Sin Máscaras
Por: María Karla Larrondo González
Es tarde en la noche, otro día igual: los mismos comentarios e incluso las mismas poses y sobre todo el mismo autoconsuelo. El maquillaje está totalmente corrido, pero no tengo ganas de retocarlo, si está así, debe ser por algo. El chofer mira por el espejo retrovisor y parece como si hoy me tocara el alma. Salgo del carro, le doy su dinero y voy en silencio camino a casa.
El sonido de los tacones parece hablar esta noche. El vaivén de los pliegues del vestido realza mis caderas y mis movimientos de cintura para abajo. Llego a la puerta y la suya está cerrada, lleva así desde ayer pero hoy me duele un poco más.
La casera está despierta, me da algo de vergüenza que me vea entrar así, aunque para ella no sea ningún secreto. Incluso le he cogido cariño, su preocupación es digna de una madre, quisiera conocerla más, pero es muy poco el tiempo que coincidimos. Me siento junto a ella en el sofá, me quito los tacones y le cuento de la noche, sin detalles, claro, solo lo esencial. Mientras me preparo para ir al baño me lleva un vaso de leche caliente al cuarto: desde que vivo aquí trata de que no vaya a la cama sin comer.
El cuarto me agota. Bocarriba miro hacia el techo y siento que la cabeza da mil vueltas. A pesar de todo he llegado hasta aquí. Me levanto con el peso de la noche en mis hombros. Entro en la ducha y dejo la ropa en el suelo. El agua hoy cae y me aleja de esta horrible realidad, mis ojos también tienen lágrimas que hablan. Lloro de rabia e incluso siento lástima de mí. Siento pena y vergüenza de lo que he aprendido y aunque suene extraño, esta persona que está aquí, no soy yo. No soy parte de mi propio ser. Lloro porque ya es tarde para cambiarlo, hoy siento asco de mí, ella me vio y antes de que sus labios pudieran decir nada, sus ojos lo dijeron todo.
La única persona que no me juzgaba era ella. Junto a su inocencia de cuatro años, yo volvía a ser pura. Hubiera dado todo para que nunca se enterara. Los ojos de Adria me miraron como nunca antes, en esos pequeños ojos que nunca culparon mi trabajo, que nunca juzgaron mis noches, se encontraba ahora el desprecio de todos. Los ojos de mi pequeña me estaban transmitiendo el dolor más grande que había sentido hasta ahora.
Mi ropa le trasmitió la verdad. Llevaba un vestido corto con escote prominente, mis zapatos altos y el maquillaje bien cargado. Salía a la última de mis noches, pero sé que ya no hay vuelta atrás. Nunca más me volverá a ver con sus ojos llenos de inocencia y yo nunca más, podré volver a sentirme viva.