Shein Havana Club

La Jeringa
5 min readMay 23, 2023

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Por: Emmanuel Montes Álvarez

Foto: Emmanuel Montes

Sender me envía por WhatsApp un libro de cuentos que publicó en España. Contrario a lo que hacen muchos, que casi nunca leen lo que escriben sus allegados, me dispongo a abrir el PDF, veo que la editorial es de Sevilla y leo hasta detenerme en un relato de una página y media que trata sobre la última obra de un artista que graba su muerte como si fuese una película, o un videoarte, o un cortometraje, o una performance. Sin dudas, por lo que se narra, uno se decanta por lo primero, una película, pero, ¿quién quita que lo demás no? Ese relato me lleva a pensar en los Saavedra, César y Lázaro, que en sus performances casi siempre terminan ensangrentados. Nathalie, que no aparenta la edad que tiene sino que se ve mucho más joven, los conoce, sabe quiénes son esos hermanos. En su más reciente performance, durante una exposición curada por la propia Nathalie, lanzaron botellas de cristal por toda la galería y, por supuesto, la sangre no faltó.

Curiosamente me remito a ellos porque, antes de suicidarse, un colega mío, compañero en un curso de guion audiovisual, Orestes Saavedra Mendoza –el apellido no es más que una treta del azar–, me envió por Instagram una promo sobre una presentación de los dos hermanos. Me pidió que lo acompañara, porque le gustaban sus performances desde aquel que se hizo viral con los hermanos bailando en una Bienal, pero no pude ir con Orestes. Se lo prometí, que estaría con él, pero el transporte no jugó a mi favor. Nunca fui con Orestes a la presentación, no volví a verlo conectado en Instagram y, a las semanas, me enteré que se había lanzado delante de una guagua, a las dos y media de la mañana, porque no logró sobreponerse a una depresión. Me sentí mal, de cierta forma. Al fallecer alguien, a uno siempre le queda la insatisfacción de que pudo hacer más por esa persona. Orestes tenía a la madre en cama, no le alcanzaba el dinero para mantenerla, su padre, preso por robar pechugas de pollo de un hotel, y la hermana, diecisiete años, un tatuaje entre las tetas y una devoción increíble por las ropas SHEIN, no quería saber nada del asunto.

La última vez que vi en persona a Orestes fue durante el curso de guion audiovisual. Él intentaba escribir un corto que titularía Havana Club sobre una pareja que pasa por un momento difícil, sin dinero, y a causa de eso, el hombre incita a la mujer a prostituirse. Orestes no solo terminó el guion, sino que también consiguió un director, un estudiante de tercer año de FAMCA, un par de actores que irónicamente, ahora que lo pienso, se parecían bastante a Sender y a Nathalie. El actor usaba espejuelos, porque no veía a un camión ni aunque lo tuviese delante, y la actriz era menuda, de rasgos finos, demasiado delgada para mi gusto.

Orestes se cansó de vivir y para desgracia de todos dejó Havana Club sin terminar. Solo consiguió grabar unas pocas escenas y de ellas recuerdo dos en específico, más porque estuve presente en el rodaje que por otra cosa. La primera se ambienta en la habitación de la pareja y si reproduzco por entero los diálogos a continuación no es por tener memoria de elefante, sino porque tengo copias de esas escenas guardadas en AVI en la laptop y a cada rato las veo, al igual que he memorizado gran parte de los diálogos de Shrek, de Nemo, de Moana. El personaje masculino de Havana Club lleva por nombre el de Jorge, mientras que el femenino, el de Marisa.

Marisa dice:

–Lo dejé.

– ¿De verdad o tú estás jugando?

–Que sí, que lo dejé.

– ¿Y entonces?

– ¿Cómo que entonces?

–Sí, Marisa, ¿qué hacemos?

–Pues lo que teníamos pensado, Jorge. ¿Qué más da? Yo necesito dinero.

–Yo también, yo también. Pero, coño, me has dejado en shock, chica.

–En shock se quedó él cuando se lo dije.

–Dios mío, es que no me lo esperaba.

–No seas tan flojo, Jorge, que no es para tanto. ¿Tú no querías que me fuera a vivir contigo, que me ibas a presentar al argentino aquel?

–Sí.

–Pues eso, ya. No se diga más.

Ahí, para fatalidad nuestra, se corta de manera abrupta la escena y la pantalla se queda en negro. Sin embargo, en la otra escena que tengo en un archivo aparte, Jorge aparece agitado, con los ojos aguados. Muy mal actuada la escena, lo confieso. Los actores también eran estudiantes, muy malos estudiantes.

–Me equivoqué, perdóname, lo quiero a él -dice Marisa mientras le soba los hombros a Jorge, que le responde:

– ¿En serio me vas a hacer eso, Marisa?

–No lo alarguemos más, no quiero seguir pasando por esto.

–No me dejes, quédate conmigo… y con él… con todos, si quieres.

–No seas así, Jorge. Es injusto.

–Eso no es verdad, Marisa. Yo te quiero.

–Pero lo que descubrí es muy difícil de asimilar, Jorge. No me imagino viviendo el resto de mi vida con algo así en la cabeza.

–No le des más vueltas. Solo fue una vez, ya. No lo volveré a hacer.

–Ya es tarde, Jorge, entiende. Al final es verdad y todo plátano macho termina siendo mariquita.

–No me dejes -dice Jorge, pero, acá, en honor a la verdad, debo hacer una pausa para recalcar que la escena tiene un par de gazapos, sobre todo con el maquillaje de Marisa que, en un cambio de toma, lo tiene corrido y luego no. Solo eso, no hablaré de lo cursi que parece la escena, ni de lo manido de los parlamentos, como tampoco haré alusión a la milésima de segundo en la que aparece, por la parte superior, el micrófono en cámara.

–Asúmelo, Jorge, yo lo quiero a él.

Acá vuelve a suceder lo mismo y se corta la escena. Todo se vuelve negro, hasta las pretensiones de Orestes. Recuerdo que, mientras escribía eso, no se sacaba de la cabeza una frase que quería poner en boca de cualquiera de los personajes. Una frase que a mí me sonaba más chea que ambos parlamentos juntos. La frase era: La Habana es una puta vestida de SHEIN. Solo tuve que imaginarme la escena: Jorge con lágrimas en los ojos, Marisa que enfila hacia la puerta, se marcha y Jorge dice: La Habana es una puta vestida de SHEIN. De cualquier forma que se mire, Havana Club –desde que estaba en la cabeza de su guionista– estaba condenado al ridículo. En el fondo, de haber trabajado más en los diálogos tal vez hubiese quedado algo mejor, no tanto en la actuación –insalvable totalmente: ni el que se parecía a Sender convencía, ni la que se parecía a Nathalie tampoco– como en el guion. Es triste saber que, al morir, lo poco que ha dejado uno es un trabajo mediocre y sin terminar.

No pocas veces, cuando pienso en Orestes, he llegado a la conclusión de que, por su bien, tal vez debería tomarme el trabajo de arreglar el guion, los parlamentos, las escenas, y también hasta podría grabarlo. Siempre con su nombre. No tengo el valor para usurpar el trabajo ajeno, aún no he caído tan bajo. Algún día puede que me digne a terminar Havana Club, no sé, en memoria de Orestes Saavedra Mendoza.

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