¡Ponme la mano aquí, Macorina!
Por: Juglar habanero
Si hago un esfuerzo, todavía puedo recordar cuando solía escuchar en casa los discos de Chavela Vargas—La Chamana—, mi abuelo si bien no se decía un obseso de su música, tampoco toleraba que me acercara a los vinilos que tan celosamente guardaba de la artista, una colección que había empezado desde su juventud si mal no recuerdo, cuando escuchó por primera vez Macorina en una gramola, allá en su natal Morón.
Siendo sincero: nunca me gustó; pero no es fácil quitarse de la cabeza un estribillo que se oye con un régimen casi diario; mi abuelo, el pobre, gustaba de tararearla ora aquí, ora allá, ora acullá, sin importar la tarea que hiciera. <<Ponme la mano aquí, Macorina>>, decía, <<ponme la mano aquí>>. Sé que por ese tiempo ya sentía interés por indagar en todo aquello que me resultara interesante, quería saber los porqués y siempre andaba preguntando cosas; respecto a la Macorina nunca me molesté siquiera en cuestionarme quién era. No fue hasta bien entrado en la adolescencia, cuando sentí predilección por la historia de Cuba, que supe que la tal Macorina había sido un personaje real, ¡y para colmo del folclore habanero!
Macorina—escrita como poema por el español Alfonso Carmín, que trabajó varios años en El Diario de la Marina—, la canción más conocida de Vargas, que algunos tienen por un himno lésbico dada la orientación homosexual que la artista reconoció en sus últimos años de vida, perpetúa la leyenda de María Calvo y Nodarse, cuya vida en forma de novela sería un jugoso aliciente para acercar el hábito de la lectura en el sector más joven de nuestra sociedad.
<<Yo conocí a La Macorina en plena belleza y fama>>—diría una persona cercana a ella—<<Era la mujer más popular de la ciudad y la recuerdo algo gruesa, con ojos claros, un trato exquisito, su inseparable perrito y un carro tan popular como ella, con un fotuto muy particular>>.
No son pocos los testimonios guardados sobre esta mujer, habanera de derecho si se quiere, mas no de nacimiento, pues consta en los archivos del Registro Civil que nació en Guanajay, Artemisa, el 14 de marzo de 1892 bajo el nombre de María Constanza Caraza Valdés. Es curioso que sus conocidos alegaran que solía celebrar sus cumpleaños los 17 de septiembre, o que el nombre por el que siempre la llamaron fuera María Calvo y Nodarse, sin embargo, no debería tampoco extrañarnos si consideramos que su futuro oficio pudo haberle acarreado tantas desavenencias con su familia al punto de renegar de sus apellidos, ¡o de su propio nacimiento!
Sea como fuera, de la primera infancia de la Macorina—o mejor de María, porque aún ese personaje no existía—, no se tienen más datos que los ofrecidos por ella misma en una entrevista para Bohemia en 1958: <<Mi familia era honorable hasta donde podía serlo>>, dijo, <<…mis padres luchaban por mantenerse dentro de una moral que yo veía de otro modo. Eran personas decentes y buenas que apenas hablaban para no ofender. Yo, en cambio, siempre fui vivaracha, parlanchina, inquieta>>.
A los quince años se fuga a La Habana con un joven que ella describiría de <<fisionomía poderosa, de hombre vinculado a la tierra>>, un enamoramiento que la haría conocer de estrecheces y no pocas noches de acostarse a dormir sin haber comido nada, pero fue el precio, aseguró, que debió pagar por su independencia, un obsequio que no estuvo dispuesta a desperdiciar cuando sus padres localizaron su <<escondite en un apartado solar de La Habana Vieja>>. El padre demandó al secuestrador lavar con un casamiento la deshonra hecha a su apellido, ¿quién le iba a decir que la negativa no la daría el vil raptor sino la dulce niña de sus ojos? No importa cuánto intentó hacerla entender, María incluso estuvo resuelta a lanzarse desde la azotea de un edificio en caso de que dispusieran forzarla a celebrar el compromiso.
Contrariamente a lo que se pudiera pensar, si hacemos caso estricto de sus palabras, María no empezó a ejercer la prostitución por lo apremiante de su necesidad, las circunstancias—destino si así lo desean—pusieron en su camino a cierta mujer, a la que nunca identificó, pero que, se presume, era o había sido una proxeneta. <<Recuerdo a aquella señora>>, dijo sobre ella, <<me llamó con gesto maternal y me convenció de que una mujer joven y bonita como yo no tenía por qué soportar los quebrantos de la miseria (…). Sin saber que yo estaba dispuesta a todo—incluso a abandonar a mi raptor—estuvo durante varias semanas tratando de “abrirme los ojos” (…). Un día llegó con un caballero de alguna edad, cuyos bolsillos estaban repletos de peluconas. Muchas de aquellas monedas de oro fueron cayendo en mis manos (…). Desde aquel instante, en mi existencia se operó una total transformación>>. Ahí empezó su ascenso, y con él, la leyenda.
Me resulta imposible abarcar todo lo que se dijo de María en su momento—puede que suene a cliché, pero el cubano vive inventando—, figúrensela cada vez más alejada del que fuera el amor de su vida, con la aspiración de convertirse en una mujer de mundo, rica, sofisticada, que con solo estirar su mano armase una cola de políticos, banqueros y nobles dispuestos a besársela. No sé si sea mera habladuría o la exageración de un hecho más simple, pero se llegó a afirmar que <<para mirar su pantorrilla había que firmar un cheque en blanco>>. Por aquella época debió nacer el sobrenombre con que la historia la conocería: Macorina, y que ella tanto detestó—<<Es desalentador que sepan de nosotros por una palabra que nos hiere en lo más profundo>>.
¿Cómo nació este mote? Cuenta María que varios admiradores suyos en La Habana le encontraban cierto parecido con la Fornarina, y no se referían a la modelo de la pintura de Sanzio, no, la Fornarina era el nombre artístico al que respondía la famosa cupletista española Consuelo Vello, muy aclamada en la Cuba de principios del siglo XX. Al parecer, cierto día mientras caminaba por la Acera del Louvre, siempre concurrida de parranderos, <<un mozalbete>> totalmente ebrio le dijo a uno de sus compinches, con la lengua entorpecida, al verla pasar: <<Ahí va la… la… la “Macorina”>>. De ese lapsus linguae, sin duda fomentado por un abuso del alcohol, nació el nombre que quedaría perpetuado entre los habaneros no ya por pertenecer a una de las meretrices más bellas de su tiempo, sino por ser el de la primera mujer en Cuba—algunos periódicos también consideraron en Hispanoamérica, aunque no me atrevería a corroborarlo—con licencia para conducir, expedida en junio de 1917.
La propia Macorina aseguró que su nombre no habría cotizado tanta fama de no ser por ese hecho, y, tanto su forma de subsistencia como saber manejar, algo muy poco asociado a la feminidad, supieron compenetrarse de maneras muy convenientes para ella; en primer lugar: los autos, se conoce que hasta 1934—año de su decadencia—llegó a poseer nueve autos de distintos modelos, solo europeos, pues no sentía aprecio por las marcas norteamericanas, todos regalos de sus poderosos admiradores, <<…uno de estos llegó a regalarme dos carros en el intervalo de tres días.>>, contó, <<Pero no había transcurrido cuatro semanas cuando me antojé de otro coche>>; en segundo lugar: el respeto y el favor que ganó entre las principales personalidades de La Habana, una de ellas fue José Miguel Gomez, segundo presidente de la República, a quien prestó apoyo durante el Alzamiento de La Chambelona (1917) trasladando en coche a sus partidarios para evitar que fuesen apresados. <<Eso me valió ser arrestada y permanecer presa por veinticinco días en la cárcel de La Habana, de la que era alcalde Andrés Hernández, quien al llegar yo a la prisión se hizo cargo de mis prendas, habilitó un local exclusivamente para mí, y, en fin, me trató como a una reina…>>.
El declive de la Macorina inicia en 1934, tras el crac del 29. Sus fondos bancarios—que recibían ingresos de hasta mil dólares mensuales—empezaron a menguar y, aunque no sintió la pobreza, esa que tanto le había costado mantener al margen, con tanta rapidez, pues nada más sus alhajas estaban valuadas en cien mil pesos, eventualmente y coincidiendo con el ocaso de su juventud, vendió sus nueve autos, sus <<casas palaciegas>>—cuatro en total—en El Vedado, Centro Habana y La Habana Vieja, y sus joyas. Sus llamadas dejaron de ser atendidas en las oficinas de los bancos, sus cartas a Fulano, el latifundista y a Zutano, el de los almacenes, nunca tuvieron respuesta, y nadie más volvió a requerir de sus servicios. Se sabe que durante los años cuarenta regentó una petite maison de tolérance—término más chic que el burdo <<prostíbulo>>—en Príncipe núm. 155, que fue cerrado en 1962.
La Macorina vivió sus últimos años apartada del mundo, pobre, subsistiendo de la caridad de sus vecinos en un apartamento de la calle Apodaca núm. 356, en La Habana Vieja. Murió un 16 de junio de 1977, a los 85 años. <<Yo la atendí en sus últimas horas>>, atestiguaría una vecina sobre sus últimas palabras, <<me pidió que le pusiera el vestido amarillo cuando muriera, que no le dijéramos a nadie quién había sido y que le hiciera café>>.