo conoce de temblores y movimiento de placas tectónicas en las noticias.
El trazo desgarrador de una estructura destruida, como si la culpa la tuviese años de abandono como es natural en una envejecida Habana, plasmaba la evidencia de lo perdido: vidas más que todo.
Una explosión no permitió que, a solo tres días de su reapertura, el Hotel Saratoga volviera a sus funciones desde que fuera inaugurado en 1879. Historias musicales, amorosas, diplomáticas y cotidianas quedaban inertes. Sin importar símbolos, la onda expansiva que se extendió más allá de los tres pisos del hotel, destruyó o estremeció en las fracciones de segundo que duró su viaje, múltiples estructuras que tocó su ruta invisible.
Los medios informativos nacionales y extranjeros durante las horas posteriores regresaban una y otra vez al mismo sitio, para reportar los avances de la búsqueda, sin la confirmación de que alguien más quedara con vida.
Las rutas habituales de transporte fueron desviadas del perímetro del hotel mientras las retro cavadoras continuaban removiendo los escombros de uno de los más lujosos vecinos del Capitolio. Las ruinas del Saratoga eran la metáfora de la levedad y lo inimaginable.
Mientras pasaba con rumbo al Vedado en una máquina entre el Gran Teatro de La Habana y el Capitolio, observé lo que pude de aquel sitio convertido en radiografía urbana. Recordé entonces a un amigo viejo que no llamé aquel viernes 6 de mayo. Busque el número en mi celular y casi pasando frente a su casa contestó.
Antón Arrufat tiene 86 años y La Habana presente a sus ojos ha mutado de ruinas a hoteles y viceversa. Escucho en su voz un tono de consternación. Antón estaba ese día en el banco de Prado. Sintió como temblaban los cristales del lugar y de inmediato observó la reacción de varias madres que tenían hijos en la escuela ´´Concepción Arenal´´ justo al frente del hotel, quienes salieron corriendo en búsqueda de sus niños, sin conocer la magnitud del desastre.
Antón llegó con 13 años a la capital y su primer hogar en La Habana quedó destruido como daño colateral por la explosión. En el edificio colindante al Saratoga, viviría el niño que fue Antón cuando comenzó a descubrir la ciudad que volcaría en su literatura.
Percibo en su voz una nostalgia poco común, mientras me va contando detalles de aquellos años cuando ´´pasaba casi a diario por la acera del Saratoga´´ para ir al cine o con destino al Paseo del Prado.
Su relación con el sitio, donde equipos de rescate y salvamento operan para encontrar a las víctimas desaparecidas, es más fuerte de lo que imaginaba. Antón conoce el pasado e interiores de ambos sitios como pocos.
De inmediato comienza a describirme el diseño del bar del hotel donde su padre solía pasar las tardes de domingo o las presentaciones de un conocido pianista del momento, en el salón Anacaona. Muchos años después, su hermano menor trabajaría como empleado del lugar.
Entre el Saratoga y el edificio de apartamentos colapsado, la tienda ´´La Noble Habana´´ también quedó destruida. Llamada antes ´´La industrial´´ vendían telas y ropas, el padre de Antón era dueño adjunto del local y también laboraba como viajante de comercio.
´´La industrial´´ cerraría sus puertas por un incendio a los pocos años y esta vez, otro siniestro la sepultaba ´´La Noble Habana´´.
He conversado unos diez minutos con Antón, me pregunta cuando nos veremos de nuevo. Tenemos mucho más sobre que hablar, aunque más bien pase casi todo el tiempo haciéndole preguntas.
Recordar es un ejercicio que Antón disfruta, que a veces lo sorprende incluso. Pero esta vez el retorno hacia aquellos días de adolescente cuando llegó de Santiago de Cuba a La Habana posee una significación diferente. Salvo en sus conversaciones o recuerdos el Hotel Saratoga, la tienda y su primer hogar, no será un paisaje habitual por mucho tiempo, cuando decida volver a pasear por la ciudad.