Rumbos
Por: Antonio Romero Magadán
Cuando entró en el cuarto lo primero que notó fue el agradable perfume de su mujer. En el momento, sin saber por qué, recordó el día en que se conocieron a la salida de un cine; él solo tenía ojos para mirarla, pero ella se mantenía a distancia con una frialdad incomprensible para un muchacho de 14 años, novato en esos trajines del amor.
Su mujer no estaba y él lo sabía, ya era habitual que al regresar del trabajo encontrara la casa vacía, desde un tiempo a la fecha esto se había convertido en algo cotidiano y él simplemente lo aceptaba con una resignación digna de envidia. Sobre la cama encontró una nota que estrujó con una mano como si conociera el contenido de la misma. Se quitó los zapatos con aquella calma reflexiva que siempre lo acompañaba, se recostó sobre el espaldar de la cama y con un movimiento mecánico conectó la radio, la música era suave y un extraño rumor envolvía las cortinas de la habitación.
Encendió un cigarro expeliendo el humo con aire distraído, de la mesita de noche extrajo un libro que comenzó a hojear sin detenerse a leer nada de lo escrito; con un ademán brusco lanzó el libro sobre la cama y de un salto se levantó en plantillas de media y fue a la ventana que daba vista a la calle. En la calle los transeúntes apuraban el paso, adivinando la lluvia que se acercaba. A él nunca le gustaron los edificios, pero ella daba la vida por un apartamento, por eso él pasó tres años en la micro, hasta que le dieron el deseado y odiado apartamento. Pero aquella casa era oscura, tal vez rutinario todo lo que allí pasaba, los mismos discos sobre la repisa, las figuritas de yeso en las paredes, las mismas comidas, los mismos temas de conversación; el trabajo, las reuniones, los trabajos voluntarios, la televisión: todo. El aburrimiento se había apoderado de aquella casa y de las personas que allí vivían; él recuerda ahora con nostalgia el tiempo hermoso del noviazgo, las salidas al cine, al parque, a la playa, pero eso ya es tiempo pasado, y esto es ya insoportable, solo él lo aguanta porque es débil de carácter y ella se aprovecha de su amor. Ahora piensa que un hijo en aquella casa hubiera sido todo lo necesario para ser felices: un niño que revolviera los cuartos y llenara de luz los rincones, que impregnara colores a aquellas paredes y que su voz fuera un reloj a todas horas, oírlo decir…papá…mamá, por las mañanas verlo partir rumbo a la escuela, con sus libros forrados y el uniforme recién planchado; por la tarde, después del trabajo, recibir un beso en la mejilla, sentir que la vida tiene un objetivo, que hay alguien que necesita un consejo, una guía, una mano revolviéndole el pelo y sobre todo, ser su amigo.
Ella era estéril y nunca se acostumbró a la idea de adoptar un niño, además no le gustaban los niños. Con el paso del tiempo él se acostumbró al pensamiento de no tener hijos, pero veía con envidia los del vecino cuando el domingo por la tarde se ponían a jugar pelota detrás del edificio y pensaba en lo dichoso que sería si uno de aquellos muchachos fuera el suyo. Encendió otro cigarro y despidió el humo con suavidad reflexiva, como queriendo abarcar todo el tiempo acumulado sobre su piel.
Eran las ocho de la noche cuando comenzó a llover, se viró de espaldas a la ventana y fijó la vista en una fotografía de su esposa que desde la cómoda le sonreía seductora. Él la quería, era la única mujer en su vida, nunca se sintió con deseos ni derecho a serle infiel, estaba enamorado; ahora los separa un tiempo enorme, imposible de borrar, un abismo en el que poco a poco van cayendo el amor y las mentiras. Y piensa que su matrimonio no siempre fue una desgracia, como todos, siempre hubo momentos buenos y malos; pero lo que estaba pasando últimamente era insoportable. Tenía que decidirse. Un vendaval de sensaciones le recorrían el cerebro, estaba sudoroso, afuera seguía lloviendo torrencialmente y comenzó a acomodar aquella idea perfecta en su cabeza, terminaría con aquella farsa de una vez y para siempre.
Se calzó los zapatos y fue a la cocina donde comenzó a revolver las gavetas y estantes, tiró con aires de libertad la puerta, bajó las escaleras y salió del edificio; aún llovía. Miró al cielo, masculló una palabra y comenzó a caminar por los charcos de la calle, sin rumbo fijo.