¿Qué carajo tú me quieres decir con eso de “adelantar la raza”?

La Jeringa
7 min readMay 31, 2022

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Por: David Domínguez

En un experimento les preguntaron a unos niñitos

chirriquiticos

Les enseñaron dos muñequitos, uno blanquito y otro negrito

Les preguntaron cuál de los dos es el más malito,

cuál de los dos es el más feíto,

cuál de los dos es el más diablito.

¡Ese! ¡El muñequito color café!

Esta canción tan alegre es la forma en que se nos presenta el tema de “Los pájaros negros del 2020”. La obra es un grito y una invitación irresistible, damas y caballeros, a hablar del racismo en América. Del racismo y de otros temas como la explotación infantil, el periodismo ciudadano y los niños amamantados por la lluvia en los barrios pobres.

Los pájaros…” dura unas dos horas. Dos horas en las que Agniezka Hernández (dramaturga, autora y directora) nos deja caer encima un embrujo, un ritual de ocultismo, de adoración de dioses carnales que parecen mirarnos desde los ojos de los Blackbirds. Después de verla por tercera vez tengo que hablar porque si no se me va a reventar el pecho. Y que me tilden de predicador.

Ante nosotros se muestra una constelación de escenas engarzadas con una maestría chocante. Conoce a Leo y a Amelia: él, negro, nigérrimo; ella, blanca, nívea, rubia para más señas. “Tú y yo nunca vamos a saber qué pasó”, le dice ella a él más adelante y no es verdad: este es el viaje para saber qué les pasó. A esta historia “central” se acoplan las demás: Bill Robinson, estrella estadounidense del claqué, en su polémica amistad y trabajo conjunto con la estrella infantil Shirley Temple; el caso real del asesinato de George Floyd, que estremeció al mundo, y Darnella Frazier, la joven de diecinueve años que filmó el momento del crimen con su celular para lanzarlo luego a la Internet; y muchas otras escenas, microhistorias, que tienen nada y todo que ver con las demás, unidas a la obra como la gravedad une a las estrellas: con las cuerdas invisibles e irresistibles que forman las galaxias.

El trabajo dramático es de una calidad tan soberbia que los personajes y los actores se perciben imbricados al punto de que intentar hablar de ellos por separado se siente carnicería (tengo la casi absoluta certeza de que este feeling se ha vuelto una firma del teatro documental de Agniezka).

Primero tenemos a Leodanis Parlay (actor), el Blackbird de dos metros que con la misma dificultad te saca las risas que las lágrimas. Y digo dificultad y no facilidad, porque no quiero que parezca un ensalzamiento de caramelo barato. En su forma de trabajar al personaje sentí que me contaba una historia con mucho de autobiográfico, un llanto que trascendía al personaje y empapaba también al actor. Leo no estaba sobre el escenario actuando para un público: estaba desangrándose y bendiciendo con su sangre obscena, mancillando con sus venas resplandecientes a todos a su alrededor, ya jugando a querer ahorcarse de niño o enseñando claqué con un par de pies septuagenarios. A ti, Leo Parlay, mis lágrimas de tristeza y de alegría, y un bocadito de jamón y queso (el antiguo sueño de los que fuimos niños del team “pan con aceite y moco y pabajo”). Te los ganaste con tu sudor de inframundo y tu sonrisa deslumbrante.

Luego está la mujer blanca que cometió el pecado de casarse con un cisne negro. Amelia, con su lengua de trapo y el trapo cochino y con peste a saliva que nos protegía (y protege) a costa de obligarnos a desarrollar pulmones de inmersionista, nos trajo el odiosísimo fantasma del distanciamiento social, del #quédateencasa. Amelia, dulce como la miel con Leo e intragable para con el resto de la familia de él (es un batido de tornillos, la verdad sea dicha), es el privilegio blanco encarnando a un personaje, es la racista que no admite que lo es, que no concientiza un dolor que jamás ha sentido. Amelia ¡es la mayoría de la gente blanca que asiste a la función! A ti, Amelia Fernández (actriz), por tu actuación soberbia, por ese “Tumba” con manotazo que dan ganas de abofetearte, por la valentía, a ti mi fe en el mejoramiento humano, y el abrazo más sincero del que soy capaz.

Foto: Yaas Valdés

Lulú Piñera (actriz), alias Shirley Temple, nos mostró una niña pequeña y la aplastante presión de la fama sobre ella y, sobre todo, su magistral y abrasadora catarsis. Lulú supo trocarse en muñeca, en diablura, en Mata Hari, en río que desaparece en cueva y en llamarada; iba a una velocidad distinta, era maestra de un ritmo distinguible y particular que a la vez estaba sincronizado con el de los demás a la perfección; a ti, Lulú, poderosa, eléctrica Shirley, a ti mis manos para que te sirvan de apoyo cuando te levantes desde la tormenta de arena, un paño para limpiarte todo el polvo del cuerpo, un pomito de champú, y mi garganta rugiente para exigir lo que América sí debe: ¿Quién se atrevió a picotear el cine? ¡¿Quién corta la poesía?!

Foto: Yaas Valdés

A Peter Rojas (actor y músico) como Odio, encarnación de Violencia racial en sus múltiples manifestaciones, desde el asesino de osos y cisnes hasta el ambicioso productor de la Twentieth Century Fox, a Peter le digo, hermano mío (porque ya a todos los siento así): ¿cómo puede una voz sonar igual de potente estando la boca de la que brota de frente que de espaldas al receptor? Peter, bróder, además, ¿cómo concentras tanta maldad recalcitrante, veneno a pulso, al punto de poner en tensión a la sala completa con solo entrar en escena (personajes, público, hasta el gato se ponía tenso) y luego te desprendes de toda esa carga negativa como quien se quita una camisa? Misterios de la ciencia. Para ti, Peter Rojas, Cepo, Último Aliento, para ti un escaparate lleno de las camisas más finas y elegantes y un té de miel con limón para que te cuides ese vozarrón.

Alejandra de Jesús (actriz), la chica bomba atómica, nos mostró a la bestia divina Mariprín (porque Mary Prince suena demasiado pijo y no, no me da la gana y a ella, a la Prín, tampoco), y también a Darnella Frazier, a una rapera, a una esclava de una plantación de algodones, a una diosa de semillas de melanina. La Prín lo mismo se te aparece caminando por Obispo calle abajo que diciéndole al Odio: ¡no se está resistiendo, déjalo respirar! Alejandra en escena es fisión nuclear. No te “abofetea”, sino que te da dos pares de gaznatones, te zarandea todo, te excita, puede rajar los átomos con sus manos y destruir el mundo con las semillas venenosas que ha vomitado entre las plantas de algodón y, en cambio, en mi escena favorita de la obra, decide mandar al carajo a todos los museos étnicos y sembrar mujeres que puedan parir hombres que no críen perros para morder a otros hombres. Alejandra, para ti un viento dulce, un cojín, un columpio frente al mar. Para ti, poesía.

Foto: Isaac

No puedo dejar de mencionar a Frank Cuesta (actor), por poner en escena a un oso muerto en la arena, la misma arena que uno no sabe si te da ganas de llorar porque se te ha metido en los ojos, en los pulmones o en el alma, si tenemos el alma de verdad cubierta de arena y enfundada, protegida por la ignorancia, por la distancia; a ti, Frank, por arañar con tus manos esa arena y desprenderla a pedazos para que entre el sentimiento;

A Alejandro y Antonio Stuart (actores), a los cuales quisiera elogiar de forma individual, como cada Blackbird se merece, pero no puedo porque no tengo forma de saber qué papel hizo cada cual en escena: a ustedes, por la negra que ya ta cansá, una Mariprín que muestra un poder y un control muscular soberbios y la capacidad expresiva de mil ángeles de agua hirviente;

A Andro Rox (actor), por su doble papel de primo que nos da unos momentos de aliento a los de las gradas;

A Daniela Sánchez (actriz), por la madre de Shirley que no necesita palabras para comunicar todo lo que está pensando el personaje;

A Leyssi O´Farrylls (música), y de nuevo a Amelia y a Peter, por la maravillosa música cargada de sentimiento, sin la cual nada habría sido igual;

A Carlos Morales (actor y coreógrafo), por ser el verdadero bojangles, el maestro de los pasos, el responsable del tap dance que le da esa fuerza especial a la obra;

A Amalia Gaute (actriz), por esa genial prima “conflictiva” del sexto o séptimo mundo con sus zapatos Fila y su voz de rayador;

A Erich Cartaya (productor), por la magia que se le confía hacer a los productores;

A todo el equipo que se me queda por mencionar porque no conozco sus nombres o sus rostros, pero sé que están ahí porque una obra de teatro, y menos un trozo de cielo nocturno como esta, no puede salir adelante sin ustedes;

A Agniezka, por el regalo, porque sabes que todo lo que he dicho antes es también mérito tuyo;

A ustedes todos, por el esfuerzo, por la llama, por los desvelos y las ojeras y los desgastes en nombre del arte, a ustedes, mi sombrero imaginario, los vellos erizados de mis brazos, mis gritos de ¡bravo! y estrellas, estrellas, estrellas. Nos vemos en la temporada de mayo.

Y a seguir braceando, ¡porque de eso se trata!

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