Un milagro moderno
Por: Marlon Duménigo
La Teoría Japonesa de Noshinawa refiere, con notable claridad de términos, que todos arribamos a este mundo con los latidos del corazón exactos, contados, minuciosamente prescritos por la hora y la fecha del nacimiento de cada quien. No puede afirmarse que se trata de una teoría demasiado compleja. Incluso llega a ser un cálculo bastante sencillo si se conoce del todo la ecuación. Esta tesis, de apenas dos páginas, también indica que el número de latidos es algo que deberá ser descubierto, o no, por cada uno de los seres humanos que habitan el planeta. “Cada quien responde por los suyos”, reza la línea final del documento.
Yo apliqué la ecuación al cumplir los 12 años, la misma tarde en que recibí el Obi o cinta amarilla como símbolo de mi ascenso dentro del karate do, y definí mi propio número de latidos en 200 000 000, que es el equivalente a 87 años en latidos del corazón. Este ha sido el descubrimiento más importante de mi vida. A partir de ese instante he llevado la cifra exacta día tras día.
Casi nadie se fija en los latidos del corazón. Es una de las tantas acciones controladas por el sistema nervioso autónomo ubicado en el hipotálamo, la región del cerebro encargada de regular las funciones involuntarias. Sin embargo, descubrir los latidos durante la niñez ayudó a desarrollar en mí el placer de escucharlos, y ya en mi edad adulta por lo menos 5 veces al día, mientras practicaba la técnica de kata o de ibuki waza o simplemente cuando me sentaba a comer, conseguía la concentración necesaria para disfrutar del latido 100 500 000, el latido 100 500 001, el latido 100 500 002.
Como promedio, el corazón de un adulto realiza 70 latidos por minuto. Este es un dato curioso que puede alterarse mientras dormimos, cuando disminuyen hasta 60; por el contrario, si realizamos un sexo reconfortante y descarnado, este número se dispara hasta los 95 o los 100. O sea, de la Teoría Japonesa de Noshinawa puede inferirse que, si alguien duerme más y lleva una vida amorosa muy pausada y monótona, es posible que consiga alargar objetivamente sus años de vida.
A pesar de introducir un conflicto con el estilo de vida occidental de optimización del tiempo, esta tesis encaja estupendamente con el estilo de vida y la cultura oriental. Yo soy adicto a la cultura oriental, influido por mi tatarabuelo japonés que arribó a Cuba en 1864 escapando de la guerra civil. Es cierto que mi fisonomía ya no puede definirse como asiática, pero los residuos genéticos del tatarabuelo no deben haberse extinguido del todo. Existe cierto parecido en la forma del pómulo, en la costumbre de arrastrar las s y en las sonrisas lacónicas. Él ni siquiera asomaba sus dientes en los daguerrotipos, aunque lo embargara la alegría más renovadora. Su rostro no expresaba una sola emoción. Esta era quizás la virtud más admirada. De alguna manera todos lo imitábamos, secreta y estoicamente, y llenábamos las fotografías de rostros serios y pausados.
Fue precisamente mi tatarabuelo el que inició la práctica del karate do entre los varones de la familia. No es que fuera machista, nada más alejado de la realidad, es solo que algunas pautas de las tradiciones son difíciles de cambiar, incluso para seres como él.
Fiel seguidor de la tradición, al cumplir 95 años mi tatarabuelo cedió su puesto de jefe de familia. Pasó entonces a ocupar un sitio menos visible, sin responsabilidad en la toma de decisiones importantes, con la mayor serenidad para meditar durante los últimos años de su vida.
La noche de su muerte nos reunimos en el salón. Yo tenía 5 años y apenas recuerdo fragmentos, retazos de un momento único que me vienen a la mente en noches como esta, monótonas y densas. Mi tatarabuelo, vestido con su karategi y el cinturón negro de 10.º dan, repitió la última línea de la teoría en su lengua nativa. El “Cada quien responde por los suyos” se escuchó aún más sublime en aquel japonés exacto, rítmico, definitivo. Al concluir, nos dio un beso por mejilla a cada uno de los presentes, acompañado de un consejo que no alcanzo a recordar. Luego se tendió en la cama y todos coreamos los latidos finales. El corazón de mi tatarabuelo se detuvo en el latido 285 300 504. Había vivido 103 años.
Las ceremonias de mi abuelo y de mi padre, en cambio, no fueron tan rituales. Ni siquiera se vistieron de karategi o usaron las cintas de 7.º y de 4.º dan. Fue algo extraño. Aunque todos nos reunimos en el salón no hubo frases pomposas, consejos ni coros. Solo un aguardar a que se aproximaran los latidos finales para los besos en las mejillas y los apretones de mano. No tenían sabor a despedida esas noches, muy al contrario, eran más bien insípidas.
Por ese entonces yo abandoné la práctica del kárate do. Apenas tenía tiempo entre mi carrera en la universidad, un trabajo de camarero en las noches y el inicio de una relación con quien imaginaba (50 años después sé que estaba en lo cierto) sería la compañera de mi vida.
A pesar de esta existencia agitada, cada aniversario del fallecimiento de los ancestros desempolvaba mi armario y vestido de karategi iba hasta el cementerio para arrodillarme ante sus tumbas y ofrecer un ramo de crisantemos blancos, como ordena la tradición. Mi esposa, mi hermano y mis dos hijas no son seguidores de la tradición, les parece algo absurdo y anacrónico. Hace mucho tiempo que desistí de convencerlos. Sé que están reunidos en el salón por puro compromiso, pero las razones no interesan demasiado. Lo importante es reunir la familia, no partir solo, no alcanzar el último latido sin manos junto a ti, sin ojos que te miren, sin rostros que te hablen. Esta noche mi esposa, mi hermano y mis dos hijas permanecen sentados frente al televisor, canalizando de alguna manera su decepción mientras esperan. Y es que según la Teoría Japonesa de Noshinawa yo debería estar muerto hace exactamente 4 horas y 15 minutos. Llevo 1 500 latidos por encima del número que definí a los 12 años. Es una situación desesperante. Y eso que ya probamos todo. Hasta usar el karategi y mi cinta de 1.dan.
Así que ahora salgo al balcón a fumar un cigarro y espero que, de un momento a otro, este error se subsane por sí mismo y el corazón por fin se detenga. Entre tanto miro los edificios enormes; mientras el viento me da en la cara cierro los ojos y cuento, casi sin creerlo, el latido 200 001 501, el latido 200 001 502, el latido 200 001 503, y por primera vez en la vida, llego a sentirme completamente desorientado.