Piedra, papel o tijera

La Jeringa
21 min readMar 5, 2023
Ilustra: Jennifer Ancízar

Por: Luis A. Leal

“Uno a veces necesita inmensamente transgredir para no sentirse humo, para otorgarle algún peso a la existencia.”

“El Pájaro: Papel y Tinta China" (Ena Lucía Portela)

Siempre son tiempos malos. Malos tiempos donde asoma lo peor de cada cual. Lo que sucede es que en ciertos lugares estos parecen perpetuos. La culpa es del hastío que hace que todo se torne aburrido, que el pasto luzca más verde al otro lado de las bardas, que la vida se convierta en una constante ansiedad por escapar (the fear of missing the opportunity). Se pierde hasta el morbo, la virilidad, el encanto, y el deseo se marcha como mismo llegó. Hasta matar puede volverse tedioso, lo mismo que fregar platos, apretar tuercas, o ser el celador de un patio lleno de chatarra y de hierros viejos. Lo notas porque no te agitas, ni te tiemblan las manos, ni te muerdes los labios. El golpe no es más que un golpe, un cúmulo de sonidos que se describen a través de una explosiva onomatopeya, casi un soplo. La adrenalina no sube, el sabor de los gestos es soso, no hay impulso, y entonces lentamente empiezas a hacer las cosas por costumbre, por hábito, como un autómata. Creas patrones que son lejanas señales de humo, descuidas los rastros y vas dejando un hilo baboso por donde quiera que pasas como el de un caracol. Asomas tu silueta por el borde de las sombras y ahí es donde te vuelves predecible.

Había mucho calor, no recuerdo uno más intenso como el de aquel año. Fue el verano de 1994. Nadie sabe lo que es el calor del verano si no viene al trópico. La Habana se derretía, cual si fuera un helado olvidado al sol, la ciudad sudaba a chorros por los poros (las ventanas y las grietas de los edificios) porque la brisa soplaba en contra desde bien temprano, de la tierra al mar. Un terral perfecto para navegar hacia el norte, huyendo en cualquier cosa, un yate robado, un bote de pescadores, una balsa, un trozo de algo que flote. Por fin llegaron. Después de adentrarse en el lúgubre zaguán adornado con flecos de tela de arañas y tendederas eléctricas, luego de recibir la bienvenida, el abrazo oloroso y sublime del orine seco, trepar los tres escalones de losas quebradizas que conectan la acera con el interior de aquel solar en medio de la Habana Vieja, sorteando huecos, evitando charcos, y pisotear el palo horizontal desgastado de la inmensa puerta de entrada de dos hojas, finalmente se quedaron a solas. Ella soltó una nerviosa sonrisilla reprimida. Él abandonó sus ademanes de hidalgo y la tomó por el brazo, la empujó contra su cuerpo y pegó su espalda contra el pasamanos. Aprovechó para darle un beso en el comienzo de la escalera. La vecina de los bajos, siempre alerta, porque en una ciudad tan llena de gente hastiada uno nunca sabe cuánto falta para que te roben, te asalten, o te maten, mete los ojos a través de la ranuras de su ventana. Solo ve siluetas retorciéndose, pedazos de cuerpos fusionándose, escucha aislados gemidos de placer. Esta parte de la ciudad es oscura, misteriosa, suelen suceder cosas sin explicación. Tampoco preguntes, porque nadie contesta. Hay un olor peculiar en el ambiente, amargo, seco, un perfume que se siente de cuando en cuando, en ciertas y determinadas noches.

–¿Fabián, eres tú? –pregunta la vecina.

Nadie responde. Se oyen pasos, risas, ruidos de cremalleras que se deslizan, pies descalzos que dan saltos por el techo, encima de la cabeza, hay sombras que corren a hurtadillas, susurros, chirridos de bisagras, el cierre sordo de una puerta, luego silencio.

El hombre de la medalla y el tatuaje de la gárgola invitó a su cuarto aquella sensual muchacha con el trazo de una N gótica en el antebrazo, si es que se le podía llamar cuarto a aquel lugar en tinieblas de paredes violetas y cálidas luces amarillentas; con olor a polvo y a humedad mezclado con perfume y aroma de tela nueva emanando de las sobrias cortinas que cubrían completamente las ventanas. Una habitación de aspecto barroco, diseñada solo para pernoctar, o tal vez para propósitos aún desconocidos por ella. En el centro, una cama antigua gigante de cabecera capitoneada donde descansan almohadas con motivos florales y arabescos. Un inmenso armario espartano, del piso al techo, con lunas de espejos en las puertas, una de ellas, la de la izquierda, tiene muchos puntos en rojo, como espesas gotas de sangre, huellas de yemas de dedos embarradas de pintura, o algo así. Dos sillas estilo Luis XV tapizadas en terciopelo reposan a cada lado de la cama. Varios candelabros de bronce, jarrones de porcelana vacíos encima de pedestales y pequeñas esculturas sin aparente orden simétrico componían aquel paisaje de vértigo, acentuado por los trazos moteados de las alfombras orientales en el suelo.
La puerta se cierra, el aire adentro queda atrapado, hermético, denso, se siente grueso rozando las paredes de las fosas nasales. La ciudad afuera girando, divagando y allí dentro solo estática. La muchacha del trazo de la N gótica, (terso y elegante, estiloso dirían muchos, curvo como una serpiente cuando se mira de lejos, pero en realidad de cerca es un ramillete de minúsculas flores que componen la letra) tuvo nauseas de repente. Un salto inesperado en el estómago, un vértigo de confirmación. Antes no había logrado ver claramente el tatuaje del hombre, solo la medalla, lo buscaba sigilosa, pero sin éxito; no lo notó mientras conversaban en la calle, ni cuando subieron al auto que los condujo a la avenida paralela donde estaba la vivienda, ni cuando se abrazaron en el zaguán y se besaron en el comienzo de la escalera. Solo ahora se hizo visible, al llegar, debajo de las luces, en aquella pieza pequeña con aspecto de baño al fondo de la habitación. Un espacio inmaculado, pulcro, límpido como los que usan para comerciales. Él se quitó la prenda que traía encima, una especie de gabardina negra (en un principio a la muchacha del tatuaje de la N gótica le pareció extraña la vestimenta con tanto calor, pero creyó que podría tratarse de un emo) y se quedó en camisetas, con los hombros descubiertos. El dibujo de la horrenda criatura se deslizaba sobre su alba piel cubriendo completamente su hombro izquierdo, con el rabo colgando hacia la espalda, invisible desde su perspectiva, y la cabeza (cubierta por una porción de tela de la camiseta) que supuestamente reposaba encima del pecho.

Esta noche, como muchas otras, igual que aquella noche que quisiera olvidar, el hombre del tatuaje de la gárgola, tiene urgencias. Impulsos que a veces no sabe distinguir ni controlar. Hay olor a libido dentro de las paredes violetas de su cuarto, esencia de flujos viscosos, bálsamo de sexo mezclado con sangre, saliva y deseo. La bestia aúlla intenso dentro de su pecho, quiere salir a pasear, rajar su carne, alimentarse.

La chica del trazo de la N gótica en el antebrazo saca el revolver con disimulo, lo lleva en la cartera, nunca en la vida ha disparado un arma, se lo dijo tartamudeando al maleante que se la vendió. Dónde se consigue un arma en una ciudad con hambre. Bajando por el sendero al fondo del muro del cementerio, pasando por debajo del poste donde está el bombillo que hace que tu sombra se alargue, y toque la puerta de la primera casucha de la derecha. No son muchos los que se atreven a llegar hasta allí, a menos que sea una emergencia.

–Eso no lleva manual de instrucciones –aseveró el tipejo –aprietas el gatillo y lo que tengas delante del cañón, era. Así de fácil, solo ten cuidado de no ser tú.

Agarró el rollo apretado de dinero, lo contó, puso el arma en las manos de la chica y cerró la puerta.
Ella se sienta en la cama, coloca el revolver entre sus piernas cruzadas. Siente el frío metal que roza sus muslos, tan frío como su mente. El hombre del tatuaje de la gárgola sirvió unos tragos dejando caer gotas de láudano, en Europa quizás, hubiese sido un burdeos, una copa de champagne, un scotch, en La Habana nada de eso aparece, solo ron con cola. Le dicen Cuba Libre, pero es solo una metáfora, o quizás un triste oxímoron. Él extiende su mano con el vaso a medias para su visitante. Afuera no sopla la brisa y la gente aprovecha y se lanza al mar para tratar de escapar. La chica no bebe, asuntos de familia, del pasado no tan reciente, le trae amargos recuerdos. Él insiste.

–¿Puedo fumar? –pregunta ella.

Él sonríe, y asiente. –Hagamos un trato. Jugamos, si gano te bebes el trago, si no, no pasa nada. Ríe, camina alrededor de la cama y agarra con cuidado un bastón de golf, ligeramente oxidado, que descansaba recostado en la pared. Tiene la mitad de la cara en la sombra. Luce un poco siniestro.

–¿A qué jugamos? –pregunta la chica.

–A piedra, papel, o tijera.

El juego favorito del abuelo. El juego que lo enseñara a fortalecer su carácter. Competía con él, lo usaba para todo. Para hacer mandados, para cargar los cubos de agua, para decidir a quién le tocaban los deberes del hogar, para rifarse la porción de comida más grande. También porque sí, para demostrar quién era más ágil, quién tenía el control. Cada vez que perdía, los castigos eran peores y más brutales. Quemaduras con cigarrillos, impactos eléctricos, pinchazos con objetos filosos y punzantes. Su piel entera estaba llena de recuerdos, un mapa de sus yerros y pueriles inexactitudes o desaciertos. Al principio su destino era ese, siempre perder, hasta que aprendió a predecir los patrones, anticipar las señales, adivinar los pensamientos, meterse en la mente del contrario, y cesaron los tormentos.

El abuelo era un tipo agrio y taciturno, la distancia lo convirtió en eso, o tal vez fue la guerra, o la soledad. Quizás era el hecho de sentirse desterrado, un extranjero. Apenas le dirigía la palabra, su manera de enseñar era muda y dolorosa, pero efectiva. Hizo de él un hombre independiente, educado para no mostrar los sentimientos y sobrevivir bajo cualquier circunstancia a fuerza de entereza. El abuelo se hubiera sentido orgulloso el día de su muerte, cuando su nieto, con solo catorce años, tuvo que enfrentarse a un cuerpo inerte y frío, a un rostro rígido e inmóvil con una mirada vacía. Lo acomodó en la cama, comprobó que no tenía pulso, le cerró los párpados, luego se cepilló los dientes, se vistió y llamó a los vecinos. Vinieron los doctores, firmó documentos, se despidió del abuelo y se lo llevaron. Fue al entierro sin derramar una lágrima (su abuelo siempre decía que el llanto era para los débiles), escondió la llave del cuarto en un lugar seguro y a los pocos días escapó sin dejar rastros de aquel albergue hacinado en que lo ubicaron, que más que un orfelinato, parecía la barraca de un campo de concentración.

Su padre no se enteró, su padre andaba lejos, escondido. Prófugo de sí mismo y de los recuerdos. Había huido de Europa después de la guerra, en busca de otros rincones donde no se hablara en términos de este y oeste. Escapó llevándose a su padre, su única familia, y vinieron juntos a tierras lejanas, más calurosas, menos convulsas, donde sus palabras sonaban extrañas, donde la gente se movía a otro ritmo y con otra idiosincrasia, donde su piel era mucho más blanca. Llegaron juntos a esta isla. Aquí no habría juicios, ni víctimas, ni hordas pidiendo su cabeza, deseando lincharlo por crímenes de lesa humanidad, crímenes que no eran suyos, él simplemente cumplía órdenes. Aquí conoció aquella mujer, con la que tuvo un hijo, un tanto diferente, blanco igual que él, de ojos de miel, de pelo negro, negrísimo, al que llamó Fabián, como el padre de su padre. Quiso ser feliz, pero no fue posible, arrastraba consigo la culpa o la desgracia. Hay gente que jamás se libra de la desgracia, que la llevan como un traje hecho a la medida. Su mujer murió en el parto, vinieron las preguntas, él perdió la calma, comenzó a sentirse incómodo, vigilado, regresó el miedo, las neurosis, gente preguntando, perseguido de nuevo y escapó. Más al norte, o tal vez al sur, nadie lo supo. Partió dejando su pequeño hijo al cuidado de su padre, quien no quiso seguirle los pasos porque se sentía demasiado viejo.

La soledad fue la herencia que recibió de su padre. Junto a una suma de dinero que le hacía llegar mes tras mes en un sobre sin destinatario. También le legó su aspecto caucásico poco disimulable en el trópico, algo con lo que tuvo que luchar incansablemente para pasar desapercibido entre las multitudes. Su gran estatura, su piel marmolada, sus ojos claros, hundidos, color resina atrapadora de insectos, el pelo negro, negrísimo sobre los hombros, la nariz aguileña, el rostro distante y sibilino, renacentista y su marcado porte de militar. Regresó al mismo cuarto siendo todavía un infante, más solo que Asterión. Su antigua vecina, la de al lado, en los altos, amiga de su abuelo, lo alimentaba. Se encargaba de lavar su ropa y que fuera a la escuela, al menos inculcar un poco de orden y disciplina en aquel pobre abandonado a su destino. Le daba lástima. Ella le hablaba como una madre, pero él se sabía huérfano.
Nadie sabe cómo sucedió, ni él mismo, tal vez fue la soledad, el cansancio, la falta de una mano compasiva, el dolor interno, la necesidad de vengarse con la vida, o quizás lo traía en la sangre, pura genética. Tenía apenas dieciocho. Fue culpa del maldito juego, los recuerdos, los castigos del abuelo. Se distrajo por segundos con la luz del sol (nunca le gustó el sol), no estaba acostumbrado a tanto resplandor.

–Piedra, papel o tijera (abrió la palma de la mano extendida mientras la vecina le mostraba su dedo índice y el del medio fuera del puño).

–¡Te gané! –gritó ella emocionada.

El borde de la meseta de la cocina le partió la frente en medio de un sonido de huesos quebradizos. La cara de la vecina salió disparada cual si fuese una pelota que rebota. Fue lo último que gritó en la vida. No fue culpa de nadie, sino de la bestia.
Se siente un olor peculiar. Corre hacia la entrada de su cuarto, pasos, risas ingenuas, pies descalzos que dan saltos por el techo, encima de la cabeza, sombras que corren a hurtadillas, chirridos de bisagras, el cierre sordo de una puerta, camina al espejo hace un punto rojo con el dedo índice ensangrentado, se mete en la cama, se tapa el rostro con la manta, oscuridad, silencio. Se encerró durante días en lo alto, agitado, con las manos temblorosas, mordiéndose los labios, asustado, viendo entrar y salir la policía, los médicos, los bomberos, el cadáver de la pobre vecina de al lado descendiendo la escalera, cubierto con una sábana blanca, como el día que se llevaron al abuelo. Suponía que con su madre también sucedió lo mismo. A ella igual debieron haberla tapado con una sábana blanca.

–No falta nada dentro de la casa, no fue para robarle –comentaba la autoridad.

–Es un golpe fuerte en la cabeza, tal vez tropezó y cayó –especulaban los galenos.

Pasan los días, sin que pasara nada. Solo silencio. La soledad llega de nuevo como una madre neurótica que te abraza y luego te maltrata. Cada vez más solo, cada vez menos luz, cada vez más silencio, tanto que se le olvidaban las palabras. Sostiene diálogos internos en su cabeza. Comía, dormía, apenas salía del cuarto, seguía invariablemente una rutina. Salía de noche a andar la ciudad, vestido de negro, como si fuese el primogénito de Abaddon. Planeaba las avenidas, sobrevolaba las callejuelas como las aves de rapiña. Apenas tenía diecinueve, sus carnes se volvían rígidas por el impulso de la sangre, ajenas a su voluntad, sentía el llamado del mundo animal, la bestia interna que aúlla y se retuerce, que lo empujaba a clavar el aguijón en otras presas. La posesión de un cuerpo era lo que lo movía. Esa vez tampoco fue su culpa, ella era mucho mayor, tal vez no tanto como su madre o su vecina, pero era su edad multiplicada por dos. Estaba ebria, en vez de sangre, corría alcohol por sus venas.

–¿Cómo te llamas lindura?

–Me llamo Pablo. Le brinda de su botella con láudano.

Ella lo mira de arriba abajo. –Eres demasiado joven, tal vez.

Él sintió vergüenza, sumó unos cuantos años, dijo mentiras, y al final logró convencerla. Llegaron al solar, la besó junto al pasamanos de la escalera, escuchó la pregunta de la vecina de los bajos.

–¿Eres tú, Fabián?

En una ciudad llena de gente hastiada nadie sabe cuánto falta para que te roben o te asalten, tal vez para que te maten. Ya saben lo que le sucedió a la antigua vecina de los altos. No responde.

–¿Es contigo? –pregunta la mujer

–No. Es con Fabián, yo me llamo Pablo.

De nuevo el olor peculiar que se siente de cuando en cuando, pasos, risas, ruidos de cremalleras que se deslizan, pies descalzos que dan saltos por el techo, encima de la cabeza, sombras que corren a hurtadillas, susurros, chirridos de bisagras, el cierre sordo de una puerta, silencio. Se metieron juntos en la bañadera, se dejó acariciar por aquella figura que literalmente engulló su cuerpo por entre sus piernas dentro del agua. La habitación dio vueltas, el calor, el ruido de la gota de la pila martillando en su cabeza, la comezón interna, los gemidos de aquella mujer mayor, menor que su madre, menor que su vecina la de los altos, pero dos veces el tiempo de su vida. Un jalón incontenible desde fuera de su piel, más allá de su control. Éxtasis, una sensación desconocida, y luego arrojado hacia la cama, la espalda mojada todavía. Nuevamente el techo daba vueltas (estaba tumbado boca arriba con la mujer encima), el calor, el ruido de las gotas de la pila martillando en su cabeza (estaba lejos pero la sentía como si estuviera a su lado), los gemidos de la mujer mayor, el jalón incontenible. Éxtasis y luego silencio. Recostó su cabeza sobre los senos, y ella se lo permitió, como si fuese una madre, pero él se sabía huérfano. Esa mujer no tenía que haber hablado. Si se hubiese mantenido callada nada habría sucedido. Ella insinuó que debía marcharse y él le pidió que se quedara.

–No puedo.

–Quédate por favor.

–No puedo. Debo irme.

Una idea le cruza el pensamiento. –Jugamos a piedra, papel y tijera, si pierdes te quedas –dijo él.

Agarró en el puño izquierdo aquel palo de golf ligeramente oxidado que dormitaba recostado a la cabecera de la cama. Ni siquiera recuerda quién lo trajo. Sintió que se agitaba, le temblaban las manos, se mordió los labios. Un golpe seco, un cúmulo de sonidos que se describen a través de una explosiva onomatopeya. Luego caminó al espejo, marcó otro punto rojo con el dedo índice.

Se deshizo del cuerpo, lo regó por todos lados como una lluvia de carne muerta. Trozos en el río Almendares, en el Quibú, en las presas a la salida de la Habana, en el bosque del Parque Lenin, en los botes de basura, en el mar. Es muy fácil desaparecer un cuerpo cuando hay tanta oscuridad, cuando todos están demasiado ocupados pensando en cómo escapar, cuando la policía tiene exceso de trabajo. La ciudad se desploma, la gente roba sin escrúpulos, unos se disputan lo poco que hay y otros huyen, ambos con uñas y dientes. Y él, camina con trozos de aquel cuerpo bajo el brazo. Quién puede sospechar de un tipo que solo de mirarlo puede inspirar lástima.

Varias veces más marcó el espejo, muchas. Piedra, papel y tijera, un golpe seco y el dedo índice ensangrentado apretando en la luna de cristal. Era demasiado fácil, casi una fórmula. Detestaba la seducción, se sentía únicamente impulsado por la posesión de un cuerpo. Mujeres ebrias, hombres también, cuerpos velludos y depilados, invitaciones a tragos de su botella con láudano, el beso al comienzo de la escalera, la vecina de los bajos, siempre alerta; porque en una ciudad tan llena de gente hastiada uno nunca sabe cuánto falta para que te roben, te asalten, o te maten. El olor peculiar en el ambiente, amargo, seco, un perfume que se siente de cuando en cuando, en ciertas y determinadas noches. La pregunta.

–¿Fabián, eres tú?

Pasos, risas, ruidos de cremalleras que se deslizan, pies descalzos que dan saltos por el techo, encima de la cabeza, sombras que corren a hurtadillas, susurros, chirridos de bisagras, el cierre sordo de una puerta, silencio. Después la bestia desgarraba su pecho, con lujuria y avidez de sangre al mismo tiempo, lo confundía, lo trastornaba. El techo que daba vueltas, el calor, el ruido de las gotas de la pila martillando en su cabeza, los gemidos de los cuerpos, el jalón incontenible, el éxtasis. Luego más alcohol, conversaciones, el reto. Piedra, papel o tijera, el golpe seco con el cetro, su bastón de golf ligeramente oxidado (ya lo había perfeccionado tanto que casi no invertía energía alguna en ello). Se agitaba, le temblaban las manos, se mordía los labios. Caminaba al espejo, y marcaba nuevamente otro punto rojo con el dedo índice.
La ciudad hervía, incluso en las noches. Todo pasa inadvertido cuando la gente está haciendo otra cosa (algo así decía Lennon de la vida). El país entero escapando y él caminando. No se enteró cuando desviaron las lanchas de la bahía, ni tampoco cuando secuestraron el avión, ni cuando hundieron el remolcador, y mucho menos de la revuelta en el malecón. Todo eso ocurría a sus espaldas, la tierra borbotando y él “trabajando”. Él, que no sabía nada de política y lo tenía todo para ser feliz en esta isla, pero ningún hombre es una isla. De nuevo jabas con trozos bajo el brazo, lluvia de cuerpos humanos. En el río Almendares, en el Quibú, en las presas a la salida de la Habana, en el bosque del Parque Lenin, en los botes de basura, en el mar, en nuevos e insospechados lugares. Camina incógnito y benigno. Solo se escucha el comentario desconcertado. Un rumor. Hay gente desapareciendo. Pudiera ser un asunto político, una burda patraña del enemigo para subvertir el orden interno. Nadie hace caso de los rumores, la prensa no publica nada oficial. Eso pasa en todos lados, no es nada nuevo. Y él simplemente sigue siendo un tipo que inspira lástima de solo mirarlo, con cara de buena gente, como un Jack the Ripper afable. Lleva años caminando con trozos bajo el brazo, sonriendo, saludando con gestos. Es meticuloso, desaparecer un cuerpo entero toma tiempo. Usa la bañera para eso, en la que cae la gota día y noche que le martilla el cerebro, el techo da vueltas mientras despedaza con la serenidad de un carnicero, suda, tiene calor, pero es preferible secarse la frente con la mano que quemarse con la luz del sol, no le gusta el desorden, ni la suciedad, ni las manchas de sangre. Allí dentro solo hay manchas en el espejo.
Es un tipo que camina con trozos bajo el brazo y cara de buena gente. Camina impávido. Sabe que lleva ventaja, mucha ventaja, también muchos trozos, muchos cuerpos desaparecidos, muchas mujeres y hombres. Puede hacer ya lo que quiera. Se confía, y ahí es donde aparecen los errores. Hay hambre, la ciudad tiene el estómago vacío, las tripas le rugen y expulsa bocanadas de aire. Tiene náuseas y espejismos, escupe y no sale otra cosa que saliva, blanca, pastosa, líquido denso con espumarajos, igual al mar, no hay más nada. Golpea el hambre, el cansancio y la escasez, por eso la gente se lanza en masas al bonancible espumarajo. El hambre hace que se pierda la calma.

–Espera aquí, ahora vuelvo –le dijo aquella mujer a su hija adolescente que reclama su comida luego de llegar de la escuela.

Fue hace como cuatro o cinco años atrás, salió a la calle y nunca regresó. La mujer bebió unos cuantos tragos, para apaciguar el hambre y llenarse de valor, se vistió de Mesalina para hacer algo de dinero y darle de comer a su hija adolescente. ¿Pudor? No, el pudor no vale cuando la gente tiene el estómago vacío. Cuando es su descendencia la que está en peligro. Aquella mujer agarró la calle y nunca regresó. Su hija la buscó, anduvo la ciudad por varios días, tal vez semanas, pero no la encontró. El rostro de su madre se convirtió en una mancha en el espejo y el recuerdo de su ruego.

–No me hagas daño, yo solo quiero darle de comer a mi hija.

Gritó su nombre. Dijo que se llamaba Natacha antes de que el bastón de golf ligeramente oxidado le rompiera la cabeza. Mal augurio enterarse del nombre de una víctima. No es lo mismo ignorar al que se mata que ponerle nombre al rostro de sufrimiento del que muere. Pero todo fue por culpa del hambre, y de la bestia. Se deshizo del cuerpo, igual que los demás, caminando con trozos bajo el brazo por toda La Habana. Y luego prometió no hacerlo más. Pero quién controla la bestia, ese ser alado y pedunculoso que vive en su interior, que se alimenta con fluidos de lujuria y sangre. Últimamente no sabía definir lo que sentía, aquellos impulsos febriles por la posesión de un cuerpo lo dominaban, enturbiaban su mente, tal vez era erotismo o impudicia, o maldad. Y en uno de sus tormentos cometió el peor error. Arrastró aquella silueta escaleras arriba después de besarla en el pasamanos y no contestar la pregunta de la vecina. El olor se sentía más fuerte que de costumbre, inundaba los pasillos, las paredes, la entrada del edificio, el zaguán adornado de telas de arañas y tendederas eléctricas. Hubo pasos, risas ingenuas, pies descalzos que dan saltos por el techo, encima de la cabeza, sombras que corren a hurtadillas, chirridos de bisagras, el cierre sordo de una puerta pero todo más rápido, más acelerado, como si pretendiera llegar pronto y hacer lo que tenía que hacer, de prisa. Por primera vez no se agitó, no le temblaron las manos, ni se mordió los labios. No percibió el tierno golpe de la adrenalina, ni hubo impulso, solo ira. Cargó su Antígona y la lanzó en la bañera, rasguñó su cuerpo, acarició su piel con la lengua, succionó su savia, extrajo el tuétano a través de sus poros, saboreó delirio hasta la saciedad. Luego el poderoso animal brotó de sus entrañas, la medalla en su pecho destellaba, la horrenda criatura cobró vida, le desgarró la piel y le galopó por encima. La habitación dio vueltas, el calor, el ruido de la gota de la pila martillando en su cabeza, la comezón interna, los gemidos de aquella mujer. Un jalón incontenible desde fuera de su piel, más allá de su control. Éxtasis. Iba a arrebatarle la vida allí mismo, sin llegar a la cama, de inmediato, clavando su aguijón a través de las vísceras de aquella libertina, pero no podía sin el ritual. Agarró el bastón de golf ligeramente oxidado entre las manos.

–Vas a morir de todas maneras –musitó –escoge, piedra, papel o tijera.

Muchas veces te salva el instinto de conservación, te llegan fuerzas de rincones desconocidos, refuerzos que cruzan el umbral desde el lado oscuro, eso fue lo que sucedió. Ella, adolorida, clavó sus uñas con saña en el medio del pecho de su asesino, en un último intento por aferrarse a la tierra de los vivos, la que queda delante del valle de las sombras de la muerte. Hizo surcos profundos de donde brotó a chorros la sangre, caliente y roja, como los puntos en el espejo. Hay sangre por doquier, él huye, se desespera, tropieza con todo a su paso, incluso con el bastón ensangrentado, no le gusta el desorden, la suciedad, ni las manchas de sangre. Esta vez no corre a hacer su marca con el dedo ensangrentado, sino a parar la hemorragia. Tiene demasiados puntos rojos sobre su cuerpo. Ella aprovecha y escapa a través del pasillo, pasos en la cabeza de los vecinos, gemidos, llanto, corre escaleras abajo, deja restos de sangre en el pasamanos, sale a la calle y se precipita, vuela, bate las alas hasta quedarse sin fuerzas.

Se sabe que murió en el hospital dos días después víctima de los traumas, los rasguños, el golpe en la cabeza, los hematomas. El primogénito de Abaddon se entera y pregunta con disimulo.

–¿Habló ella con alguien? ¿Ha venido su familia? ¿Acaso la policía?

–No, solo una jovencita insistente.

–¡Qué alivio!

El hombre de la medalla y el tatuaje de la gárgola está de pie con el bastón de golf ligeramente oxidado en una de sus manos. Piedra, papel o…
–Hace calor –interrumpe la muchacha del trazo de la N gótica

–¿Puedo quitarme la blusa? Ponte cómodo tú también, estás en tu casa –añade coqueta.

Él se quita la camiseta, enseña su alba piel decorada por el cuerpo entero de la horrenda criatura. Tenía que estar segura, no bastaba con el juego, ni la medalla, hacen falta más de tres palabras para un ajuste de cuentas. Y de pronto se asoman las marcas en el pecho, por el borde de las sombras, tal como se la describió aquella moribunda el día del hospital; un arañazo de un oso encima de una figura siniestra.

–Perdón –añade ella luego de enseñar su torso en prendas menores

–¿Volvemos a empezar?

Coloca el puño izquierdo en el aire y mete su mano derecha dentro de sus piernas. Piedra, papel o tijera. El cañón del revolver escupe fuego, trunca la frase y el movimiento. Un ruido intenso, atronador, que rebota dentro de las paredes violetas del cuarto. Un golpe fuerte en el centro del pecho que lo detiene. El hombre cae al suelo. Se toca la piel con el dedo índice, un orificio caliente de donde brotan hilos de vida, coágulos. La gárgola sangra por la cabeza, camina a tientas por sobre su piel, presiente que son sus últimos pasos. La chica del tatuaje de la N gótica sigue de pie, allí frente a él, mirándolo partir. Da media vuelta.
–Espera, aún no me has dicho cómo te llamas. Yo soy Fabián. Quiere ponerle nombre a su rostro de sufrimiento.

–Mi nombre es Natacha, como el de mi madre.

Le muestra en detalle el tatuaje de la N gótica, en su antebrazo, curvo como una serpiente; pero que en realidad es un ramillete de minúsculas flores, y guarda el revolver en su cartera. Da unos pasos atrás, se pone la blusa y se marcha. El hombre entonces sonríe con su último aliento, se aleja tranquilo, hastiado y con el encanto perdido. Sin agitarse, sin que le tiemblen las manos, sin que le diera tiempo a morderse los labios. La adrenalina cesó dentro de su cuerpo, la sangre se le escapó, y quedó estático, sin impulso, igual que el bastón de golf ligeramente oxidado. Ya no había destellos en su medalla. La horrenda criatura se fue apartando lentamente, desgarrando su pecho, y saltó por la ventana, desesperada, frenética, como mismo huía la gente aquel caluroso verano de esta tierra.

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