Volver a las Casas del Vedado de María Elena Llana
Por: Grechent Ledesma Torres
A María Elena Llana la descubrí una tarde cualquiera en el Coppelia, hace ya algunos años: mi mejor amiga abrió un librito azul de páginas amarillentas que le había prestado una profesora, y comenzó a leerme en voz baja aquel “Soñé que venían de la Compañía a cambiar el número de teléfono…”[1]. Desde entonces pesco sus libros cada vez que los veo, y de ser posible dos, para regalarle el otro a la lectora del Coppelia.
María E. Llana ha merecido recientemente el Premio Nacional de Literatura por la obra de toda la vida. Periodista de formación y escritora por vocación, trabajó para diversos medios de prensa desde los años sesenta, así como para la radio, donde adaptó clásicos literarios al espacio de la novela de las dos; algunos de sus cuentos han sido llevados al ámbito televisivo. Su segundo libro, Casas del Vedado, que publicara Letras Cubanas en 1983 y recibiera el Premio de la Crítica al año siguiente, sigue siendo a día de hoy, su libro más citado y aclamado, y del que vale la pena hablar una vez más, para que todos aquellos que se pregunten qué leer de nuestro nuevo Premio Nacional sepan a dónde dirigirse.
Para nadie es un secreto que los años setenta y ochenta en Cuba fueron bastante oscuros para la cultura y a nuestra querida autora tiempos tan grises no le fueron ajenos. Por pertenecer el género fantástico sus ficciones no fueron bien recibidas en un principio, y es por eso que, entre su primer libro, La reja (1965), y Casas del Vedado transcurren casi veinte años. Estos cuentos tuvieron que esperar vientos más favorables para poder ser leídos: en los años ochenta la literatura “debía” estar orientada a los ideales políticos de la Revolución y regirse por los presupuestos del realismo socialista; sin embargo, Casas del Vedado, logró marcar un hito en la literatura fantástica cubana, con cuentos tan interesantes como “En familia”, “La casa vacía” o la muy popular profesora de piano “Claudina”.[2] Está escrito en un estilo muy limpio y depurado, cercano al periodismo, sin un asomo de vulgaridad o coloquialismo excesivo, pero capaz de frases tan exquisitamente literarias como “aquella música comenzaba a gotear cristalinamente”.[3]
Todos los cuentos del libro –once en total– no poseen elementos fantásticos, pero en conjunto se trata de una baja fantasía urbana sustentada por elementos sobrenaturales, fantasmales, relacionados con el pasado –ya sea familiar o no– o con los habitantes envejecidos de estas casonas, y por la flexibilización del espacio-tiempo en determinado objeto-lugar que funciona como portal hacia otra dimensión: el gobelino del cuento homónimo y el espejo de “En familia”. El cuento “El gran juego” merece mención aparte, puesto que el héroe se autodenomina Dios y le son atribuidos poderes sobrenaturales por parte de otros personajes.
Casas del Vedado relata el proceso de decadencia de la burguesía de uno de los barrios más célebres de Cuba, famoso por sus suntuosos caserones y exuberantes parques y jardines, y más tarde por sus edificios altos y vida nocturna en torno a La Rampa, sus clubes y hoteles. Sus personajes principales son aquellos, que luego de 1959, en lugar de emigrar, debido a su edad avanzada en muchas ocasiones, se encerraron dentro de sus hogares, aferrados a un tiempo que ya no existía más: aparece un espacio doméstico casi siempre en decadencia como testimonio de una clase rica en declive, que se enclaustró en ese espacio que consideraba seguro frente a una realidad que escapaba a sus conciencias. Se glorifica el pasado a través de la alusión directa o de objetos y muebles finos y caros, estropeados ya por el paso del tiempo, como “el viejo silloncito Reina Ana, frágil, gastado, pulimentado por los años como una piedra del río”.[4] El comienzo de “Un abanico chino” es muy ilustrativo en este sentido: la casa está invadida por el jardín –como la de Bárbara, la mujer de la novela de Dulce María Loynaz– y las multitudes revolucionarias van a la plaza mientras los burgueses continúan sus vidas intrascendentes e improductivas:
Visto desde la alta y estrecha ventana de la biblioteca, el jardín parecía sumido en la sombra que proyectaba la mole de la casa, maciza, imponente, transitada en sus aleros, cornisas y marquesinas por enredaderas de gruesos tallos.
La iluminación del sol comenzaba en el pedazo de acera que se veía frente a la entrada de la verja, como si allí mismo se estableciera el límite entre la luz y la sombra.
Hacía rato que los grupos que iban hacia la Plaza se habían espaciado, pero la tarde estaba como cargada de un gran rumor y aunque ahora la calle estuviera vacía, aún algunos rezagados se arremolinaban de cuando en cuando antes de correr a diluirse en la marejada festiva.
Desde la ventana, en el piso alto, ella los miraba un instante y continuaba su minuciosa labor de exprimir una naranja sobre una cucharita de plata, y sorberla lentamente.[5]
Aunque la ubicación de los hechos narrados es clara: Vedado años sesenta y setenta, los personajes –la mayoría, añosos– están traumados por el deterioro de sus condiciones de vida y los profundos cambios políticos, económicos y sociales que atraviesa el país. Muchos se convierten en seres inadaptados: los protagonistas de “En la pendiente” se niegan a trabajar y venden todo lo que pueden y hasta alquilan un cuarto, más bien una cama, para seguir contando con una empleada doméstica que haga los quehaceres del hogar. Este “robo de sus vidas”, este trauma, conlleva muchas veces a que los personajes fantaseen en medio de la soledad, tal es el caso de la señora Genoveva y sus visitas imaginarias de amigos ya difuntos, aunque el narrador nunca aclara qué sucede en realidad (suponiendo que lo sepa). De pronto ya no se sabe quién está vivo y quién no, lo fantasmal disgrega los límites de la realidad: las lindes entre lo real y lo fantástico (en este caso un más allá post mortem) se difuminan y el resultado en el buen lector es un primoroso extrañamiento que invita a regresar un par de páginas para tratar de dilucidar el asunto.
Los grandes temas de este libro, más allá de la familia, el amor y otros tópicos recurrentes, son la vida y la muerte, el paso del tiempo, el conflicto pasado-presente y la reflexión política que subyace bajo esta cuestión; el individuo frente a la historia y el cómo se construye esta historia, así como los conflictos entre el viejo burgués y el ideal del hombre nuevo. Hay quienes han dicho ver cierto costumbrismo en esta obra y hasta cierto punto puede ser cierto, pero lo que Llana describe no son hábitos y cosmovisiones de su presente sino lo que iba quedando de un sector social ya disminuido, aferrado a sus sábanas de warandol ya demasiado suaves, sus tapices desteñidos y sus pocheras de Baccarat en venta. Es lo que nos llega de un universo agónico y cuyo patrimonio arquitectónico –el que va quedando– se resquebraja un poco más cada día entre la humedad, el salitre y el olvido, pero sabe la autora que en el interior de esas casonas silenciosas donde parece que ya no habita nadie, hay vida hasta en los sitios menos pensados, solo hay que saber mirar.
[1] Así comienza “Nosotras”, antologadísimo cuento de María Elena Llana perteneciente a La reja, que incluso se estudia en universidades de Estados Unidos, aunque no en las nuestras.
[2] También en 1983 se editan otros títulos importantísimos para el género fantástico cubano, estos son Amoroso planeta de Daína Chaviano y Espacio abierto de Chely Lima y Alberto Serret; el taller de Literatura fantástica y de ciencia ficción más importante de nuestro país lleva el nombre de este último.
[3] Llana, María Elena. “Un abanico chino”, en Casas del Vedado. Editorial Letras Cubanas La Habana, 2017, p. 67.
[4] Llana, María Elena. “Reina Ana”, Ob. cit., p. 91.
[5] Llana, María Elena. “Un abanico chino”. Ob. cit. p. 67.