Virgilio Piñera, el escritor de la carne

La Jeringa
5 min readMar 22, 2023

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Por: Lisandra Ronquillo Urgellés

Acto Primero: El ablandamiento de la carne

La lengua del Predicador está en la cara de René, este se la pasa en los ojos, los cachetes y la boca. Como el Predicador es enano debe encaramarse sobre el joven, tendido en una mesa, y así someterlo al músculo más fuerte del ser humano. Al mismo tiempo, otras 50 lenguas se mueven sin descanso en sus brazos, piernas y pecho. La peste de la saliva es insoportable, pero el dueño del cuerpo permanece inmóvil, como si estuviera muerto. René prefiere estarlo antes de rendirle culto a la carne. No sufrirá en silencio, como le ordenaron los profesores de esa academia donde lo envió su padre. Él gritará su miseria a los cuatro vientos.

Acto Segundo: El endurecimiento de la carne

La señora Pérez quiere atrapar a René entre sus piernas. Lo alimenta, le ofrece coñac y se excita viendo un libro de anatomía. En la primera lámina está la información suficiente para diseccionar un cuerpo humano. Dalia, por el contrario, disfruta observar cada parte en el lugar correspondiente. La carne de René es de primera, lo supo en la cola de la carnicería, donde le pareció más apetitosa que la falda, el boliche o las costillas de un puerco. Para la viuda, la mejor manera de degustarla es complaciéndose. Mientras, en su bañera se ahoga un maniquí con la misma cara del hombre que está desnudo en la cama.

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Virgilio Piñera escribe con la carne. En sus cuentos y su primera novela, publicada en 1995 por Ediciones Unión, desfilan los cuerpos enteros y descuartizados.

La diferencia entre una vaca y un hombre no existe en La carne de René. La primera está expuesta en La equitativa, colgando de los ganchos oxidados o apilada en algún rincón sanguinolento hecha bistec. Casi se pueden escuchar las moscas alrededor de la carne, el aleteo se detendrá al menor descuido, el insecto se posará y regurgitará sobre ella. La meta de la mosca es más inocente que la de la larga fila de gente afuera del establecimiento. Cada uno espera su turno para comprar unas libras de res, que aliñarán con cualquier cosa y las trozarán con los dientes.

«Un pueblo sometido al racionamiento de carne no tiene que dar muestras de cordura», declara el narrador en el primer capítulo del libro. En Muecas para escribientes, los protagonistas sabían de Virgilio, que los concibió vivos cargando cubos de agua y muertos los hizo hablar de la resurrección de la carne, solo cuando «la rana críe pelos». Los vecinos de René habitan en más de 190 páginas sin descubrir al verdadero autor de su locura. Esta patología psiquiátrica evitará, contradictoriamente, que los personajes se piquen trozos del cuerpo y se coman a sí mismos, como en otro de sus relatos. El hambre en esta novela no son retorcijones en las tripas. La comida sobra, pero falta algo difícil de descifrar. La carne es una utopía.

Aquí Virgilio Piñera no es «una Isla, como suelen ser las Islas». Sus piernas no se convierten en tierra y mar ni le salen árboles de los brazos. El escritor de Las Furias y Pequeñas maniobras interpreta un carnicero, tiene el cuchillo en las manos, pero el desmembramiento es de otra naturaleza.

Lo que pudiera usar para romper la carne o los huesos de otros, lo clava en sí mismo y traza una abertura desde el pecho hasta la entrepierna. El poeta Antón Arrufat describe el cuerpo del novelista: feo, de boca sin atractivo, flaco, de mentón hundido y frente prominente, citando al propio Virgilio. Piñera mete sus dos manos, de las cuales se enorgullece, en la herida abierta y saca de sí mismo una criatura hermosa como René. Ambos aborrecen su propia carne y, al mismo tiempo, padecen los cuestionamientos de otros.

El dramaturgo se declaró pobre, artista y homosexual desde muy temprano. La última etiqueta lo condenó, luego de 1971, a una inexistencia temporal. Aunque después se reconoció lo absurdo, excluyente y anticonstitucional de la medida, a la par de la celebración del Primer Congreso de Educación y Cultura en Cuba, se emitió una disposición laboral que impidió a los homosexuales ocupar cargos de relevancia e influencia en este ámbito. Aquel hecho formó parte del llamado Quinquenio Gris.
Antes de esa fecha, su obra convirtió al creador en una figura irreverente, excéntrica e imprescindible para la intelectualidad cubana. Virgilio sacudió la escena nacional con su obra Electra Garrigó en 1948 y marcó un referente para el teatro moderno mucho antes del estreno de Aire frío en los años 60. Su Isla en Peso rompió con la lírica tradicional y se posicionó en la historia de la poesía cubana del siglo XX.

El verbo de Piñera y su narrativa lo diferenció de importantes figuras de su época como José Lezama Lima y otros miembros de Orígenes. Incluso, en 1968 recibió el Premio Casa de las Américas por Dos Viejos pánicos. Cuando murió en 1979 dejó engavetados varios textos inéditos, que fueron publicados años después de aquel infarto de miocardio.
Como cuestiona el ensayista Antón Arrufat en los Cuentos Completos de Virgilio Piñera: «Resulta curioso y hasta sorprendente que una revolución como la cubana, que se propuso transformar de raíz las estructuras sociales y crear una nueva ética social, heredara a su vez — pasivamente — la homofobia de la sociedad anterior». El autor de La caja está cerrada y Vías de Extinción habla de cómo ideas provenientes de la Conquista Española se manifestaban en las redadas periódicas durante el gobierno de Batista y las organizadas por el Ministro de Gobernación en 1958.

Por supuesto, no se puede analizar la Cuba actual como la de los años 70. Aun cuando la discriminación permanece en el imaginario, existe un respaldo legal a la diversidad sexual y de género en la Constitución, aprobada en febrero de 2019, y en el Código de las Familias, refrendado en septiembre de 2022.

Esta novela muestra los efectos de los extremismos, no al nivel de una sociedad, sino sobre un cuerpo marginado y automarginado. A ratos recuerda la distopía 1984 de George Orwell. La limitación más explícita de su protagonista la simboliza su padre. Ramón es todo lo que René no será nunca y todo lo que la Causa espera de él. El sacrificio de su progenitor se manifiesta en las llagas purulentas, la protuberancia en la clavícula y los pies necrosados. Ramón está dispuesto a dar toda su carne o perder la vida. No se conforma con el compromiso propio y canoniza la cabeza de su hijo en el cuerpo de San Sebastián. René no quiere que lo atraviesen las flechas, como al patrono, mucho menos ser la vaca sacrificada para saciar el hambre ajena.

Nunca sabremos el verdadero final de René. Como una pierna expuesta en La Equitativa, la última línea de la novela se queda colgando del gancho puesto por Virgilio Piñera. En la cola afuera, los lectores nos afilamos los dientes con una carne que no podemos devorar.

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