Reencuentro

La Jeringa
5 min readJan 15, 2024

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Por: Luis Leal

Ilustra: Javier Vila

Dejo atrás el sueño hecho un manojo de nervios, tenso. Dormí poco, desperté muchas veces por temor a no escuchar la alarma. Es un día normal de trabajo, pero he pedido vacaciones, y para quien tiene una rutina de vida, eso es desconcertante. Abro una lata de leche condensada dándole puñaladas por la espalda, sin advertir que tenía el abrefácil por la otra cara. Paso por alto el afeitado. Pongo a colar una cafetera sin café. Tomo mis pastillas para la presión a destiempo. Peleo sin una razón aparente. Todo es un desastre. Presiono pausa. Rebobino mentalmente mis acciones, lo mismo que si pulsara rewind para volver al principio. Hago las paces conmigo y con el resto de mi estrecho espacio de apenas treinta metros cuadrados. El aire se purifica. Hablo despacio, me siento en la cama. Reconozco mis errores y el mundo me sonríe, me da un beso. Percibo el sonido áspero de la cinta rodando en reversa que cesa, la tecla que se dispara, y aprieto nuevamente play. No lo eches a perder –me digo –hoy puede ser un gran día.

Soy un tipo analógico. No me da pena confesarlo. Mis ojos vieron media vida de televisión en blanco y negro, casi monocromático. No me gusta leer en pdf. Mis oídos toleran lo mismo el mono que el estéreo, y tengo dedos que están habituados a teclas en vez de deslizarse por superficies táctiles. Vengo de la era del contacto físico, la magia del sonido saliendo de una cinta rozando contra un cabezal, de la aguja que ralla sobre el vinilo, del melancólico scratch. Cuando había que escoger muy bien la música que querías conservar, porque a medida que borrabas, la calidad se deterioraba. Era imposible replicar sin que se perdiera fidelidad. Grabábamos en vez de copiar. Nadie pasaba archivos de un lado a otro. Aquel casete de tu banda favorita, era “el” casete, y aunque circulara de mano en mano, lo cuidabas como oro. Hoy somos una generación en extinción, igual que dinosaurios.

Corro al aeropuerto al encuentro de mi hijo, que vive lejos y viene a pasar el fin de semana conmigo. El vuelo tiene retraso, pero qué son unos minutos más después de tres años. Aún tengo marcas borrosas de su último abrazo, hace mucho. Nos despedimos entonces con la promesa de encontrarnos pronto y no sucedió. La vida nos jugó una mala pasada. Pandemias, cierre de fronteras, muertes de personas allegadas, nuestros pasaportes expiraron, presionamos stop, nada volvió a ser como antes, aunque el tiempo pasó. Se dice rápido, pero fue mucho, tal vez demasiado.

Llego adelantado, tengo tiempo para prepararme. Imagino cuál será su cara cuando me vea, cómo reaccionará cuando nos abracemos, qué dirá. Hago planes en silencio. Pienso tantas cosas juntas que comienzo a sospechar que el tiempo será insuficiente. Su madre, también lejos, pregunta si llegó el vuelo. Le mando fotos de la pizarra del aeropuerto para que se tranquilice. Ella me envía el link del sitio de la aerolínea. Los datos no se ponen de acuerdo, como sucede con casi todo en nuestras dos orillas.

Por fin lo anuncian y en la pantalla aparece (en inglés) una palabra que hace que mi pulso se acelere, landed. La incertidumbre me consume. No sé si es una suerte o una desgracia que no fume. No tengo idea de con quién me voy a encontrar cuando se abran las puertas. Seguro no será un niño, tampoco un hombre. Respiro ambigüedad, están llegando dos vuelos al mismo tiempo, hay gente en ellos que tienen dos países, dos pasaportes, dos realidades, que viven en dos lugares diferentes en paralelo, el cuerpo en uno, la cabeza en otro. Rio nervioso, hasta converso con un extraño, cosa que por lo general no hago. Muevo mi vista en dirección a una u otra salida como en un partido del Grand Slam. Nadal a mi derecha, Federer en la izquierda, y yo en el centro. La pelota rebota y regresa entre bullicio, risas, llantos, malas palabras y blasfemias, tan rápido que me mareo. –Hace tres años que no beso a mi hijo –le digo al señor de al lado. Miro al suelo y no me importa que esté sucio. Reconozco una figura que avanza arrastrando un equipaje. Levanto mis brazos por encima de la multitud. Me ve. Sonríe. Corro a su encuentro. Lo abrazo y noto que me saca medio metro, aunque sigue con su misma cara de niño. Sucede algo extraño. Él suelta la maleta y todo lo que trae encima, stop, rewind, play y me abraza de nuevo. Se repite la escena. El día parece analógico. Desempolvo fotos en mis recuerdos, con bordes carcomidos de aspecto amarillento, imágenes borrosas con manchas y estrujones. Miro al chico delante de mí, nítido, binario, pero veo detrás de sus ropas, de muchas tallas más grandes, y su tamaño descomunal, aquel mismo que llevaba a la escuela en el pasado. Malcriado, terco, dulce y a veces retraído. Un nerd cariñoso que ha crecido lejos de mis consejos. Él no sé qué verá, pero ha vuelto a besarme igual que hace tres años. Nos decimos las mismas cosas, los mismos chistes, las mismas frases. No quiero aflojar mis brazos a su alrededor, porque ya les dije, es un momento único que en mi mundo analógico no se puede replicar, jamás quedaría igual. Mientras lo aprieto, pienso que cuatro días es demasiado poco. Lo miro. Me parece mentira que por fin haya llegado.

Tengo el corazón en rewind, latiendo en el pasado, y la cabeza en fast foward, pensando en el futuro, y quiero congelar el presente. Presionar juntas las teclas del record y el play, grabarlo así, imperfecto, sin filtros, sin editar, con la voz del señor de al lado hablando de la familia que vino a recibir, con el bullicio de las dos puertas llenas de gente entrando y saliendo, con los choferes ofreciéndome sus taxis, con llantos, palabras obscenas, gritos. Con los indescifrables parlantes del aeropuerto desgañitándose en un idioma desconocido, ruidos de motores y neumáticos, y en el fondo, el chasquido de su risa y la mía. Una grabación defectuosa que atesoraré con cariño cuando él se vaya. Para escucharla sin descanso, o hasta que se enrede la cinta en el cabezal. Pulsar el stop, desenrollarla con mucho cuidado evitando que se parta. Y luego agarrar el casete y colocarlo en su caja, que dice escrito a mano en el lomo “reencuentro con mi hijo”. Meterla en el bolsillo trasero de mi pantalón, y continuar el camino, hasta que grabemos uno nuevo, o me entren deseos de volver a escucharlo.

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