Solo un mal chiste o el tácito placer de la anarquía
Por: Senén Alonso Alum
“Yo soy yo en mis circunstancias’’
José Ortega y Gasset
Con ánimo peligrosamente desenfadado, los tiempos que corren han promulgado una terrible pleitesía a la crítica superficial e impresionista. Cada uno pretende fungir de juez, tribunal y verdugo del otro, prescindiendo, las más de las veces, de un conocimiento asentado en causas robustas. El presente, como deudor infinito del ayer, no debe ser examinado bajo la mirada única de la contemporaneidad. Por fortuna, a cada rato me topo con el mundo y recuerdo, pleno de felicidad, que no solo yo intento la hazaña maravillosa de la empatía.
Aparentemente ambientada en la Nueva York de la administración Reagan, la película Joker, última proeza cinematográfica del realizador Todd Philips, camufla bajo el manto ficticio de Gotham (la misma urbe que cobija al hombre murciélago desde 1939) los infortunios y contrastes de la Gran Manzana. Aun así, la ciudad y su sistema se resisten a las etiquetas espacio-temporales: el protagonismo de la representación supera con creces al mimetismo de una supuesta ubicación ‘’real’’.
Arthur Fleck, aspirante a la comedia de monólogos y animador de fiestas infantiles, es otro de los millones que habitan esa metrópolis. Su empleo, un desesperado método de subsistencia; su madre, deshecha de lo frágil y enferma, sumado a su inestable condición médica, serán los ingredientes que fraguarán en este delicioso antihéroe la transformación definitiva de su personalidad: una renuncia absoluta a la razón y el civismo, factores imprescindibles para la supervivencia dentro del autoritario régimen que significa la vida en sociedad.
Su medio adverso hasta la médula constantemente lo rechaza, y no bajo la forma imperceptible y silenciosa que toma la indiferencia, sino a través de la punzante vergüenza del ataque continuo, de la segregación culpable y malintencionada. El despido de la pequeña compañía de payasos a la cual pertenecía será el primer escalón hacia la pérdida definitiva de su conciencia. Precisamente, mientras regresaba de su última representación, Arthur conoce la gratificante sensación de la ira materializada en carne foránea: la violencia comienza a granjearse un lugar dentro de las alternativas sociales del protagonista.
A partir de aquí se desplegará en toda la urbe un movimiento contestatario y de marcado carácter anárquico que protestará efusivamente contra todo lo representado por las clases dominantes: política, soberbia y poder. El payaso, concretado en el rostro de Arthur a través de una certera combinación cromática, deviene epítome de la insurrección.
Arthur tiene, al menos, el mérito propio del intento: confía en la palabra de sus seres queridos; no ceja en su empeño de humorista; se entrega desmedido a las bondades sentimentales nacidas del afecto carnal. Sin embargo, el resultado de estas decisiones será imprevisto y perjudicial.
Uno a uno sus ídolos, sus alicientes, se resquebrajan, lo decepcionan, pero su respuesta no es contemplativa ni resignada: se revela cruentamente contra todos ellos. Mucho de One flew over de cuckoo’s nest y de A clockwork orange será visto en las escenas que siguen: rituales de liberación, ‘’hiperviolencia’’, satisfacción patológica sobre la sangre ajena.
La ciudad como una representación topográfica de los conflictos individuales es consumida por el caos, la anarquía se adueña de las calles. El fuego se torna indomable y la policía es incapaz de restaurar el orden. Un ejército de payasos, que mediante máscaras o a través de una certera mixtura de pigmentos sobre los rostros ha optado por subordinar su identidad al símbolo común, se apodera de la ciudad; ha llegado la hora del carnaval, el momento de la subversión: el empoderamiento del bufón y el derrocamiento de los reyes.
Superado el éxtasis de los límites inexistentes, todo es blanco, como si la policromía de la rebelión debiera, siempre y por necesidad, cederle su espacio a la nulidad de la reclusión. En sus últimas palabras, sin embargo, se nos permite el placer de la duda: ‘’solo pienso en esta broma’’, declara el paciente, ‘’ ¿quieres contármela? ‘’, examina la doctora, ‘’no la entenderías’’, sentencia Arthur, después de haber visualizado al joven Wayne frente al crimen que definirá por completo su personalidad.
No lo sabemos. No. Tener seguridad sobre donde comienza ‘’lo real’’ y termina ‘’lo imaginado’’ sería desaprovechar, ingenuamente, las delicias de la ambigüedad.
El peligro suele anidar en el verbo: la impresión primera parece reorientar indefinidamente el devenir de nuestros criterios. Lanzamos la palabra feroz, de talante destructivo, apoyados en el aval que nos confiere el hecho presenciado, sin la reflexión estoica reclamada por cada opinión realmente digna de escuchar.
Un juicio valorativo es ineficiente si no son tomados en cuenta atenuantes a la par que agravantes, si desconocemos el camino andado por el sujeto receptor de nuestras palabras. En esto, precisamente, tiene Joker uno de sus mayores méritos: conocemos de primera mano las causas que apresuraron el declive moral de Arthur, lo cual nos presenta suficiente información como para asegurarle al protagonista nuestro apoyo o nuestro desprecio. Queda ya, a cuidado del espectador, si conceder la empatía o juzgar con severidad.
Cabe aclarar, como culminación indispensable, que mi admiración se proyecta sobre este celuloide solamente como hecho estético, como realización artística y premonitora de una sociedad en picada inagotable, no como un sistema de pensamiento digno de emulación ni una alternativa apropiada para la solución, o al menos maquillaje, del infortunio de los días. La violencia, en pos de su justificación y aval, necesita de un sustento ético y moral suficiente, de un programa teórico que la reclame como única posibilidad para el fin, la meta, el cambio. Aun así, resulta en extremo revelador imaginar, de la mano de un buen filme, los riesgos de la “civilización”, cada vez más reales y cercanos.