La noticia
Por: Day Cordero
Cuando recibió la noticia permaneció inmóvil sobre un banquillo de cemento. Las malas hierbas del césped le rozaban las medias del uniforme, formando una danza de cosquillas sobre un organismo pluricelular. Dejó de pensar en un instante y se aferró a la incredulidad como refugio. Las hormigas bravas se preparaban para el festín de postillas en sus rodillas, aunque probablemente el festín de carne era en otra parte, porque ella estaba viva y Lázaro, bien muerto.
¿Acaso era un chisme más? ¿Una mala historia ideada por algún vecino falto de contenido laboral? El deceso tiene muchas caras, sobre todo aquellas vinculadas a la apreciación de la noticia. La gente comienza a hablar, a agregar circunstancias, imaginan tanto que hasta llegan a recrear cómo al muerto le hubiese gustado morir, a veces por azar, otras por mero entretenimiento. Pero lo que nadie sabe, es que, si la muerte hablase, el ridículo mal trecho se apoderaría de unas cuantas “heroicidades”. Permaneció inerte sobre el banquillo, abrió el pozuelo del almuerzo y chequeó que todo estuviese en orden.
Su figura diminuta pasó inadvertida por la multitud escandalizada. Sintió un halo negro sobre su cabeza. Y el pergamino de supersticiones de la familia comenzó a vislumbrarse en su mirada. Supersticiones muy particulares como: si tratas mal a un gato y este muere perderás tu prenda de vestir favorita, si sueñas con alguien que no conoces, estás conectando un sueño con otro. Para esto no había explicación ni fábula que valiese.
El estómago comenzó a torcérsele. Una ola de acidez y salto se aproximaban a la garganta. Extrañas sensaciones le amenazaron el aliento. Salivaba demasiado. Contuvo el salitre en su boca. Apretó la mandíbula y comenzó por el postre.
En algún momento pensó que se trataba de una cámara oculta. Lázaro no podía estar muerto. Lázaro siempre sobrevivía. Lázaro invitaba a comer a la más lúgubre de las pasiones, y al final de la noche, la muerte terminaba cenando comida congelada en un balde de plástico como consuelo ante tanto desplante mañoso. Sentía una extraña culpa jamás acabada, y una especie de dilema existencial.
-“El Quiste”(así le llamaban), está muerto- se escucha un grito justo después del timbre que le pone final al recreo. No quiso acercarse a las personas que vomitaban distintas versiones, susurraban y hasta hablaban en tono jocoso del suceso. Todos entraron a las aulas.
No puede estar muerto, eso debe ser mentira. Sus pupilas proyectaban cual cinematógrafo el difuso declive, idéntico al efecto de cuando alguien desenchufa un secador de pelo.
Se cuestionó sobre a dónde vamos todos. Se tocó el rostro sin ser obvia. Hizo para sí misma una extraña analogía sobre la premura e impacto de la muerte.
Cuando mueres te sientes como un teléfono con problemas de batería, en cualquier momento puede apagarse, pero ni siquiera te importa si vives al margen de perder la llamada de tus sueños o la despedida más romántica porque no hay dinero que pueda comprar uno nuevo.
La sombra de su cuerpito delgado se reflejaba en un césped muy alto. Sabía que llorar no iba a resolver nada. Aunque le quedaba la esperanza de quien se sopla la nariz y se resigna a seguir soplando. Quiso retornar el tiempo en el que no fue bondadosa del todo. Pensó: “tiempo” es una palabra infinita- error del necio.
Se terminó el postre detrás de la escultura de un mártir cuya muerte fue gloriosa. Una lágrima incidental se disolvió en algún poro de su mejilla. La vi a lo lejos, y no quise volver acercarme. Me tatué en la memoria aquel semblante, y cobardemente escribí en mis apuntes cualquier cosa menos la historia. Ella permaneció inmóvil odiando profundamente a la persona que le había dado la noticia.