Sin documentos

La Jeringa
12 min readSep 10, 2024

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Por: Martín Bertone

Ilustra: Javier Vila

Me anuncio en el mostrador del tercer piso del registro civil de la calle Uruguay. Llevo impresa la matrícula digital y mi vieja credencial, por las dudas.

— ¿Sos el novio? — me pregunta una flaca de rulos y anillos varios.

— No, soy el intérprete.

— Ah, el traductor. Yo soy la que va a casar a los novios. La idea es que la ceremonia sea divertida. Te podés poner al lado mío…

— Preferiría sentarme atrás del novio. Me parece menos invasivo.

— Como quieras. Ya deben estar por llegar. Deberías traducirles esta parte del formulario, donde tienen que elegir el régimen patrimonial. Pueden optar entre…

— También soy abogado, yo me encargo.

— Ah, listo — me dice con una sonrisa y acepta un mate que le ofrecen desde un escritorio.

Faltan 20 minutos para la ceremonia. A mis espaldas, espera emocionada una novia que luce un vestido de encaje hasta las rodillas junto a media docena de varones con ambos grises y camisa blanca, que la rodean en respetuoso silencio.

Diez minutos más tarde, veo aparecer a los novios, despreocupados y con ropa informal. Reconozco a Dulcinea por la foto de perfil de WhatsApp.

— ¿Martín?

Saludo a la pareja y desempolvo al abogado que duerme en mí para explicarles brevemente la comunidad y la separación de bienes.

— Ay, no sé. No tenemos nada — me dice la novia.

— Ahora no tienen nada, pero puede ser que más tarde sí.

Dulcinea le explica la situación a Mathieu en un inglés con fuerte acento porteño.

— ¿No hablan en francés? — me sorprendo.

— No.

— Se conocieron hablando en inglés, ¿no? — deduzco.

— Sí, en Inglaterra.

Los novios marcan en el formulario que eligen el régimen de separación de bienes. Cuando la abogada les pide sus identificaciones, Dulcinea se da cuenta de un detalle importante:

— Uh, salimos sin documentos. ¡Qué boluda!

No lo puedo creer, pero no hago ningún gesto. La novia le pregunta a la abogada si no los pueden casar igual.

— Mirá, yo los puedo casar sin acreditar su identidad, pero más tarde van a tener que hacer una rectificación…

Me atrevo a interrumpir y le sugiero a Dulcinea que pregunte si hay un turno libre ese mismo día, un poco más tarde.

— Yo me voy, pero habría que verlo con mi compañera — se ataja la flaca de rulos.

Del fondo viene la señora que estaba cebando mates, que consulta una carpeta.

— Me queda un hueco antes de las 15.30. Si llegan, los caso — propone.

Esta vez traduzco yo. Los novios se miran y Dulcinea le pide a una amiga que la acompañe a buscar los documentos.

— ¿Vos no tenés problema? — me pregunta.

— No, andá tranquila.

— Estamos viviendo en Villa Crespo. No voy a tardar mucho.

No le digo que me tomé el día ni le recuerdo que cobramos por hora. Sólo le respondo:

— Te esperamos acá.

Me quedo a solas con Mathieu, que a pesar de su barba entrecana no debe llegar a los 40 años. Tiene cara de buen tipo.

— Ahora podemos pasar al francés — le digo en francés — . ¿Cómo se conocieron?

— Uf, es una larga historia.

— Tenemos tiempo.

Mathieu sonríe y me cuenta que se conocieron en Londres, que se volvieron a encontrar en Australia, que estuvieron en Nueva Zelanda, en Francia, que se casaron en Dinamarca y que pensaban en ir a vivir a Bruselas, donde él tiene familiares.

— ¿Por qué se casaron en Dinamarca?

— Porque era más fácil que en Francia. Incluso acá es más fácil casarse que en Francia. Con la partida de matrimonio danesa podemos andar por toda Europa. Si no, Dulcinea se tenía que volver.

— ¿Y por qué se casan de nuevo acá?

— Porque quisiera tener la ciudadanía argentina. Macron, el presidente de Francia, quiere mandar tropas a Ucrania. Me gustaría tener la opción de venir acá, lejos del conflicto.

— ¿Cómo hicieron para moverse tanto? ¿Son nómades digitales?

— Long story short, nos dedicamos al rubro gastronómico. Es fácil conseguir trabajo. Dulcinea se dedicó exclusivamente a eso, fue sobre todo camarera. Yo hice un poco de todo, hasta fui panadero.

Mathieu elogia mi francés. Me halaga que todavía me digan eso. Le explico en pocas palabras, con un tono aséptico, que fui al liceo franco-argentino, que soy traductor público, que fui profesor de francés y que viví tres años en París. Hoy no se trata de mí, sino de él y su esposa.

— Perdón, tengo que avisarle a mi familia que la ceremonia se pasó a las 15.30 — me dice.

Asumo que en Francia van a seguir el casamiento por streaming, pero no pregunto. Baja del ascensor un hombre joven de barba y zapatillas, que saluda a Mathieu en inglés.

— ¿Soy el primero? — le pregunta.

— No — le responde Mathieu en inglés — . Están todos en un café, acá al lado. Habíamos reservado en un restaurante para almorzar después de la ceremonia. Vamos a tener que buscar otro lugar.

El invitado le cuenta que vive en Nueva York hace tres años y me doy cuenta de que no me interesa –ni me corresponde– seguir el hilo de la conversación. Me mantengo a dos pasos de distancia, viendo cómo hablan como si yo no estuviera ahí, y me parece bien. Hay silencio a mis espaldas: la novia y su media docena de escoltas de gris ya no están. El invitado baja a reunirse con el resto de la comitiva y me quedo a solas con el novio.

— ¿Vamos a tener que esperar un rato? ¿Nos sentamos?

Elegimos un sillón bajo y mullido en el centro de la sala vacía. Pienso en voz alta:

— Me casé en este mismo lugar hace catorce años. Me hace sentir viejo.

— Todos envejecemos.

Pasan unos minutos en los hablamos poco, sin forzar la conversación. Cuando Mathieu se convence de que no va a llegar nadie más, me propone acompañarlo al bar y acepto. Armaron una mesa larga,[IG1] en la que una docena de personas esperan el regreso de la novia sin preocupaciones. Un mozo nos acerca dos sillas. En el centro, una señora de ojos celestes modera el diálogo de los invitados.

— Vos debés ser la madre — le digo, cómplice.

Me responde con una sonrisa y me pregunta:

— ¿Cómo te llamás?

— Martín.

— ¿Querés un café?

— No, gracias.

— Fuera del Quijote, tu hija es la única Dulcinea que conozco — me permito.

— Hay dos. También está la cabra de los pitufos. Falta cultura general, eh — me responde, divertida.

Me quedo esperando a que me digan dónde sentarme. Un pelado simpático, que está ubicado en una esquina, me dice:

— Sentate acá, que no entiendo un carajo.

El novio acomoda su silla al lado de su suegra, con quien se nota que tiene afinidad. Se acerca a la mesa un músico callejero, que nos pregunta si queremos escuchar algo en especial. A nadie se le ocurre nada, pero el pelado le da una propina.

— En este solemne acto, procedo a unir en matrimonio a estos simpáticos indocumentados — dice el pelado remedando a un funcionario de turno.

— Tal cual, son dos indocumentados — razona la suegra riendo — . Me hace pensar en la canción “Sin documentos”, de Los Rodríguez. ¿Alguien tiene Spotify, así se la hago escuchar a Mathieu?

Una mulata que parece francesa le pasa su celular. Mathieu se lo lleva al oído y sigue la melodía con gestos de aprobación. La suegra intenta traducirle al inglés fragmentos de la letra, que se le escapa mientras avanza la canción. Sin decir nada, googleo [IG2] la letra en mi celular y la paso por un traductor automático. Para haberme llevado pocos segundos, queda bastante bien. Le doy mi teléfono al novio, no sin antes aclararle en francés:

— Es una traducción automática. No es perfecta, pero sirve para entender lo que dice.

Mathieu lee rápidamente el texto y sonríe:

— Sans papiers.

— Qué rapidez. Una maravilla — se sorprende la madre de la novia.

El pelado hace varios chistes al hilo. Es un momento muy agradable, pero ajeno. Por eso acompaño las ocurrencias con sonrisas medidas. La mulata aporta un dato sociológico:

— Es el primer casamiento al que voy en mi vida; sin contar el de mi mamá, cuando era chica. No conozco a nadie de mi edad que se haya casado.

— Yo estuve en uno la semana pasada — le cuenta el pelado, que podría ser su padre — . La gente de mi edad todavía se casa.

En el centro de la mesa, la mamá de Dulcinea manipula unas bolsitas con la complicidad de una mujer mayor que ella,[IG3] que tiene enfrente.

— La demora nos permite tener listos los pétalos — nos dice.

Alguien comenta que ya no se puede tirar arroz porque, crudo, le hace mal a las palomas.

Un par de minutos más tarde, me llega un WhatsApp de la novia: “Ya tengo todo, mil perdones por ser tan colgada!!”. Le respondo que se relaje, que estamos todos ahí y que en un rato se casa. Al poco tiempo, veo aparecer a Dulcinea y a su amiga.

— Ahí viene la novia — le informo a todos.

La mamá de la novia se acerca al músico callejero y le pide algo, que no escuchamos. A los pocos segundos empieza a sonar la Marsellesa. Mathieu menea la cabeza avergonzado, después dice, como para que yo escuche:

— Debería tocarla en versión rock.

Volvemos a entrar al registro civil. Una de las invitadas le dice a Dulcinea, que tiene los documentos en la mano:

— Fueron los nervios, ¿no?

— No — responde la novia, ya tranquila — , ya estamos casados. Fue de colgada.

Subimos al tercer piso en varias tandas, porque la puerta de uno de los ascensores dejó de abrirse de pronto en planta baja. La flaca de rulos ya no está. Nos recibe la otra funcionaria, que me adelanta:

— Yo no leo toda el acta, porque me parece un embole.

— Pero yo tengo que traducir todo lo que dice — le aclaro.

— Como quieras.

Nos indican la sala y nos acomodamos. Le pido a la funcionaria que se detenga brevemente entre frase y frase, para darme tiempo a interpretarla.

— No voy a leer todo, porque es un embole — me repite.

Insiste en que me siente al lado de ella, pero le vuelvo a decir que me voy a sentar atrás de Mathieu.

— ¿Pidieron la clave del wi-fi para la transmisión? — les pregunta a los novios.

Mathieu y Dulcinea se miran y le responde que no[IG4] .

— Mejor, porque el wi-fi del gobierno de la ciudad va y viene.

Con la libreta roja parada sobre el escritorio,[IG5] dice unas palabras que seguramente repite varias veces por día con más o menos variantes, pero lo hace con simpatía. Se refiere al compromiso, a la trascendencia del acto jurídico que nos convoca, al amor y a la felicidad. Empiezo bien, pero no tardo en perder el hilo, porque la funcionaria no hace pausas ni me mira.

— Long story short — arranco, y le susurro a Mathieu un resumen del parlamento, que escucha asintiendo. La funcionaria les pregunta a los novios cómo se conocieron. Dulcinea cuenta la historia que escuché de su marido con algunos detalles más. Espero a que termine y vuelvo a hacer un resumen:

— Contó la historia de cómo se conocieron, incluyendo el paraguas que se olvidó en el hostel de Londres y que le devolviste cuatro años después.

Mathieu aprueba con una sonrisa y decide no tomar la palabra. La testigo a la derecha de Dulcinea dice unas palabras, que me resigno a no traducir textualmente: la quiere mucho y está muy contenta por ellos. La testigo a la izquierda del novio cuenta –y reformulo a mi conveniencia– que conoce a Dulcinea desde los cuatro años y que creyó que nunca la iba a ver casada porque no creía en eso, pero que también está muy contenta por ellos. Después, la suegra, que estaba al lado mío, se pone de pie, se inclina sobre el respaldo de la silla de Mathieu y dice:

— Yo voy a hablar en nombre del novio, porque hoy está solo. Quería decir que es un sol y que lo quiero como a un hijo.

Mientras traducía –esta vez, literalmente– se para el padre de Dulcinea, un señor calvo con una colita, que hace su aporte:

— Yo soy el papá de la novia y no sé qué decir. Los quiero mucho.

Nadie más quiere hablar, así que la funcionaria lee las partes esenciales del acta. Levanto respetuosamente la mano cuando escucho un error:

— Doctora, le agradezco el piropo, pero no tengo 43 años. Tengo 46.

Todos en la sala ríen. La funcionaria sale del paso con una sonrisa y un argumento convincente:

— No quiero ofenderlo, pero ese detalle no invalida el acta.

— Piropo aceptado, entonces.

Me acerco al escritorio para que la funcionaria me dé el acta, que traduzco lo más rápido que puedo, tratando de encontrar el equilibrio entre cumplir con mi función y no demorar una formalidad que no le interesa a ninguno de los presentes. No levanto los ojos del acta, por lo que no sé si Mathieu me está siguiendo, pero a esta altura ya no importa. La funcionaria nos llama para que los novios den el sí y terminar con la ceremonia. Una vez que los tres firmamos el acta me aflojo. Doy dos pasos hacia atrás para no estorbar en las fotos y apago sin querer una de la línea de luces de la sala. Miro a los novios posar haciendo muecas, tomándose las cosas con liviandad, y me invade una sana envidia. Nos indican que bajemos por las escaleras. A mitad de camino, le recuerdo a una de las testigos que tiene mi documento.

— Uy, disculpá –me dice, casi sin mirarme.

Llegamos a un patio interno, donde se viene la foto grupal con las iniciales de la ciudad de fondo. Me mantengo a un costado del fotógrafo, pero Dulcinea me llama, así que me ubico atrás de todos, como hago siempre. Después vuelvo a mi lugar, para que se sigan sacando fotos tranquilos. A los pocos minutos se acerca una señora, que nos dice con tono serio:

— Deberían ir saliendo, así le dejan lugar a la próxima pareja.

El grupo responde con una carcajada obediente y empieza a desagotar el patio. Como yo todavía no cobré por mis servicios, me mantengo a una distancia prudente: no quiero estorbar ni que se olviden de mí hasta ese momento. Dulcinea reacciona:

— Todavía no te pagué. ¿Eran dos horas, no?

— Sí.

Saca su billetera de la cartera, que al abrirla parece un bandoneón con el fuelle naranja: hay decenas de billetes de mil pesos. Me empieza a pasar billetes, que voy agrupando en decenas, hasta que mis bolsillos parecen dos pelotas. La billetera se vacía y faltan más de la mitad de mis honorarios.

— No voy a llegar con el efectivo. Igual tenés mi número de DNI, sabés dónde vivo.

Es cierto que tengo su número de documento, pero no sé dónde vive. Sólo escuché en algún momento de la espera que está alquilando un departamento Villa Crespo por tres semanas. Me quedo callado como un mayordomo.

— A ver… ¡Mamá! No llego con el efectivo, ¿le podemos hacer una transferencia? Tiene que ser una cuenta de acá.

— Ay, yo no tengo fondos — le responde afligida la madre — . Esperá. ¡Estela, vení!

Aparece la señora que la ayudó con los pétalos, a la que le explican la situación. Después de un par de intentos, me hacen la transferencia por el saldo y me pasan el comprobante.

Afuera están los invitados y el novio. Alguno comenta que tiene hambre. El músico callejero se pone a tocar nuevamente la Marsellesa, que esta vez Mathieu acepta con alegría, y hace que Dulcinea se ponga a bailar con él. Varios invitados se les suman y de pronto me siento adentro de una película de Kusturica. Espero a que termine la canción para saludar y agradecerles a Dulcinea y a su mamá. Me falta Mathieu. Le apoyo una mano en la espalda mientras le deseo suerte y que sean felices. El novio corresponde a mi gesto. Es lo más parecido a darse un abrazo con un francés que uno no conoce.

— ¡Ahora vamos a almorzar! — exclama una con alegría y varios festejan la moción.

Vuelvo a casa contento por ellos. Cuando le cuento a Maru, con lujo de detalles, mi primera experiencia como intérprete en el registro civil me dice:

— Estaría bueno tener una copia del acta, para mostrársela a mis alumnos de Traducción.

— Uh, no me di cuenta. A ver…

Le escribo a Dulcinea, que me responde a los pocos minutos: “Obvio! Llego a casa y te mando. Y cuando tenga te mando la foto del patio ☺”.

Pasaron las horas y los días sin novedad. Me daba vergüenza insistir, así que me resigné; después de todo, sólo fui el intérprete. Pero al décimo día, Dulcinea me mandó lo prometido por WhatsApp. Se demoró un poco porque es colgada.

Junio de 2024

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