Verde Melón. Superávit de levedad

La Jeringa
5 min readJun 4, 2022

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Por: Cecilia Garcés Expósito

Dice mi madre que tuvo las primeras contracciones de mi nacimiento en un concierto de Queso, ese del que hace un tiempo vi un fragmento y al que le antecedía un tema de Superávit acompañado de videos de ensayos, fiestas, imágenes de la casa de mis amigas y donde he pasado gran parte de los últimos años; un audiovisual de risas, muchas risas y, más que ninguna, la de mi madre con casi mi edad. Quizás por esas cercanías ahora necesito escuchar constantemente el álbum de este grupo, conformado principalmente por Raúl Ciro y Alejandro Frómeta y que, acompañados por músicos magos, hacen la banda sonora de este texto; quizás porque sus temas hablan de la edad en la que estoy y de esta época en la que vivo desde sus años noventa. Quizás porque tengo la misma nostalgia de otros años que ellos. Con certeza, porque les costaba caminar por sus calles tanto como a mí por las mías y por eso poetizaron e hicieron con música un bálsamo para aquello que “susurra la vida incesante, monótona y turbia”.

Foto tomada de Internet

Desde los títulos de las canciones la vida se siente iluminada por un velo, cubierta por una Bruma blanca o Transparencia. Así mismo en las letras se devela una percepción que ya ha transitado ese “camino en espiral” que se abre en el tema Contra reloj como alternativa a la “ciudad bulliciosa”, para evadir “la escasez, la televisión” u ocultar las “manchas de intenso sol”. Esa espiral funciona hacia el interior del ser deseando desatar una libertad que no se encuentra, sino que se expresa en el camino “tras los muros de tu piel” y donde hay pulsiones que “rompen el cerco desde adentro”. En ese tránsito se vuelve inevitable ir derrumbando algunas nociones, quizás únicamente útiles en el escenario de la ciudad, como realidad o verdad, para descubrir que “tantear lo oscuro es el ritual” donde encuentras “solo una vaga libertad”. Una porción de libertad que permite llegar a un vacío existencial y sabio. Expresado en los temas, tal vez, en esos momentos de incomprensión sígnica y simbólica que dejan salir a la luz estados de conciencias distintos, me atrevo a asegurar, a los que con frecuencia nos rodean. Llegan al vacío como iluminación, como exceso de sabiduría alcanzada para obtener “el perdón”. Y es que después de llegar a ese punto lo único que se puede pedir es perdón por continuar caminando las mismas calles, por seguir siendo parte y porque la espiral tenga otro extremo hacia el exterior.

En los temas de esta banda parte del equilibrio se encuentra en la combinación de dos extremos, entre la profundidad ya descrita y una cualidad fluida que no deja de ser igual de intensa. La punta hacia el exterior se expresa en viento, en agua, en mar, en aves y desde la premisa de que “todo es volar, y planear, sin pensar”. Experimenta la huida y el abandono sin remordimientos ni culpas, pues el fin es cuidar alguna esencia hallada en el otro lado, así también sostener la identidad y moverse según demanden las pulsiones emocionales y físicas. Por esto se hace imposible ignorar al corazón y al estómago cuando la luz se torna falsa y la lucidez no se encuentra “porque ya no nos queda un lugar para hallar”, ningún espacio íntimo de expresión y de descubrimiento. Esta espira busca preservar ciertas verdades útiles para la subsistencia en lo real, para la relación con lo externo. Sin embargo la deconstrucción experimentada en el otro extremo ayudará a derribar convenciones y apariencias, prestando atención siempre a no mentir, a no aletargarse en el sinsentido, y a no olvidar que “del azar todo es un instrumento”. Esa cualidad del viento que escuchamos en las letras de la banda, en el disfrute de la música, permite elevarse tanto para poder, en el tema “Villa de París”, ver a la isla dormir, desprenderse de cualquier atadura que impida el vuelo y en paz, habiendo bebido todo el mar, despedirse de ella y de los amigos que se quedan o vuelan más lejos.

Foto tomada de Internet

Ahmel Hechevarría, en un texto que pretende mapear una zona de los años noventa,[1] llega a un documental que toma como protagonista a Alejandro Frómeta y habla de los autores de su generación, la reunida alrededor de la peña de 13 y 8 en el antiguo Museo Municipal de Plaza, para declarar que “supieron desmarcarse (…) traduciendo un estado de ánimo, una molestia, una incomodidad, mientras escrutaban el tejido de un país. Dejaron por escrito, incluso, la necesidad de alejarse para pertenecer de otra manera”. Cuando me pongo los audífonos puedo sentir que la incomodidad a la que se refiere Hechavarría persiste o se ha reencontrado en mi generación, que las preocupaciones o molestias no son tan distantes y que mis padres y yo podríamos estar caminando por exactamente los mismos caminos. Para la generación de los noventa esto último puede sonar decepcionante, por el estatismo y la trascendencia de los mismos conflictos; pero no, es fascinante, es un pliegue temporal donde se juntan las esencias, un encuentro de conciencias en aquel vacío iluminado.

Para mí y mis días las canciones de esta banda son el superávit de levedad necesario para seguir andando las calles de Cuba o para salir volando, flotando fuera del desacierto citadino. Son una ciudad reescrita, la búsqueda de la felicidad en la Pulpa de tamarindo almendrada, un cuerpo descubierto, un espíritu alado, un paseo cadencioso y rítmico encontrando sentidos, la huida del hastío, la resolución en el hastío. Un desvanecimiento de la música, en la música, en nuestras percepciones torcidas, prismáticas y recompuestas luego de cada mordida a ese Verde Melón (1997).

[1] Ahmel Hechevarría (2016) “Trazando el mapa de una generación”. Hypermedia magazine. Disponible aquí

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