Pinto flores para que así no mueran

La Jeringa
3 min readAug 11, 2022

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Por: Agustín Enrique Ortiz Montalvo

Parece un lugar común seguir hablando de las mujeres y las flores, como también algunos no quieren ni mencionar que buscan a una mujer. A veces no concibo que sea otro el sentido de la vida. Yo no puedo renunciar a esa búsqueda.

Busco una mujer a la que le crecen tallos en vez de cabellos y sus pensamientos culminan en flores nuevas, a las que no puedo renunciar. Dicen que en el nombre “Susana”, se mezclan la mujer y la azucena; pero ella no se llama así y sueña con otras flores. Busco a una mujer que huele como una azucena, pero más bien es desafiante como un crisantemo. Y toda la fuerza del mundo cabe en su mirada, aunque yo, cuando la observo detenidamente, solo veo pétalos y botones de girasol donde debería encontrar ojos.

Una mujer que va disparando flores por el mundo, piensa que oler es una condición fundamental de sentir la vida. Podemos tener esta certeza en medio del misterio que entraña la naturaleza femenina y como un ejercicio para despejar la omisión, paradójicamente, leyendo su arte. Ya era demasiado violento seguir escribiendo sobre los dibujos de una mujer en un intento precipitado por lograr una desnudez que solo ella puede mostrar, a su ritmo. Y cuando una mujer nos habla de sus flores, es el momento de escucharla. Flores que nacen de su cabeza. Quiere que apreciemos la parte superior de su cuerpo, donde el espíritu se conecta con la inteligencia; quiere que no nos acerquemos a su jardín sino con la delicadeza de las hojas y agua para regar.

Admiro a la mujer que saca sus imágenes y, una vez en mano la evidencia, dice: “Esa soy yo”. Queremos entender el arte mientras nos cuesta tanto conocernos. Y quien pinta unas acuarelas, emprende un camino hacia reconocerse cada día más.

Un búcaro de cristal, transparente, es la perfecta continuidad de su cuello. Un búcaro pletórico de flores de loto, gladiolos, lirios, girasoles, sakura, margaritas, diente de león. No puedo dejar de pensar en el consejo que le dio Martí a la niña María Mantilla: “Que el vaso no sea más que la flor”. Asimiló toda la carga representativa que encierran las flores. Adentro del búcaro, un amasijo de pétalos caídos, tallos entrecruzados, fibra verde, diversidad de colores, pigmentos, niveles de clorofila; una dosis de agua, inevitable, consustancial; flores acabadas de brotar: esplendorosas, frescas, fragantes; quizás es eso la cabeza de una mujer. Acaso las mujeres saben mucho sobre las flores marchitas y que luego otras nacen.

Yo busco a una mujer que siempre estoy mirando desde la sima de una loma. Y ella, desde lo más alto, se extiende hasta el universo. Se expande a través de cientos de esas florecitas blancas de ceiba, como si la vida fuera dejarse llevar por el aire, ascendiendo hasta el cielo, como si quisiera, con ese gesto delicado de flor, entrar por la nariz de muchas otras mujeres.

No crean que he llegado a este punto sin cuestionarme si perdí esta causa. Es que recuerdo incesantemente a esa mujer, porque amé sus flores de tan solo mirarlas. Y yo la busco, y ella sube más y más.

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